LA HORA DE LA SOBERANÍA ALIMENTARIA

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Periódico diagonal.

Miremos la etiqueta: manzanas chilenas, espárragos peruanos, langostinos de Ecuador, tomates marroquíes, calabazas senegalesas... alimentos kilométricos que recorren la tierra de punta a punta para llegar a nuestros platos.

La idea de frutas y verduras de temporada o de productos locales ha pasado a engrosar la lista de conceptos obsoletos, como lo están haciendo muchas variedades hortícolas. De hecho, según la FAO, el 75% de las variedades genéticas de los cultivos agrícolas han desaparecido en el último siglo.

Y todo gracias a una lógica neoliberal de mercado que ha entrado de lleno en el sector de la alimentación. Una lógica de monopolios, de monocultivos que se traduce en bajos precios para los consumidores y consumidoras de los países del Norte, alimentos de mala calidad, grandes beneficios para los intermediarios y las multinacionales del sector, y hambre y miseria en los países empobrecidos donde, casualmente, están la mayoría de productores y productoras de alimentos. Una lógica que condena al movimiento campesino a la desaparición y a la pobreza.

De hecho, los últimos datos de la FAO afirman que el número de personas desnutridas ha alcanzado los 1.020 millones. Una cifra que se agrava por la crisis alimentaria de 2008, fruto de la especulación y los agrocombustibles, y la coyuntura económica global. Lo irónico es que el 70% de las personas que pasan hambre son o eran productores y productoras de alimentos.

El discurso oficial habla con alarmismo de la falta de comida, y de la necesidad de una nueva revolución verde en continentes como África (es decir, más semillas modificadas genéticamente y agrotóxicos) para aumentar la productividad. Una revolución que favorecería a las grandes corporaciones del sector, como Monsanto, que aumentaría considerablemente sus ingresos y que perjudicaría directamente a los campesinos y campesinas, haciéndoles más dependientes con la compra de semillas modificadas cada año, contaminando su tierra y su agua y arruinando sus cultivos tradicionales. Algo que ya está pasando en muchos países como Brasil o Paraguay. De hecho, mientras en 2008 el número de hambrientos se incrementaba en cien millones, Monsanto anunciaba que durante el último trimestre de ese año sus beneficios se habían duplicado gracias a la venta de pesticidas (glifosato), especialmente en América Latina, y al incremento del precio de sus semillas entre un 15 y un 20%. Semillas transgénicas destinadas a monocultivos de soja que será exportada para que Europa alimente a su ganado. Según datos del Ministerio de Medio Ambiente Rural y Marino, sólo al Estado español llegan cada año unos seis millones de toneladas de soja transgénica para dar de comer a pollos, vacas y cerdos. Una soja que en su lugar de origen deja deforestación –unos tres millones de hectáreas, lo que equivale aproximadamente al tamaño de Galicia– contaminación y miles de desplazados y desplazadas.

Ante esta situación la respuesta del movimiento campesino no se está haciendo esperar. Está plantando cara a Estados, organismos internacionales y multinacionales luchando por su soberanía alimentaria. Ésta se define como el derecho de los pueblos a decidir sus propias políticas de alimentación, producción y distribución de alimentos, de manera que se garantice el acceso a una comida sana, sostenible y adecuada. Los alimentos, por tanto, quedan fuera de las exigencias de los mercados y las multinacionales, fuera de la especulación. La Vía Campesina [ver p.18- 19], una coalición de 148 organizaciones creada en 1992, es el mayor representante a nivel internacional de esta lucha. Un momento clave para este movimiento fue el Foro Mundial sobre Soberanía Alimentaria celebrado en Mali, en 2007. Allí más de 500 representantes presentaron la declaración de Nyéléni, donde reclamaron el derecho al agua, a las semillas, a la gestión de la tierra.


Derechos negados

Unos derechos que hasta la fecha no están garantizados en ningún país. Tampoco en el Estado español, donde el movimiento campesino se enfrenta, según Isabel Álvarez, del sindicato agrario EHNE, con el problema de acceso a la tierra, “se priorizan las infraestructuras y la especulación antes que la alimentación local”. El otro gran problema, afirma Álvarez, es “la privatización de todas nuestras fuentes de vida, como el agua o las semillas”.

Pero las alternativas también se están articulando, y a través de distintos sindicatos agrarios y organismos se trabaja reclamando la soberanía alimentaria. Un ejemplo muy claro son las movilizaciones contra el cultivo de maíz transgénico en el Estado español. El sistema agroalimentario mundial tampoco beneficia a los consumidores y consumidoras, que de manera indirecta ingieren transgénicos sin saberlo (a través de la carne o la bollería industrial) y ven mermada la calidad de sus alimentos (menos sabor, más químicos, menos variedad). Para Isabel Álvarez su papel también es importante en la lucha por la soberanía alimentaria. De hecho, otra línea que se está trabajando “es la alianza con los consumidores y productores, si las personas se conciencian y son capaces de ver qué hay detrás de un plato de comida, pueden ser la gran fuerza. Modificando nuestros hábitos de consumo día a día, la situación se puede cambiar”.

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