El sistema financiero mundial necesita una revisión radical, pero la confortable reunión de Davos de la semana pasada sugeriría otra cosa.
No hay nadie a los mandos de la economía mundial. Y aunque lo hubiese, no existe un conjunto de principios de común acuerdo sobre los que podría basarse su gobernación. Tenemos cierta idea de lo que hay que hacer a la hora de mitigar los riesgos, digamos, de la perforación petrolífera marina o la sobrepesca en los océanos. Pero cuando se trata de cómo organizar los inmensos flujos del comercio y las finanzas cuya relativa ordenación y crecimiento tan cruciales son para la prosperidad y el empleo en todas partes, hay un vacío intelectual y político.
Y no es que no se hayan aireado las cuestiones. Ciertamente, este año en Davos – punto de reunión anual de los líderes políticos y empresariales mundiales que cada vez me recuerda más a nuestros congresos de partido en su combinación de sonoro discurseo y chanchullos en la trastienda entre machos dominantes con ganas de dar guerra - apenas puede uno librarse de hablar de ellas. Ya sea en la tribuna principal, en reuniones marginales o en los bares, todo el mundo andaba retorciéndose las manos: que si hay demasiada deuda pública y privada, demasiada manipulación bajo cuerda de las tasas de interés, que si los banqueros tienen razón o no al insistir que vuelve todo a la normalidad o si no es asombrosa el alza de los precios de los alimentos y la energía.
Pero, si bien hay mucho palique, no hay acuerdo acerca de qué sólidos principios y gobernación se precisan para hacer seguro el cambio y apuntalar la recuperación. La alternativa sobre la que pueden estar de acuerdo consiste en asentir sabiamente con la cabeza a que, cualquiera que sea el problema arrostremos, es necesaria una mayor coordinación. Como las madres y la tarta de manzana, la coordinación constituye el mínimo común denominador al que se apuntaría hasta el davosiano más cascarrabias, pero suscita todas las preguntas. ¿Quién va a decidir cuál es el problema y para cuál hace falta una respuesta coordinada o cómo debería distribuirse el daño que hagamos?
Esto tiene importancia. En el mundo, hay más de 200 millones de personas sin trabajo, de los cuales 78 tienen menos de 24 años. De acuerdo con la Organización Internacional del Trabajo (OIT), hay 1.500 millones de personas con un empleo vulnerable. La población mundial va a aumentar en 2.000 millones en los próximos 40 años, casi enteramente en Asia y África. ¿Qué van a comer, a beber y usar como fuente de energía, cuando ya hoy los actuales niveles de producción de alimentos, suministro de agua y producción de energía son inadecuados? Mientras el presidente Mubarak lucha por su vida política afrontando protestas políticas en parte avivadas por la pura desesperación económica, de repente las preguntas ya no se dirigen sólo a las salas de los seminarios de Davos: son urgentes y reales.
Entre las respuestas habrá que incluir la de qué divisa usará el mundo para el comercio internacional. Actualmente es el dólar: como es fama que afirmó en 1971 John Connally, Secretario del Tesoro norteamericano, la divisa es nuestra, pero el problema, vuestro. Los EE. UU. están saliendo con éxito de la recesión a base de gastar e imprimiendo dólares en cantidades ingentes, gloriosamente indiferentes a la repercusiones que esto tenga en todos los países y empresas que tienen dólares como reserva. ¿Puede esto continuar? ¿Y qué substituiría al dólar?
Mientras tanto, los chinos se abren camino hacia un mayor crecimiento económico a base de gasto, a la vez que manipulan sus tasas de cambio para impulsar sus exportaciones. Me vi aquí en Davos con cierto número de miembros de bancos centrales que tienen la impresión de que han de manipular sus divisas igual que los chinos, en parte porque no se atreven a dejar que los chinos les ganen por la mano y en parte porque quieren seguir lo que parece un modelo exitoso de desarrollo económico. Pero cualquier cosa insostenible termina tarde o temprano por no sostenerse y hay por ahí mucha actividad insostenible.
Por último, pero no menos importante, están los banqueros superpoderosos que andan explotando ese vacío para conseguir superganancias de nuevo, insistiendo en que la crisis ha quedado atrás y bien atrás. No hace mucho se produjo una gran conmoción en Gran Bretaña cuando Bob Diamond, nuevo presidente de Barclays, declaró ante una comisión de investigación parlamentaria que había concluido el tiempo de arrepentimiento de los banqueros.
Evidentemente, no es el único. Jamie Dimon, presidente de JPMorgan Chase, dirigió la jauría en Davos, declarando que debe acabarse ya eso de meterse con los banqueros y que los bancos necesitan que les den libertad con el fin de poder financiar la recuperación. Tuvo incluso el descaro de insistir en que el principal riesgo de la economía mundial residía en la deuda de los gobiernos y el déficit norteamericano de 1,5 billones de dólares en particular.
