LOS DICTADORES BENEVOLENTES

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Antón Costas, en 'El País'

Para cualquier persona que no esté cegada por su ideología o sus intereses particulares, debería saltar a la vista que la política de austeridad compulsiva y caídas de salarios no funciona. Dos recesiones económicas en tres años y la existencia de una depresión rampante es algo que nunca habíamos visto desde los años treinta del siglo pasado.

La recesión de 2008 fue provocada por la crisis financiera de 2008. Pero la recaída en la recesión, después de que las economías hubiesen comenzado a recuperarse en 2010, ha sido provocada por la política de austeridad y reducciones salariales. La terquedad con la que se impone esa estrategia desde las instituciones europeas y se práctica por nuestros gobiernos pone al descubierto una sorprendente indiferencia a sus severos costes humanos. Y manifiesta también una llamativa ceguera frente a los estropicios democráticos que ocasiona: el recurso a gobiernos tecnocráticos y el aumento de apoyo político a opciones populistas y radicales.

¿Cómo explicar esta tozudez y ceguera política? Podemos hacer dos hipótesis. La primera es que crean en la idea de la "austeridad expansiva". Pero es difícil sostenerla. La investigación económica no encuentra efectos expansivos en este tipo de políticas y, por el contrario, alerta de sus costes. Aunque sean tozudos, hay que suponer que están informados. La segunda es que los gobiernos y las autoridades europeas se comportan como dictadores benevolentes y practican contrabando de reformas. Vale la pena explorar esta hipótesis.

Todo estudiante de un curso de introducción a la Economía de mercado aprende dos principios básicos. El primero es que las personas tienen distintas preferencias acerca de los bienes privados y las políticas públicas que mejor satisfacen su bienestar. El segundo es que los mercados y las políticas solo funcionan bien cuando tienen en cuenta esas preferencias sociales.

Muchos políticos y economistas metidos a reformadores olvidan estos principios y se comportan como dictadores benevolentes. Dictadores, porque imponen sus propias preferencias a la sociedad; y benevolentes, porque creen estar haciéndole un favor, en la medida en que esta tendría un velo de ignorancia que le impide ver cuáles son sus verdaderos intereses a largo plazo.

Bienintencionados, los dictadores benevolentes acostumbran a practicar el contrabando de reformas. Es decir, venden como verdaderas reformas lo que no son sino políticas movidas por su propia ideología o por intereses de grupos que han conseguido capturar las políticas en su beneficio. Se pueden poner muchos ejemplos, pero quizá el más evidente es la sanidad. Nuestros gobiernos venden como reformas sanitarias lo que son amputaciones del sistema público de salud que responden a su ideología sobre los servicios públicos o a intereses de grupos económicos.

Pero, se me puede objetar, ¿acaso no es cierto que las sociedades pueden no ver la necesidad del cambio? En ese caso, ¿no es función de la política liderar las reformas? Sin duda, pero liderar no es imponer sino persuadir.

La economía política de las reformas enseña que no hay reforma eficaz ni sostenible si no cuenta con el apoyo de una amplia corriente de opinión pública. Eso es también lo que nos dice el conocimiento existente. Una investigación reciente encuentra que el “apoyo social” es clave para el éxito de los procesos de ajuste fiscal (Paolo Mauro,Chipping Away at Public Debt. Sources of Failures and Keys to Success in Fiscal Adjustment, FMI, 2011). Cuando las reformas se imponen, además de no ser eficaces, el malestar social acaba moviendo violentamente el péndulo de la política contra ellas. La huelga general de 28 de diciembre de 1988 contra la política de Felipe González o el retroceso de José María Aznar en su decretazo laboral son buenos ejemplos.

Incapaces de persuadir, los dictadores benevolentes que practican el contrabando de reformas apelan con frecuencia a la retórica del “sufrimiento” y al "decreto-ley".

