ESTRATEGIA FRENTE A LA CRISIS SISTÉMICA

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Antonio Antón, en Rebelion.org


Dos estrategias fundamentales pugnan por la gestión y salida de la crisis sistémica: 1) Por un lado, la opción dominante es la es trategia liberal-conservadora, basada en la política de austeridad. 2) Por otro lado, de forma subordinada está la apuesta por una opción justa, democrática y solidaria.

La primera admite dos posibles evoluciones: 1) la continuista remozada con cierta flexibilidad y una aplicación más lenta, la persistencia de los ajustes estructurales con la prioridad de reducir el déficit (y la deuda) público y nuevos reequilibrios económicos e institucionales, dentro de la UE y la zona euro, bajo hegemonía alemana, y 2) la deriva hacia una austeridad impuesta y autoritaria, especialmente regresiva, segmentada y de subordinación del sur, pero con importante precarización de las capas populares centrales, deslegitimación social de sus clases gobernantes con democracias liberales débiles, así como con riesgos de ruptura de la UE y el euro y fortalecimiento de nuevos movimientos populistas, con componentes derechistas, xenófobos o exclusivistas.

La segunda opción es un proyecto y un impulso de cambio, con una gran legitimidad social (en el sur), pero sin fuerzas sociales y políticas suficientes (y menos económicas) para implementarla a corto y medio plazo. Consiste en una política económica alternativa, expansiva del empleo y mejora del aparato productivo (del sur), la solidaridad e integración europea, la reafirmación del modelo social europeo y los derechos sociolaborales y la regeneración democrática de los sistemas políticos. Ese proyecto es defensivo, pero tiene sentido como orientación que refuerce la resistencia a la involución social y democrática, cohesión de fuerzas progresistas y condicionamiento sociopolítico hacia un sistema económico y político menos regresivo.

Cabe una tercera opción, ‘intermedia’ entre las dos anteriores, como agotamiento, derrota y cambio de la primera, pero sin suficientes fuerzas para garantizar la segunda. Supone cierto acuerdo o equilibrio entre parte del poder económico liberal e institucional y los intereses y la legitimidad de las sociedades europeas junto con la presión de los países sur (incluyendo Francia). Las expectativas iniciales del programa de Hollande (y Obama) podían apuntar al inicio del camino hacia esta opción, pero sus políticas siguen bloqueadas sin romper totalmente con la primera opción. Conlleva un equilibrio inestable con tendencias contrapuestas: 1) hegemonía política liberal y de las principales fuerzas económicas y empresariales, con garantías (estabilidad sociopolítica, legitimidad social, competitividad respecto a terceros países…) para la reproducción del sistema económico y la legitimidad de su poder y distribución de rentas a medio y largo plazo; 2) persistencia de la presión popular y las fuerzas de izquierda y movimientos sociales progresistas, con un modelo social y un sistema democrático ‘suficientes e integradores’.

En consecuencia, tenemos tres opciones de gestión de la crisis, con tres resultados distintos: 1) continuista con la austeridad con dos variables, una la autoritaria-populista y otra la austeridad de aplicación más lenta y flexible, con otros complementos o incentivos expansivos, que tiende a ser la dominante; 2) intermedia , con prioridad al crecimiento económico junto con la consolidación fiscal, sensible a la cohesión social y la legitimación y el equilibrio institucional, estatal y europeo, aunque con hegemonía de similares estructuras económicas y de poder; 3) de cambio sustantivo , justa y democrática, con refuerzo de la solidaridad (financiera y redistributiva) y el modelo social europeos, un desarrollo económico equilibrado con la modernización del aparato productivo del sur europeo, la democratización de los sistemas políticos y las instituciones de la UE y un peso significativo de las izquierdas y los movimientos sociales progresistas.

El continuismo de la austeridad no es solución

La actual y ya vieja política de austeridad demuestra su fracaso, pero la nueva política (de crecimiento del empleo, reequilibrio de poder e integración solidaria europea) no termina de aparecer. El bloque dominante que lo impide sigue siendo poderoso e impone, ante todo, la salvaguarda de sus intereses inmediatos: devolución de la deuda pública y privada evitando el impago o la quita a los acreedores financieros, abaratamiento de costes laborales y garantías de altos beneficios empresariales, subordinación de las capas populares, reducción de los derechos sociales y prestaciones y servicios públicos, debilitamiento de las izquierdas y neutralización de la indignación ciudadana… Además, desconsidera las grandes repercusiones negativas para la sociedad, cada vez más graves y acumulativas, la deslegitimación de las instituciones y las fuentes de inestabilidad a medio y largo plazo. Su respuesta es intentar afianzar el control social desde el reforzamiento institucional y la instrumentalización del aparato mediático.

