SI MANDASE MANDELA

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¿Qué habría hecho el estadista sudafricano si hubiera estado en el lugar de Obama, Rajoy o Morsi? Ante todo, tratar de unificar a los pueblos, poniendo el interés común por encima de cualquier otro

John Carlin, en 'El País'

Qué haría Nelson Mandela en el lugar de Barack Obama en Estados Unidos, de Mariano Rajoy en España o, antes de su caída, de Mohamed Morsi en Egipto, por mencionar solo tres dirigentes que reflejan el descrédito en el que ha caído la clase política mundial? Existe una crisis de poder en el mundo hoy, espectacularmente escenificada en el golpe de Estado egipcio y en las protestas que hemos visto últimamente en Brasil y Turquía, y poco valor tiene hablar de la ejemplar figura de Mandela, ahora que agoniza, si nos limitamos a recordar con nostalgia su trayectoria histórica y no intentamos aplicar sus lecciones al mundo actual. Bill Keller, exdirector del New York Times,entró en el tema en una columna publicada en su diario el fin de semana pasado, comparando a Obama con Mandela. Su conclusión: que el primer presidente negro de Estados Unidos no estaba ni remotamente a la altura del primero de Suráfrica.

Menos aún lo ha estado Mohamed Morsi. Comparemos los cinco años que Mandela estuvo en el poder con los 12 meses que Morsi ejerció de presidente en Egipto. Ambos asumieron el poder en circunstancias similares. Uno tras la primavera árabe, el otro tras una primavera africana. Solo que Mandela supo prepararse para el invierno. Mandela entendió que la prioridad, en una época de transición y fragilidad institucional, era construir una nueva nación de arriba abajo y no frotarse las manos y pensar, “ahora les toca a los míos, ahora vamos a imponer nuestro concepto de país y los que no estén de acuerdo que aguanten y callen”. Como hemos visto esta semana en las calles de El Cairo, los que no han compartido su visión islamista ni se han aguantado ni se han callado. La lección egipcia es que las consecuencias de promover el divisionismo en un país en transición pueden ser catastróficas.

Mandela entendió cuando llegó a la presidencia que, en condiciones de fragilidad política, la unidad nacional era lo imprescindible, que su misión esencial consistía en lograr que todos se vieran identificados y representados en el primer Gobierno democrático de la historia de su país. Si fracasaba corría el riesgo de desatar una contrarrevolución armada o de provocar un golpe de Estado militar. En la piel de Morsi y sus Hermanos Musulmanes, Mandela se hubiera acercado con calidez y generosidad al sector más secular de la población y a los cristianos —los coptos— y a las mujeres. Se hubiera reunido con ellos y ellas ante las cámaras, dando fe de su deseo de construir una nación en la que todos se sientan incluidos. Hubiera aplacado temores, con gestos simbólicos y acciones prácticas, y hubiera resaltado la prioridad nacional de crear estabilidad, de encontrar puntos de encuentro entre todos los sectores de la sociedad. Como acaba de explicar el Financial Times, el pecado original de Morsi “fue responder a lo que querían los Hermanos, no a lo que querían los ciudadanos de la república”.

Consideremos qué hubiera hecho Mandela en el papel de otro presidente que no ha sabido construir puentes en una nación dividida, Mariano Rajoy. Imaginemos, por elegir un ejemplo bastante actual, cómo hubiera respondido Mandela como presidente del Gobierno español al tema catalán. ¿Qué hubiera hecho, concretamente, tras la multitudinaria manifestación en Barcelona del 11 de septiembre del año pasado, expresión y catalizador de un nuevo impulso independentista? Supondremos, para esta hipótesis, que Mandela compartiría con Rajoy el deseo de mantener el país unido.

Lo que Mandela no hubiera hecho era refugiarse en legalismos constitucionales o consentir que uno de sus ministros le faltara el respeto a la lengua catalana. Más bien todo lo contrario. Hubiera viajado de inmediato a Barcelona y hubiera convocado un mitin en un lugar emblemático para los catalanes, como el Palau de la Música, a la que hubiera invitado a representantes de todos los partidos.