Dimon tiene razón al apuntar ese riesgo, pero yerra de modo criminal al hacer de menos al papel que tuvieron los bancos en la creación de la recesión, cuya consecuencia es el déficit presupuestario norteamericano, y yerra doblemente al no haber puesto jamás en tela de juicio el poder de los mercados de valores y el de los financieros. Pues sin ese billón y medio de dólares de déficit presupuestario norteamericano, no habría recuperación ni de los EE. UU. ni del mundo, no habría sistema bancario mundial ni tampoco un petulante Jamie Dimon. Simon Johnson, antiguo economista jefe del FMI, le considera el hombre más peligroso de Norteamérica, cabecilla de las fuerzas intelectuales y empresariales que tanto daño han hecho al mundo.
Nunca ha sido tan evidente la interconexión entre poder puro y duro e ideas. Johnson puede contar en detalle cómo todos los economistas que han adoptado una posición desregulatoria y favorable a la gran banca ha recibido honorarios e ingresos de los bancos por su labor, una postura que no le ha reportado muchos amigos. Pero es un asunto que causa consternación. Resulta absolutamente evidente que los bancos de hoy son demasiado grandes, operan con demasiado poco capital y comercian con instrumentos financieros que hacen demasiado poco por financiar el auténtico comercio e inversión. Y ese no es un punto de vista que se oiga en Davos.
Tampoco tenemos un proyecto convincente en detalle de cómo organizar el sistema financiero mundial de algún modo que lo mejore. Está el mundo que tenemos – con múltiples formas de economías capitalistas que despliegan un poder puro y duro para hacer lo que les plazca – y una utopía de tasas de cambio que flotan libremente, libre comercio, mercados financieros libres y déficits presupuestarios del Estado estrechamente controlados. El modelo no existe y, aunque existiera, sabemos lo bastante de las finanzas modernas para darnos cuenta de que conduciría a otro desastre. Hace falta un programa diferente que ofrezca principios y formas de gobierno para este mundo imperfecto tal cual es.
Los franceses han prometido actuar durante su presidencia del G-20 este año, pero dudo que logren desplazar el consenso de Davos. Desde luego, David Cameron y George Osborne se ganaron aquí un cálido respaldo como campeones del mismo consenso en torno al que han organizado las medidas económicas del gobierno de coalición. Davos tiene buenas intenciones; quiere de verdad un mundo más inclusivo, menos desigual, más sostenible, pero se muestra a reacio a aceptar los medios. Llevo viniendo entre unos y otros más de veinte años y comparto la opinión de un veterano asistente británico del mundo de los negocios: en las grandes ocasiones, Davos casi siempre se equivoca. En ese caso, eso debería preocuparnos a todos, y no menos que a nadie al señor Cameron, en cuyos oídos suenan todavía los aplausos del público.
No hay nadie a los mandos de la economía mundial. Y aunque lo hubiese, no existe un conjunto de principios de común acuerdo sobre los que podría basarse su gobernación. Tenemos cierta idea de lo que hay que hacer a la hora de mitigar los riesgos, digamos, de la perforación petrolífera marina o la sobrepesca en los océanos. Pero cuando se trata de cómo organizar los inmensos flujos del comercio y las finanzas cuya relativa ordenación y crecimiento tan cruciales son para la prosperidad y el empleo en todas partes, hay un vacío intelectual y político.
Y no es que no se hayan aireado las cuestiones. Ciertamente, este año en Davos – punto de reunión anual de los líderes políticos y empresariales mundiales que cada vez me recuerda más a nuestros congresos de partido en su combinación de sonoro discurseo y chanchullos en la trastienda entre machos dominantes con ganas de dar guerra - apenas puede uno librarse de hablar de ellas. Ya sea en la tribuna principal, en reuniones marginales o en los bares, todo el mundo andaba retorciéndose las manos: que si hay demasiada deuda pública y privada, demasiada manipulación bajo cuerda de las tasas de interés, que si los banqueros tienen razón o no al insistir que vuelve todo a la normalidad o si no es asombrosa el alza de los precios de los alimentos y la energía.
Pero, si bien hay mucho palique, no hay acuerdo acerca de qué sólidos principios y gobernación se precisan para hacer seguro el cambio y apuntalar la recuperación. La alternativa sobre la que pueden estar de acuerdo consiste en asentir sabiamente con la cabeza a que, cualquiera que sea el problema arrostremos, es necesaria una mayor coordinación. Como las madres y la tarta de manzana, la coordinación constituye el mínimo común denominador al que se apuntaría hasta el davosiano más cascarrabias, pero suscita todas las preguntas. ¿Quién va a decidir cuál es el problema y para cuál hace falta una respuesta coordinada o cómo debería distribuirse el daño que hagamos?
Esto tiene importancia. En el mundo, hay más de 200 millones de personas sin trabajo, de los cuales 78 tienen menos de 24 años. De acuerdo con la Organización Internacional del Trabajo (OIT), hay 1.500 millones de personas con un empleo vulnerable. La población mundial va a aumentar en 2.000 millones en los próximos 40 años, casi enteramente en Asia y África. ¿Qué van a comer, a beber y usar como fuente de energía, cuando ya hoy los actuales niveles de producción de alimentos, suministro de agua y producción de energía son inadecuados? Mientras el presidente Mubarak lucha por su vida política afrontando protestas políticas en parte avivadas por la pura desesperación económica, de repente las preguntas ya no se dirigen sólo a las salas de los seminarios de Davos: son urgentes y reales.
