Paul Krugman, en El País
Ahora mismo no parece haber ninguna crisis económica importante y, en muchos sitios, los responsables políticos están dándose palmaditas en la espalda. En Europa, por ejemplo, alardean de la recuperación de España: el país parece en condiciones de crecer este año al menos al doble de velocidad de lo que se había previsto. Por desgracia, eso se traduce en un crecimiento del 1%, en vez del 0,5 %, en una economía profundamente deprimida, con un 55 % de paro juvenil. El hecho de que esto pueda considerarse una buena noticia pone de manifiesto lo mucho que nos hemos acostumbrado a unas condiciones económicas terribles. Nos va peor de lo que cualquiera habría imaginado hace unos años, pero la gente parece cada vez más dispuesta a aceptar esta miserable situación como la nueva norma.
¿Cómo ha ocurrido esto? Lógicamente, hay varios motivos y últimamente he pensado mucho en esto, en parte porque me han pedido que realice una nueva evaluación de los intentos de Japón por escapar de su trampa deflacionaria. Y yo diría que una causa importante del fracaso es lo que he dado en llamar la trampa de la timidez: la constante tendencia de unos responsables políticos que tienen ideas en principio buenas a poner en práctica medidas que se quedan a medio camino, y el modo en que esta timidez termina saliendo mal, desde el punto de vista político e, incluso, económico. En otras palabras, Yeats tenía razón cuando decía: “Los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores están llenos de vehemencia apasionada”.
En cuanto a los peores: si han seguido los debates económicos de estos últimos años, sabrán que tanto Estados Unidos como Europa tienen poderosos defensores del sufrimiento, grupos influyentes que se oponen ferozmente a cualquier política que haga que los parados vuelvan a tener trabajo. Hay diferencias importantes entre los defensores de EE UU y de Europa, pero ambos poseen ahora un impresionante historial que demuestra que siempre se han equivocado y nunca han dudado.
En EE UU tenemos una facción tanto en Wall Street como en el Congreso que se ha pasado más de cinco años lanzando estridentes advertencias sobre la inflación descontrolada y los tipos de interés por las nubes. Uno podría pensar que el hecho de que ninguna de estas predicciones se haya hecho realidad les haría recapacitar, pero, después de todos estos años, se sigue invitando a las mismas personas a dar su opinión y siguen diciendo lo mismo.
Mientras tanto, en Europa, han pasado cuatro años desde que el continente diese un giro hacia los programas de austeridad radical. Los arquitectos de estos programas nos dijeron que no nos preocupásemos por su impacto negativo en el empleo y el crecimiento; los efectos económicos serían positivos, porque la austeridad inspiraría confianza. Ni que decir tiene que el hada de la confianza nunca apareció, y el precio económico y social ha sido inmenso. Pero no importa: toda la gente seria afirma que las palizas deben continuar hasta que tengamos la moral alta otra vez.
¿Y cuál ha sido la respuesta de los buenos? Porque hay gente buena por ahí, que no se ha tragado la idea de que no puede ni debe hacerse nada frente al paro a gran escala. El corazón del Gobierno de Obama —o, por lo menos, su modelo económico— está en el lugar correcto. La Reserva Federal ha hecho retroceder a la multitud de “es la hora de Weimar” y “la inflación se avecina”. El FMI ha publicado estudios que desacreditan la afirmación de que la austeridad no cause sufrimiento. Pero estas buenas personas nunca parecen dispuestas a defender sus convicciones hasta el final.
El ejemplo típico es el estímulo económico de Obama, que obviamente no bastaba dada la difícil situación económica. Esto no es algo que se haya hecho evidente a posteriori. Algunos advertimos desde el principio que el plan sería insuficiente y que, a causa de haber exagerado sus méritos, la persistencia del paro elevado terminaría desacreditando el estímulo económico a ojos de los ciudadanos. Y eso fue lo que ocurrió. Lo que no todo el mundo sabe es que la Reserva, a su manera, ha hecho lo mismo. Desde el principio, sus responsables descartaron las políticas monetarias que más posibilidades tenían de funcionar y, en concreto, todo aquello que indicase cierta disposición a tolerar una inflación algo más alta, al menos temporalmente. En consecuencia, las políticas que han aplicado no han satisfecho las expectativas y han acabado dando la impresión de que no hay mucho que pueda hacerse.
Y lo mismo podría decirse incluso de Japón (el caso que me ha llevado a escribir este artículo). Japón ha roto radicalmente con las políticas del pasado y, finalmente, ha adoptado la clase de estímulo monetario decidido que los economistas occidentales llevan más de 15 años recomendando. Pero sigue habiendo una falta de seguridad en todo ello, una tendencia a hacer cosas como situar los objetivos de inflación por debajo de lo que la situación exige en realidad. Y esto aumenta el riesgo de que Japón no consiga “despegar”; que el impulso que le den las nuevas políticas no baste para escapar realmente de la deflación.
Uno podría preguntarse por qué los buenos son tan tímidos y los malos tienen tanta confianza en sí mismos. Sospecho que la respuesta tiene mucho que ver con los intereses de clase. Pero a ese asunto habrá que dedicarle otra columna.
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