LOS CONSUMIDORES TAMBIÉN TIENEN MENTES DE LA EDAD DE PIEDRA

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Eduardo Zugasti, en la Tercera Cultura

El así llamado mal del consumismo no se origina en una conspiración de capitalistas ávidos de crearnos necesidades arbitrarias para llenarse los bolsillos. Todos los fenómenos del consumo humano a lo largo de nuestra historia reciente y ancestral arraigarían en tendencias más profundas de la naturaleza humana universal. O esto es al menos lo que piensa el psicólogo evolucionista Gad Saad, que en lugar de trivializar un dominio prometedor de la ciencia se ha dedicado a estudiarlo seriamente, y en último término ha publicado un libro orientado al público para que entendamos algo más sobre las bases evolutivas del consumismo.

Según Saad no todo en el consumo es debido a la construcción social: “Un presupuesto infinito para publicidad no puede hacer que triunfen productos que están desconectados de nuestra herencia biológica”. Si se quiere tener éxito a lo grande en los mercados es preciso proponer algo que sacie alguno de nuestros cuatro módulos “darwinianos” fundamentales: supervivencia, comida, sexo y recriprocidad. Las historias que consumimos, los automóviles y las casas con las que soñamos, o incluso los “amigos” que agregamos en las redes sociales, contestan a necesidades ancestrales en un entorno modernizado.

Saad explica que la psicología evolucionista del consumo no apoya una visión determinista, ya que poseemos a pesar de todo el potencial de conocimiento para no ceder a los apetitos, pero si los magos del marketing y los diseñadores de nuevos productos son lo bastante hábiles la tentación puede resultarnos casi irresistible. Tanto que no sorprende que se haya imprimido tradicionalmente un sello religioso en las restricciones al consumo, o que los intentos de la filosofía para hacerle frente a las tentaciones mundanas hayan requerido de una disciplina prácticamente monacal.

Las hamburguesas y la comida rápida tienen éxito porque satisfacen, incluso satisfacen demasiado, el apetito universal por los alimentos ricos en grasas, una adaptación probablemente adecuada a la mítica “sabana” pero problemática en el entorno moderno, donde la diabates y la obesidad amenazan con convertirse en epidemias. A los hombres les gustan los ferraris porque los coches caros estimulan sus andrógenos y les sirven para señalizar su alto status, pese a los peligros que acarrea su conducción. La pornografía también fascina a los hombres porque secuestra la “mirada masculina”, sumándonos a media especie en un “gran experimento” de consecuencias aún poco claras. Por el contrario, las novelas románticas cautivan a las mujeres porque secuestran más hábilmente las preferencias femeninas por hombres de status superior.

Haciéndose eco de unos de los principios más conocidos de la biología evolucionista moderna, formulado en su día por Theodosius Dobzhansky: “Nada tiene sentido en el consumo, excepto bajo el prisma de la evolución”.

Realmente las prefieren “rubias”

Un ámbito de estudio de interés particular para la psicología evolucionista del consumo son las diferencias sexuales. Al igual que en otros contextos de la conducta humana, existe la expectativa de que hombres y mujeres difieran en sus hábitos y preferencias consumistas en aquellos contextos en los que la evolución haya producido diferencias sexuales apreciables, debido al impacto de distintas presiones selectivas, como significativamente algunos aspectos de la reproducción o la búsqueda de pareja. Por ejemplo, la preferencia de los hombres por ciertos objetos de lujo, como los coches deportivos, puede entenderse como una consecuencia inesperada de la selección sexual, mediante la cual los varones transfieren ahora las características sexuales secundarias a objetos externos, un tipo de conducta que tiene antecedentes biológicos anteriores incluso a la evolución de los primates (como las “casas nido” que construyen algunas especies de pájaros para cortejar a las hembras). Michael J. Dunn y Robert Searle (2010) comprobaron que los hombres, pero no las mujeres, que aparecen en fotografías conduciendo modelos de coches lujosos de hecho son sistemáticamente juzgados como más atractivos. Ser propietario de un Ferrari, simplemente, funciona. Este efecto desaparece en el caso de las mujeres, una evidencia consistente con la preferencia masculina universal hacia mujeres más jóvenes y estéticamente atractivas, en contraste con la mayor preferencia femenina universal hacia parejas de más status.

El consumo femenino de vestidos “sexys” tampoco sería insensible a la evolución biológica, como muestra el hecho de que las mujeres tiendan a mejorar y embellecer su aspecto físico justamente cuando están en su periodo más fértil (Saad & Stenstrom, 2012). De forma general, también se conoce que el maquillaje y las estrategias de embellecimiento producen efectos tangibles en el sexo opuesto. Existen distintas evidencias de que el maquillaje efectivamente aumenta el atractivo de las mujeres (Mulhern et al, 2003), mejora la percepción de su personalidad (Graham & Johuar, 1982), hace que liguen más en los bares (Guégen, 2008) y, si son camareras, permite que reciban más propinas (Jacob et al., 2019).

Es oficial. Ellos las prefieren maquilladas y si las circunstancias culturales son propicias, hay todo un mercado alrededor para satisfacer esta vieja demanda.

Azul y rosa

Los juguetes tampoco son un capricho del capitalismo y del “patriarcado”. Los niños o las niñas no prefieren determinados juguetes porque estén etiquetados de forma arbitrariamente “sexista”, ni porque hayan sido socializados por sus retrógrados padres y educadores para que prefieran cosas supuestamente adecuadas a su sexo. Los juguetes tienen éxito y son una industria millonaria porque son símbolos eficaces de la inversión parental y porque, si están inteligentemente diseñados, satisfacen preferencias arraigadas en la evolución humana.

Un desorden endocrino, la hiperplastia adrenal congénita, pone a prueba las hipótesis construccionistas de que los juguetes son ciegos al “género”. Por lo visto, las chicas que lo padecen muestran una preferencia mayor hacia juguetes “masculinos”, como automóviles o coches de bomberos, y menor hacia juguetes femeninos, como las muñecas. También se sabe que las preferencias por juegos “femeninos” y “masculinos” es predecible a partir del ratio de los dedos índice y anular de los niños, un rasgo físico que depende de la exposición a la testosterona durante el desarrollo uterino (Hönekopp & Thierfelder, 2009). Es más, se han hallado diferencias sexuales en comportamientos similares con juguetes en primates (Alexander & Hines, 1992), evidenciando una historia más que profunda de estas diferencias.

Además de los irresistibles y peligrosos Ferraris, el maquillaje y los juguetes sexuados, otras muchas conductas que creemos íntimamente asociadas con la vida moderna y sus novedades, como las “redes sociales” de internet, las mascotas, el gusto por la naturaleza y la ecología, la música “pop”, los regalos de compromiso, o el gusto por la comida rápida, también estarían moldeadas por viejas adaptaciones o exaptaciones biológicas hábilmente secuestradas por los creadores del marketing comercial.

El libro de Saad, o los post que publica regularmente en su blog, Homo Consumericus, abren una ventana al increíblemente extenso campo de ajustes y desajustes evolutivos que nos conectan con el pasado remoto de la especie, y evidencia el principio más importante y quizás más difícil de tragar de toda la psicología evolucionista: la evolución humana no se ha detenido a nivel del cuello, también afecta poderosamente a cómo siguen funcionando nuestras mentes y dirigiendo nuestros hábitos de consumo.

Referencia: Saad, G. (2011) The consuming instinct. What Juicy Burgers, Ferraris, Pornography, and Gift Giving Reveal About Human Nature

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