LA AUSENCIA DE DEMOCRACIA

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Alberto Garzón Espinosa, en 'La Opinión de Málaga'

Cuando deviene la crisis económica, y empeoran las condiciones materiales de vida de la población, es natural que se exija a las instituciones políticas una respuesta que consiga detener ese proceso. Eso es lo que ha pasado en España en los últimos años. Sin embargo, la sensación generalizada es que en este tiempo estas instituciones políticas no han sido capaces, o no han querido, dar una solución al problema. Como respuesta, instintivamente la población las declara inútiles e ineficaces. Es ahí precisamente donde encontramos la explicación fundamental de la creciente desafección por la política y sus instituciones. La política institucional es considerada una herramienta no válida para poder dar soluciones a problemas tan acuciantes como el desempleo, los desahucios y el hambre. Se cuestiona a las instituciones políticas y se cuestiona la democracia.

No obstante, el problema nace en considerar que realmente vivimos en una democracia. Nada más lejos de la realidad. Vivimos en una democracia aparente, en una ilusión política a la que hemos convenido en llamar democracia. Porque el poder, en esencia, no se encuentra en las instituciones políticas para las cuales elegimos a nuestros representantes. El poder está más allá, descontrolado, irresponsable y privado. El poder está en el dinero, en esas grandes empresas y grandes fortunas –a las que a veces llamamos mercados- que son capaces de doblegar los intereses de los parlamentos nacionales a través del chantaje y la extorsión. El poder real es fundamentalmente poder económico, y éste último no está sujeto a elección ninguna. Manda quien más tiene y no quién más votos recibe.



Así pues el problema no es que la democracia y sus instituciones políticas no funcionen. El problema que es que no tenemos democracia y por lo tanto las instituciones políticas actuales son un espejismo de lo que debieran ser. Tenemos una democracia simulada que, como afirma el filósofo Žižek, hace en política las veces de cuento de los reyes magos; todos sabemos que no existe pero mantenemos la creencia por respeto a otros. Votamos cada cuatro años en un procedimiento litúrgico que ni siquiera garantiza que los programas electorales se cumplan, pero que sí logra conceder legitimidad a esta ilusión democrática. Una legitimidad que en cualquier caso se va deteriorando porque ninguna farsa puede continuar eternamente.

Este país necesita una democracia real. Pero para ello es necesario un nuevo sistema político y unas nuevas instituciones que sí sean capaces de resolver los problemas reales de la gente. El modelo del 78 está caducado y necesitamos construir un modelo nuevo y eficaz. Ello requiere, necesariamente, poner coto al poder no democrático; es decir, hacer que el poder económico esté subordinado a la democracia y sus justas leyes. No podemos permitir que las decisiones sobre nuestro futuro sean tomadas por individuos o empresas que únicamente buscan maximizar sus beneficios sin importarles cuáles sean las consecuencias sobre nuestras vidas. No podemos permitir, en última instancia, que no exista democracia.

Son muchas las voces que han percibido el engaño y que denuncian que efectivamente ni esto es una democracia ni tampoco un Estado de Derecho. Son muchas las voces que reclaman una verdadera transición, una que nos lleve desde la actual dictadura del dinero hacia la democracia de los ciudadanos; desde la apariencia de democracia hacia la democracia real. Para ese viaje colectivo necesitamos muchas manos, pero sobre todo partir de un hecho incontestable: el problema actual no es la democracia sino su ausencia.

En los próximos meses nos enfrentaremos a ese dilema. Tendremos que elegir entre más democracia, apoyando un proceso de cambio institucional radical, o mantenernos en esta falsa ilusión que amenaza con llevarnos a una nueva edad media en la que la ausencia de democracia estará aparejada a unas viejas y denigrantes condiciones de vida.

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