ANTES DE LA POLÍTICA

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Javier Cercas, en el 'Semanal' de El País

Hace poco denunciaba Irene Lozano en este periódico la ola de antipolítica que amenaza con inundarnos, y sostenía que ese asco de la política era sobre todo visible en los medios de la derecha, pero no excluía a toda la fauna mediática e intelectual. Llevaba razón. Tras la penúltima explosión de corruptelas políticas, yo mismo publiqué en esta columna un desahogo titulado Yo me bajo en la próxima. Como todos los desahogos, estaba lleno de santa ira; como todas las santas iras, era pecaminoso, impresentable: no importa que sus premisas fueran correctas -la democracia española es una partitocracia integrada por clubes antidemocráticos donde se premia más la adulación que el talento, los partidos no tienen interés en atajar la corrupción, sino apenas en arrojársela a la cara, etc.-; la conclusión era equivocada: si nosotros nos bajamos de la política, quienes se suben a ella son Berlusconi, Laporta y otras joyas de parecidos quilates. Como viene a decir Lozano, el remedio contra la mala política no es menos política, sino más. "Las democracias más sanas", concluye, "son aquellas en las que los ciudadanos contemplan no como un derecho, sino como un deber cívico, el dedicar algunos años de su vida a la política".

Me gusta mucho la conclusión, aunque signifique reconocer que aquí todavía nos falta bastante para ser una democracia sana. No digo una democracia perfecta (la democracia perfecta es una dictadura: la democracia orgánica del general Franco, la democracia popular del comandante Castro); digo sólo sana. Oímos a menudo proclamar a los políticos que los últimos 30 años han sido el periodo más prolongado de libertad y prosperidad de nuestra historia moderna; es verdad. También es verdad que informes internacionales solventes desmienten el cliché de la mala salud de los derechos fundamentales en España (véase Ángel Viñas, El Estado de derecho en España, EL PAÍS, 5-11-2010). Pero nada de ello significa que hayamos aprendido a ser libres, o que nos hayamos convertido de repente en un país civilizado. Ni la libertad ni la civilización se aprenden en 30 años: como la democracia, tardan generaciones en arraigar. La mejor prueba de ello es, para mí, que entre nosotros sigue casi intacta nuestra fastuosa tradición de intolerancia. Cuando los españoles viajamos por ahí suelen preguntarnos qué es lo que queda en España del franquismo; mi respuesta favorita es: ETA y nuestra tradición de intolerancia (de la que ETA es la mejor expresión actual). ETA está a punto de desaparecer, pero la intolerancia permanece, y sin tolerancia no hay civilización ni libertad ni democracia, porque la democracia es sólo la manifestación política de la tolerancia. En años recientes, algunos optimistas pensamos que esa tradición empezaba a desvanecerse; fue un espejismo: todo parece indicar que la crisis actual nos ha sacado a patadas no sólo de la irrealidad económica en que vivíamos instalados, sino también de las demás irrealidades. Somos lo que somos y estamos más o menos donde estábamos. Si se rasca un poco, detrás de nuestra fachada de europeos civilizados se agazapa con frecuencia un energúmeno vociferante, con una boina en la cabeza y un garrote en la mano, que conserva la costumbre de pensar que si alguien tiene una opinión distinta de la suya, es un sinvergüenza digno de probar su garrote (esa costumbre que en los dos últimos siglos ha conseguido convertir en deporte nacional la guerra civil o, en su defecto, el golpe de estado). Popper aspiraba a enseñarse a sí mismo a desconfiar "de ese peligroso sentimiento o convencimiento intuitivo de que soy yo quien tiene razón", un sentimiento tanto más peligroso cuanto más poderoso es, porque más acerca "el peligro de que pueda convertirme en un fanático intolerante". A nosotros nadie nos ha enseñado esa desconfianza; ni siquiera nos ha enseñado que debemos enseñárnosla. Y uno de los resultados de esta tara secular es que, todavía con demasiada frecuencia, en España la discrepancia intelectual se interpreta como una agresión personal, lo que vuelve impracticable el debate. Que, todavía con demasiada frecuencia, los debates son irreales o amañados, es decir, debates sobre asuntos acerca de los cuales, como escribía Savater tras ser víctima de uno de ellos, "sobran explicaciones porque la gente normal lo entiende a la primera, los maliciosos también pero no lo reconocerán nunca y los tontos ni poniéndoles diapositivas". Y que, también con demasiada frecuencia, hay quien zanja esos debates ilusorios tratando de romper alguna crisma con el garrote mientras se pega puñetazos en el pecho y rebuzna de júbilo, como un híbrido genuinamente carpetovetónico.

En fin. Más política contra la antipolítica: seguro. Más participación: ojalá. Pero, mientras tanto, tendremos que ir enseñándonos poco a poco cosas que están mucho antes de la política y sin las cuales la política (o por lo menos una política decente) parece imposible.

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