Por supuesto, también cabe que se consolide la opción autoritaria , fuertemente regresiva en lo económico y con débiles sistemas democráticos en lo político, con fuertes corrientes populistas de derecha, mayor fragmentación social y destrucción de la capacidad operativa de los movimientos populares progresistas y la izquierda crítica.

Por otro lado, no se puede asegurar la realización de una salida ‘justa y progresista’ o el acercamiento a un horizonte social más avanzado, muy improbable a corto plazo. La cuestión relevante ahora es que tiene sentido ampliar el apoyo social en torno a un proyecto democrático y transformador, para cohesionar y fortalecer a esa base social progresista y condicionar el proceso de conjunto.

La apuesta de las élites europeas dominantes parece que camina hacia el continuismo de la política de austeridad con ligeras modificaciones: estímulos al crecimiento, unión bancaria, mutualización parcial de la deuda… Es la estrategia conservadora centroeuropea (alemana o del norte), que cuenta con el aval crítico de sus partidos socialdemócratas y con la relativa aceptación resignada de las élites dominantes (económicas y políticas) del resto países, aunque con cierta tensión por su reacomodo o grado de subordinación y su adaptación al nuevo estatus productivo e institucional.

Esta estrategia pretende neutralizar los efectos más destructivos para el tejido económico y la cohesión social, así como la deslegitimación política y la desafección en el sur, evitando dinámicas desvertebradoras incontrolables. Intenta la relegitimación parcial de las élites, el nuevo reequilibrio de poder y el diseño institucional ante la ciudadanía europea, sin democratización ni solidaridad entre los estados, ni de la gestión de la UE. Supondría, además de la hegemonía económica del ‘norte’, un reequilibrio político e institucional con predominio alemán y la subordinación tensa de Francia y los países periféricos (la Europa alemana). Es una salida lenta, gravosa para las sociedades europeas (incluido las capas precarias centroeuropeas) y de readaptación subordinada y empobrecida del sur europeo (incluido Francia), particularmente sus capas populares. Supone fragmentación y dependencia de sus aparatos económicos, fuerte desigualdad social y un débil Estado social con limitada legitimidad ciudadana.

Dada la persistencia de los valores democráticos e igualitarios en la mayoría de la ciudadanía europea y española, es previsible el mantenimiento de la indignación ciudadana y la deslegitimación social o la crisis de confianza hacia sus élites políticas, por su responsabilidad y su impotencia o pasividad respecto de una salida justa y democrática de la crisis sistémica. Está servida la pugna cultural entre el fatalismo pasivo y la indignación activa, entre la disgregación competitiva y la respuesta colectiva progresista. En el fondo está la tensión entre la continuidad o el cambio, entre, por un lado, el discurso tecnocrático de la preponderancia del poder económico y la actual capa gobernante y, por otro lado, la capacidad de la ciudadanía, las personas, con su cultura democrática y de justicia social, con los valores de libertad, igualdad y solidaridad, fundamentos para promover un modelo social avanzado.

Centrándonos en el sur europeo, el impacto de los dos primeros elementos (socioeconómico y político-institucional) configura un panorama duro y grave. La crisis económica y social es profunda, sus aparatos económicos son frágiles y dependientes y sus Estados de bienestar más débiles. Sus élites han fracasado en la modernización económica de sus respectivos países y ahora están más endeudados, subordinados y dependientes respecto del eje de poder centroeuropeo (alemán) y mundial. Aunque existen importantes diferencias entre, por un lado, Grecia y Portugal (e Irlanda) y, por otro lado, España e Italia; después viene Francia. Supone un desafío para la renovación y relegitimación de sus élites, la modernización de sus economías y la democratización de sus sistemas políticos.

En definitiva, el fracaso de la actual política de austeridad ya se va haciendo evidente, incluso para sectores de las élites poderosas. El recambio inicial es la opción continuista remozada y el discurso relegitimador. La apuesta institucional europea, que se vislumbra para después de las elecciones generales alemanas de otoño, es el continuismo de la política económica dominante, intentando contener los desequilibrios europeos, junto con una reorientación mínima –flexibilidad en la austeridad, estatalización de riesgos de la deuda soberana, elementos de crecimiento-. Aunque conlleve una abundante ofensiva retórica, esa opción es insuficiente para abordar los graves problemas estructurales, al menos, para estos países periféricos. Puede dar algo de oxígeno a su situación socioeconómica y paliar alguna situación más grave. Pero es insuficiente para garantizar la estabilidad socioeconómica y los derechos de las clases trabajadoras centroeuropeas y, particularmente para los países del sur europeo, no aporta soluciones equilibradas y razonables a medio plazo, ni neutraliza la conciencia social de miedo, frustración e indignación.