En primer lugar, se comportan como malos médicos. La buena práctica clínica obliga al cirujano a informar de forma veraz al paciente y a que sea este quien tome la decisión final; y, en su caso, a practicar la cirugía con el mínimo dolor. La buena práctica política debe hacer lo mismo con las reformas. Sin embargo, no sucede así con las políticas de austeridad y reformas que practican nuestros gobiernos bajo el dictado de Bruselas, Berlín y Fráncfort.

En la medida en que la explicación que utilizan para imponer la austeridad y las reformas no es veraz, quien más está actuando como dictador benevolente y haciendo contrabando de reformas son las autoridades europeas y el Gobierno alemán. La visión liberal-conservadora germánica de las causas del sobreendeudamiento es errónea, interesada y basada en tópicos. Sostiene que el sobreendeudamiento fue debido a la prodigalidad fiscal y a la falta de competitividad. Oculta que tanto la economía española como irlandesa han mostrado un buen comportamiento exportador y que la verdadera causa del sobreendeudamiento de estos países no fue el despilfarro fiscal (tenían superávit público antes de la crisis) sino un fallo monumental del sistema bancario europeo, en particular del alemán.

Durante los primeros años de este siglo los bancos alemanes no encontraron oportunidades de inversión en su país para el ahorro que generaba su economía, sometida a dieta de consumo y reducción de salarios para favorecer sus exportaciones. En esa situación de anorexia interna, los bancos alemanes optaron por prestar a los bancos españoles e irlandeses (y al Gobierno griego) para que estos financiasen inversiones inmobiliarias de rápida plusvalía. Crearon una burbuja crediticia, distorsionaron el modelo productivo de la economía española y no midieron bien el riesgo crediticio que estaban creando. Ese fallo bancario es lo que ahora oculta el Gobierno alemán a sus ciudadanos, contándoles a cambio una historia llena de tópicos. La realidad es que la política de austeridad que ahora impone a Grecia, Portugal, Irlanda y España es en beneficio de sus bancos.

Incapaces de persuadir, los gobiernos de los países a los que se les imponen la austeridad y las reformas han de imponer a su vez esas medidas mediante el uso del decreto-ley. Una forma que, como me ha recordado el catedrático de Ciencia Política Josep M. Vallés, trae memoria de la práctica alemana del “decreto presidencial” extraparlamentario de los años 1930-33, mediante el cual el canciller Heinrich Brüning impuso la austeridad a sus ciudadanos durante la recesión de aquellos años. Con los dramáticos efectos sociales y políticos que son bien conocidos.

Para imponer con contundencia esta política, el Gobierno alemán está utilizando el euro como un instrumento de su hegemonía comercial y financiera. Los “mercados” no son los malos de esta película; lo único que hacen es reaccionar. Sabiendo que los países sometidos a austeridad sufrirán años de estancamiento y elevado desempleo y no podrán devolver la deuda, lo que hacen es aprovechar la ocasión para aumentar el precio al que prestan. Esa presión de los mercados es aprovechada por Bruselas para el contrabando de reformas. Pero el problema no son los mercados sino la mala política.

Hay un malentendido sobre el euro. Creemos que es la moneda de una unión política cuando en realidad es la moneda común de una unión cambiaria cuyo principal beneficiario ha sido y es la economía alemana, algo que puede verse fácilmente observando las balanzas comerciales de la eurozona. El euro es utilizado por Alemania como un instrumento de dominación cuasi neocolonial. O se hace del euro una verdadera moneda común, con un banco central merecedor de tal nombre, o no tiene sentido seguir con este malentendido.

En cualquier caso, nuestro país tiene que hacer reformas orientadas a reducir el déficit público, lograr un mejor reparto de responsabilidades sobre el Estado del Bienestar, fomentar una sociedad más innovadora y mejorar la competitividad de la economía. Pero esas reformas no se lograrán con gobiernos que se comporten como dictadores benevolentes y practiquen el contrabando de reformas.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.

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