LA CRISIS Y EL DEFICIT

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Ignacio Sánchez-Cuenca, en 'Público'  
Profesor de Sociología de la Universidad Complutense


El 10 de mayo de 2010, cuando el Gobierno de España, presionado por sus socios comunitarios y por instituciones supranacionales, decidió dar un brusco bandazo a su política económica, la prima de riesgo de la deuda pública española con respecto a la alemana era ligeramente superior a los 150 puntos. El aumento de la prima de riesgo encendió todas las alarmas y sirvió de justificación para el recorte salarial de los funcionarios, la congelación de las pensiones, la reducción de la inversión pública y la supresión de algunas prestaciones sociales. Después se procedió a la reforma de las pensiones, del mercado de trabajo y de la negociación colectiva.

Quizá el ajuste presupuestario y las reformas estructurales hayan permitido ganar algo de tiempo, pero desde luego no han servido para eliminar las presiones sobre nuestra deuda pública, cuya prima de riesgo ha continuado aumentando peligrosamente hasta rondar los 400 puntos este verano.
El Gobierno tiene buenos motivos para temer que las tensiones aparezcan de nuevo en septiembre, empujando la prima de riesgo hacia niveles que forzarían un rescate europeo. Por ello, Zapatero ha optado, sin consultar con su partido, por cerrar un pacto con el PP para aprobar una reforma de la Constitución que establezca un límite al déficit público estructural. Pero es probable que, al igual que todas las medidas anteriores, esta tampoco sirva para acabar con las tensiones.

No está de más recordar que España no tuvo un comportamiento fiscal irresponsable en los años anteriores a la crisis. Durante la prolongada etapa de crecimiento, la deuda pública española se redujo desde el 67% del PIB en 1996 hasta 36% en 2007, uno de los niveles más bajos de Europa. Y el Gobierno de Zapatero consiguió que entre 2005 y 2007 hubiera superávit presupuestario. No es evidente, pues, que necesitemos atarnos las manos mediante una reforma constitucional para evitar comportamientos fiscales irresponsables.

España supo aprovechar el periodo de bonanza para sanear sus cuentas públicas. El problema actual no estriba, por tanto, en un gasto descontrolado. Es verdad que la gran recesión iniciada en 2008 produjo una brutal disminución de los ingresos del Estado. El abultado déficit público que todavía tenemos hoy es consecuencia sobre todo de dicha caída de ingresos y de la aplicación de los estabilizadores automáticos. Pero fueron sin duda circunstancias extraordinarias las que produjeron ese enorme agujero. Con todo, la deuda pública española sigue estando considerablemente por debajo de la media de la UE, gracias precisamente a que España, frente a lo que se dice habitualmente, había hecho sus “deberes” en materia fiscal.

Así pues, ni el mal comportamiento fiscal produjo la crisis ni los problemas que está sufriendo nuestra prima de riesgo son consecuencia de un endeudamiento insostenible de España. El Gobierno, muy presionado por Alemania, la Comisión Europea, el BCE, el FMI y la ortodoxia ideológica imperante entre los economistas, ha ido cumpliendo con extraordinario celo todas las reformas que le han pedido, incluyendo la reforma constitucional sobre el déficit. Pero, por desgracia, hay razones para pensar que todas estas reformas, que tienen un enorme coste social y político para el país, no van a solucionar el problema por ser este de naturaleza supranacional.

Como ha señalado Paul de Grauwe, uno de los mayores expertos en el funcionamiento del euro, la causa de esos ataques no tiene que ver ni con un endeudamiento excesivo ni con las reformas estructurales de las que tanto se habla. En realidad, los ataques se deben a un diseño institucional inadecuado de la Unión Monetaria que Alemania se resiste a modificar.

A diferencia de lo que sucede en los países que conservan su soberanía monetaria, los países del área euro tienen su deuda en una moneda para la que no cuentan con un prestamista de última instancia que garantice el pago de la deuda mediante la impresión de dinero. El BCE no tiene encomendado ese papel de prestamista de última instancia. Por eso, los tenedores de bonos albergan mayores recelos hacia los gobiernos que han renunciado a su soberanía monetaria. Cuando las condiciones económicas empeoran, los temores de los inversores aumentan y el dinero se refugia en los países más estables del área euro, como Alemania. Si los miedos de los inversores se realimentan positivamente, se origina una profecía autocumplida que desemboca en una crisis de liquidez como la que estamos padeciendo.

La solución a este complejo problema no pasa necesariamente por forzar políticas de austeridad en los países del área euro. Esas políticas, hasta el momento, no han conseguido reactivar la economía ni superar las tensiones sobre la deuda. La única solución efectiva consiste en modificar el sistema de gobierno del euro. La emisión de eurobonos o la transformación del BCE en un verdadero prestamista de última instancia son las recetas que tienen más posibilidades de acabar con los actuales problemas. Por mucho que los países hagan las políticas que Alemania demanda, las tensiones no desaparecerán.
El debate está en el plano europeo, sin que haya apenas margen para soluciones nacionales. De ahí que resulte tan cuestionable una medida radical como la reforma constitucional, que es una enorme concesión ideológica a la derecha y que sitúa la política económica más allá del control democrático.

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