Por tanto, el aspecto principal de esta estrategia es ‘cambiar algo para que nada cambie’, es decir, continuidad de la política económica y la estructura de poder actual, con pequeños cambios que permitan ampliar ciertas expectativas de avances hacia la salida de la crisis, acompañados de una ofensiva retórica que neutralice las grietas de legitimidad del sistema y consolide esa dinámica regresiva con fuertes desigualdades.

Amplia deslegitimación de la austeridad y apuesta alternativa

El bloque de poder, económico e institucional, dominante en la UE, apuesta por la primera opción. La mayoría de las sociedades del sur y sectores significativos de las del norte están en contra de la austeridad y los recortes sociales, con una clase política con escasa legitimidad social.

Así, según la encuesta europea de IPSOS (ver diario El País , 7 de mayo de 2013), respecto de las consecuencias en la vida diaria , para el 60% de los europeos, las dificultades de la crisis la han hecho peor (20% mucho peor y 40% algo peor ), para el 32% no ha cambiado nada, la situación es la misma, y para el 8% la han beneficiado . Existen diferencias significativas entre el sur y el norte. En España se alcanza un 76% que ven solo consecuencias negativas de la crisis y rechazan los recortes sociales; en el caso de Alemania es el 54%, es decir, también son mayoría aunque menor. Además, en España, al 90% de sus ciudadanos, las dificultades económicas se han llevado a reducir su gasto en esta crisis (95% en el caso de Italia y el 76% la media europea). Tres cuartas partes de los encuestados europeos creen que la situación empeorará el año 2014, es decir, desconfían que las políticas implementadas proporcionen el crecimiento económico, que es el fruto prometido por los dirigentes institucionales. El pronóstico más sombrío se refiere a las generaciones futuras. La mitad de los encuestados temen que sus hijos estén peor que ellos cuando alcance la edad adulta y otra cuarta parte en una situación similar . Es decir, solo un 25% considera que la nueva generación va a mejorar respecto de la situación actual de sus padres; el horizonte de progreso social y económico se rompe, la frustración por la persistencia de las consecuencias negativas de la crisis se afianza y se amplía la desconfianza en las élites políticas y el propio diseño institucional de la UE, incapaz de ofrecer una salida más integrada y democrática.

Por otro lado, según diversas encuestas del CIS y Metroscopia existe un deterioro de la credibilidad social de la clase política gobernante que se considera un problema adicional en vez de solución. Y, en particular, la desconfianza en la gestión de los líderes políticos (tanto Rajoy cuanto Rubalcaba) alcanza al 80% de la población.

La conciencia social mayoritaria de las consecuencias negativas de la crisis y la percepción de que la gestión institucional no garantiza una perspectiva mejorable, constituyen una gran impugnación a las actuales políticas de austeridad y sus gestores. Es una condición para poder conformar una base social de apoyo a la demanda de una opción progresista. No obstante, este deseo está mediado por la debilidad de la presión social activa, la fragmentación de su articulación organizativa y, particularmente, por el insuficiente peso de las fuerzas transformadoras en el ámbito electoral-institucional. En ese sentido, el núcleo principal (Alemania) de la socialdemocracia europea, dominante en el electorado de centroizquierda de la mayor parte de países europeos, no se distancia claramente de la primera opción, aunque algunos sectores (Francia) admitan ya la necesidad de su reforma. Así, ante esa orfandad representativa y a pesar de cierta desafección a los partidos socialistas, corresponsables de la austeridad (Grecia, Portugal, España), y el desplazamiento hacia la izquierda de una parte de sus electorados, no es de extrañar la débil confianza popular en las posibilidades de cambio institucional a corto plazo.

Por tanto, para promover el camino hacia la segunda (y tercera) opción, la reorientación de la política económica y la democratización del sistema político con un nuevo equilibrio (con conflicto y pacto), ya se ha dado un paso sustancial: 1) la evidencia del fracaso de la política de austeridad, con una masiva indignación social contra su carácter regresivo; 2) la amplia crítica a sus gestores, con mayor deslegitimación ciudadana, y 3) la significativa participación democrática de una ciudadanía activa (desde el sindicalismo y distintos grupos sociales hasta el movimiento 15-M y similares), como expresión de la nueva oleada de protestas sociales, cuyo último eslabón han sido las multitudinarias conmemoraciones estos días del segundo aniversario del 15-M.

Pero es necesario un segundo paso, con el refuerzo de esos tres factores positivos, que presenta dificultades particulares: 1) un potente movimiento social progresista, con la configuración de un campo sociopolítico transformador capaz de conseguir el apoyo de la mayoría de la sociedad; 2) un fortalecimiento, reorientación y unidad de las izquierdas políticas y su reflejo institucional, y 3) la renovación de discursos y liderazgos, la reorientación estratégica y la mejora de la calidad democrática y ética de las élites políticas, sindicales y asociativas progresistas, incluidas las intelectuales.

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