Hubiera empezado su discurso con unas palabras en catalán. Un “bona nit a tothom”, un “moltes gracies per la invitació” y alguna pequeña gracia, como por ejemplo pidiendo disculpas por no poder defenderse mejor en un idioma por el que siente gran admiración, pero que no se preocupen, está tomando clases y la próxima vez que venga lo hablará mejor. De ahí Mandela hubiera procedido a reconocer los agravios históricos que Cataluña ha padecido a manos del Gobierno central español, especialmente en la era franquista. Que se hubiera prohibido enseñar a los niños de colegio en su lengua materna fue, hubiera dicho, una barbaridad. Pero otra verdad histórica, Mandela hubiera agregado, era que el resto de España había aportado mucho a Cataluña, y Cataluña había aportado mucho al resto de España. Unidos somos todos más fuertes. Hay mucho más que nos une de lo que nos divide. Los puntos de encuentro cultural son innumerables, empezando, hubiera dicho con una amplia sonrisa, por una selección de fútbol campeona del mundo en la que más de la mitad de los jugadores son del Barça y sin olvidar, por supuesto, el cava y el jamón. Mandela hubiera reconocido que, sin estar él necesariamente de acuerdo, era capaz de entender el punto de vista de aquellos que exigían la secesión o un reparto del pastel económico más favorable a Cataluña. Por eso lo necesario sería dialogar, oír la voz del pueblo catalán, buscar soluciones en las que quizá todos tendrían que ceder un poco, pero, al final, todos saldrían ganando.

Un discurso así, que sin duda es el que hubiera hecho Mandela en tales circunstancias, y el voto independentista catalán caería en picado en la siguiente encuesta. Además seguiría cayendo porque Mandela no se quedaría satisfecho con el triunfo retórico de un día, sino que en todos sus gestos y todas sus acciones a lo largo de su mandato demostraría a los catalanes lo que todos los pueblos y todos los individuos exigen: respeto.

Bill Keller, en su artículo para el New York Times, dijo que sería interesante “imaginar cómo la presidencia de Obama podría ser diferente si hubiera hecho las cosas a la manera de Mandela”. Keller resaltó el genio negociador de Mandela y su claridad de principios: poseer el don elemental político de la persuasión y, con los ojos puestos en el objetivo central, entender dónde hay espacio para poder hacer concesiones, y dónde no. Por ejemplo, en las constantes y frustrantes batallas que Obama ha librado con el Congreso no ha podido lograr un acercamiento y una relación de simpatía mutua con los dirigentes republicanos. Mandela hubiera identificado a los republicanos más influyentes, les hubiera invitado a la Casa Blanca, les hubiera servido, con sus propias manos, té o café, hubiera hecho bromas, hubiera destacado los intereses en común y, sutilmente poniéndolos contra la pared, hubiera apelado a su patriotismo y responsabilidad social.

¿Que estamos hablando de entornos nacionales muy diferentes, de culturas políticas distintas? Sí, pero Mandela se metió en el bolsillo a los derechistas blancos de su país, gente racista y temerosa que preparaba una guerra civil para acabar con su proyecto democrático. Comparado con eso, como escribió Keller, “el Tea Party es, bueno, un tea party”.

El reto de Morsi ha sido mayor. Pero el principio es el mismo. Los grandes estadistas, los que pasan a la historia como Mandela y Abraham Lincoln, son los que aspiran a unificar sus pueblos. Eso es lo que deberían intentar hacer en sus diferentes contextos Obama, Rajoy, Recep Tayyip Erdogan en Turquía, Nicolás Maduro en Venezuela, Cristina Kirchner en Argentina, Enrique Peña Nieto en México, y todos los dirigentes del mundo cuyos países sufren las consecuencias de la ceguera ideológica, la división social o un pasado reciente complicado, con heridas aún por cicatrizar. Para eso hay que desear poner el bien común por delante de cualquier otro interés, ser generoso y no mezquino, visionario y no cortoplacista, pragmático y no partidario. El ejemplo de Mandela, ante todo un ser político y no —como él siempre quiso recordar— un santo, demuestra que sí, se puede.

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