La sociedad actual ha interiorizado como parte de su identidad la libertad individual; las mujeres ya no toleramos injerencias sobre nuestras decisiones y el miedo no atenaza nuestros sueños
Concha Caballero, en El País
Pensé que nunca más en la vida iba a escuchar afirmaciones como las que hizo el ministro Gallardón en el Congreso de los Diputados. Fueron tan extremas que ningún medio de comunicación, ni los más afines, las ha reproducido en su literalidad, pero venía a decir que quienes defienden el derecho de las mujeres a interrumpir el embarazo de un embrión con malformaciones, también podrían aprobar una ley para exterminar a estas personas en su vida adulta. Ni la ultraderecha europea más recalcitrante se hubiera atrevido a hacer estas insinuaciones tan delirantes; sin embargo no era la primera vez que el ministro tomaba esta vergonzosa línea argumental.
Dicen algunos especialistas que no existe ultraderecha como tal dentro del Partido Popular; que básicamente hay dos líneas de pensamiento: una corriente conservadora-liberal, defensora de sectores privados, aristocrática en su visión del ascenso social y racionalista en su forma de pensar y otra corriente tradicionalista, fuertemente apegada al pasado y aferrada a sus creencias religiosas. Claro que los especialistas consideran como principal marca de la ultraderecha europea su fuerte xenofobia, un rasgo que efectivamente no es el más definitorio de sus homólogos españoles, pero olvidan que en España el tradicionalismo no es la defensa de la vida tradicional sino del régimen anterior, es decir, el franquismo, y que su mentor ideológico es la jerarquía católica más integrista. Es decir, que la ultraderecha española es más anticatalanista que xenófoba, más clerical que religiosa, más discriminatoria con respecto a las mujeres que el resto de sus homólogos europeos.
El color de las leyes de esta última hornada tiene una peligrosa identificación con el mundo de las creencias, los prejuicios y las prohibiciones ultraderechistas, hasta el punto de que si los sectores del PP más laicos no lo solucionan, la marca España de su Gobierno será el papel preponderante de la Iglesia en la educación, la imposición a las mujeres de una maternidad forzosa y la prohibición de la protesta ciudadana. No sé si son conquistas de la ultraderecha política, pero se le asemejan mucho.
Hay un tremendo error de cálculo en estas actuaciones: la sociedad española actual no se parece a la visión tradicionalista y discriminatoria que destilan estas leyes. No se han equivocado en su redacción, se han equivocado de tiempos, de país y de sociedad. En los años ochenta la sociedad española tanteaba los límites y las posibilidades de las libertades; las mujeres todavía no habían desarrollado su potencial transformador y el miedo acumulado llamaba a la puerta. Sin embargo, la sociedad actual ha interiorizado como parte de su identidad la libertad individual; las mujeres ya no toleramos injerencias sobre nuestras decisiones y el miedo (excepto el económico) no atenaza nuestros sueños. Todo esto ha supuesto cambios incluso a la hora de concebir el hecho religioso, que se percibe ahora no como una liturgia y menos una imposición, sino como unas creencias privadas.
Es verdad que a este cambio social ha contribuido de forma decisiva la izquierda de nuestro país pero la transformación social ha afectado a la inmensa mayoría de la población. La ciudadanía de izquierdas o de derechas no opina igual sobre el aborto, el matrimonio homosexual o el papel de las mujeres que hace 25 años. Y quien piensa igual no intenta imponerlo a los demás. Solo sectores absolutamente marginales han quedado presos del pasado.
Por eso los intentos del Gobierno por convertir este debate en una confrontación izquierda-derecha están condenados al fracaso. La mejor demostración es la división interna que la ley Gallardón ha provocado dentro de las filas del PP y que reflejan el malestar de su espacio sociológico.
Hay miles de militantes del PP que no encuentran motivo para esta vuelta de tuerca. Un sector considerable de sus votantes no están de acuerdo con que el catolicismo más integrista dicte las leyes ni con la catarata de prohibiciones que intentan imponer. El debate que han planteado es viejo y antiguo, huele a sacristía y a cerrado, pero va a ser el termómetro que nos indique la capacidad de influencia y el número de asientos que tiene la ultraderecha (muy española, eso sí) en el Consejo de Ministros.
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