Hace ocho años, Barack Obama llegó a la convención demócrata casi arruinado, sin fondos en su tarjeta de crédito para alquilar un coche. Hace cuatro años, dio un gran discurso en la convención, pero era sólo uno más de una lista de políticos con futuro. Su curriculum no impresionaba a nadie, sólo su potencial.
Desde la noche del 4 de noviembre, es el primer presidente negro de la historia de Estados Unidos y tiene sobre sus hombros la responsabilidad de levantar a un país que parece haber perdido la esperanza.
Para algunos de sus votantes, la emoción debe de ser indescriptible. Los afroamericanos de más edad no tenían derecho en los años sesenta a sentarse junto a un blanco en un restaurante o en un autobús. No podían contraer matrimonio con un cónyuge de raza blanca. Ni siquiera tenían derecho al voto, porque toda una serie de normas impuestas por los estados sureños les impedían ejercerlo.
Para dar ese salto, impresionante en términos históricos, se han tenido que dar varios factores. El primero es el estremecedor final de la presidencia de George Bush, hundida en mitad del descrédito general por su incompetencia y su estúpida arrogancia. John McCain era el mejor candidato que podía presentar el Partido Republicano, pero ni siquiera él ha podido defender una bandera imposible.
En segundo lugar, la campaña de Obama, de la que muchos desconfiaban incluso en su propio partido, se ha revelado como una maquinaria perfecta. Tenían un plan desde el principio y se atuvieron a él. Sin importarles al principio la condición de favorita de Hillary Clinton. Sin alterarse cuando comenzó el duelo definitivo con John McCain y cuando muchos pensaban que no estarían a la altura en el enfrentamiento con el implacable estilo de los republicanos.
En toda campaña, hay altibajos. Los candidatos cometen errores, los sondeos se vuelven en su contra y los medios de comunicación presionan con sus informaciones. Siempre que pareció que los factores externos podían condicionar a los asesores de Obama éstos se negaron a dejarse llevar por los nervios. Mantuvieron el plan y no permitieron que otros decidieran por ellos.
Hay que decir que nunca tuvieron problemas de dinero. Antes al contrario, recaudaron una cantidad casi inaudita de fondos. Pero también en eso fueron imaginativos y eficaces. Internet fue su aliado tanto para recaudar dinero como para movilizar a sus partidarios. Utilizaron con inteligencia las herramientas de las redes sociales, a pesar de que eso en parte desafiaba el pensamiento convencional de los políticos, incapaces de arriesgarse a perder el control de una campaña.
Gracias a Internet, la gente de Obama dio a sus seguidores los instrumentos necesarios para que éstos los utilizaran. Más libertad fue sinónimo de más responsabilidad y esos votantes conectados en la Red nunca avergonzaron a la campaña. Por el contrario, la convirtieron en una marea imparable.
Por último, y por encima de todo, Obama terminó por ser imbatible gracias a sus características personales. El senador de Illinois fue tajante en su rechazo del legado de Bush, pero ofreciendo comprensión y colaboración a los que no piensan como él. Al más puro estilo de Kennedy, planteó a los norteamericanos no sólo lo que él haría por ellos, su programa electoral, sino también lo que pensaba que todos los ciudadanos debían ofrecer a los demás.
Obama apeló a la responsabilidad de los votantes. Les retó para que no permitieran que el país continúe anclado en la crispación y en la división permanente entre republicanos y demócratas. Consiguió inspirar al electorado con un mensaje que motivó a sus partidarios y tranquilizó a muchos de sus adversarios y a todos los votantes no comprometidos con ningún partido. No apeló a los bajos, y comprensibles, instintos de un electorado con ganas de cortar amarras con el espeluznante desenlace de la Administración republicana. Les animó a creer en el futuro, que ahora parece tan oscuro.
En un país poco interesado en cualquier tipo de revolución, Obama ofreció una idea de cambio tranquilo pero que tiene que ser real. Tiene cuatro años para cumplir su palabra.
Íñigo Sáenz de Ugarte
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