Entre las respuestas habrá que incluir la de qué divisa usará el mundo para el comercio internacional. Actualmente es el dólar: como es fama que afirmó en 1971 John Connally, Secretario del Tesoro norteamericano, la divisa es nuestra, pero el problema, vuestro. Los EE. UU. están saliendo con éxito de la recesión a base de gastar e imprimiendo dólares en cantidades ingentes, gloriosamente indiferentes a la repercusiones que esto tenga en todos los países y empresas que tienen dólares como reserva. ¿Puede esto continuar? ¿Y qué substituiría al dólar?
Mientras tanto, los chinos se abren camino hacia un mayor crecimiento económico a base de gasto, a la vez que manipulan sus tasas de cambio para impulsar sus exportaciones. Me vi aquí en Davos con cierto número de miembros de bancos centrales que tienen la impresión de que han de manipular sus divisas igual que los chinos, en parte porque no se atreven a dejar que los chinos les ganen por la mano y en parte porque quieren seguir lo que parece un modelo exitoso de desarrollo económico. Pero cualquier cosa insostenible termina tarde o temprano por no sostenerse y hay por ahí mucha actividad insostenible.
Por último, pero no menos importante, están los banqueros superpoderosos que andan explotando ese vacío para conseguir superganancias de nuevo, insistiendo en que la crisis ha quedado atrás y bien atrás. No hace mucho se produjo una gran conmoción en Gran Bretaña cuando Bob Diamond, nuevo presidente de Barclays, declaró ante una comisión de investigación parlamentaria que había concluido el tiempo de arrepentimiento de los banqueros.
Evidentemente, no es el único. Jamie Dimon, presidente de JPMorgan Chase, dirigió la jauría en Davos, declarando que debe acabarse ya eso de meterse con los banqueros y que los bancos necesitan que les den libertad con el fin de poder financiar la recuperación. Tuvo incluso el descaro de insistir en que el principal riesgo de la economía mundial residía en la deuda de los gobiernos y el déficit norteamericano de 1,5 billones de dólares en particular.
Dimon tiene razón al apuntar ese riesgo, pero yerra de modo criminal al hacer de menos al papel que tuvieron los bancos en la creación de la recesión, cuya consecuencia es el déficit presupuestario norteamericano, y yerra doblemente al no haber puesto jamás en tela de juicio el poder de los mercados de valores y el de los financieros. Pues sin ese billón y medio de dólares de déficit presupuestario norteamericano, no habría recuperación ni de los EE. UU. ni del mundo, no habría sistema bancario mundial ni tampoco un petulante Jamie Dimon. Simon Johnson, antiguo economista jefe del FMI, le considera el hombre más peligroso de Norteamérica, cabecilla de las fuerzas intelectuales y empresariales que tanto daño han hecho al mundo.
Nunca ha sido tan evidente la interconexión entre poder puro y duro e ideas. Johnson puede contar en detalle cómo todos los economistas que han adoptado una posición desregulatoria y favorable a la gran banca ha recibido honorarios e ingresos de los bancos por su labor, una postura que no le ha reportado muchos amigos. Pero es un asunto que causa consternación. Resulta absolutamente evidente que los bancos de hoy son demasiado grandes, operan con demasiado poco capital y comercian con instrumentos financieros que hacen demasiado poco por financiar el auténtico comercio e inversión. Y ese no es un punto de vista que se oiga en Davos.
Tampoco tenemos un proyecto convincente en detalle de cómo organizar el sistema financiero mundial de algún modo que lo mejore. Está el mundo que tenemos – con múltiples formas de economías capitalistas que despliegan un poder puro y duro para hacer lo que les plazca – y una utopía de tasas de cambio que flotan libremente, libre comercio, mercados financieros libres y déficits presupuestarios del Estado estrechamente controlados. El modelo no existe y, aunque existiera, sabemos lo bastante de las finanzas modernas para darnos cuenta de que conduciría a otro desastre. Hace falta un programa diferente que ofrezca principios y formas de gobierno para este mundo imperfecto tal cual es.
Los franceses han prometido actuar durante su presidencia del G-20 este año, pero dudo que logren desplazar el consenso de Davos. Desde luego, David Cameron y George Osborne se ganaron aquí un cálido respaldo como campeones del mismo consenso en torno al que han organizado las medidas económicas del gobierno de coalición. Davos tiene buenas intenciones; quiere de verdad un mundo más inclusivo, menos desigual, más sostenible, pero se muestra a reacio a aceptar los medios. Llevo viniendo entre unos y otros más de veinte años y comparto la opinión de un veterano asistente británico del mundo de los negocios: en las grandes ocasiones, Davos casi siempre se equivoca. En ese caso, eso debería preocuparnos a todos, y no menos que a nadie al señor Cameron, en cuyos oídos suenan todavía los aplausos del público.
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