Antoni Comín i Oliveres
Había una vez en Europa un sistema económico llamado capitalista, en el cual todos pensaban que los mercados financieros cumplían aquella función para la cual están socialmente legitimados: proporcionar financiación a las empresas para que éstas puedan generar riqueza y crear ocupación.
Mientras la economía de los países europeos prosperaba, el PIB crecía, el paro disminuía y los ingresos de algunos estados (como el español) aumentaban hasta generar un importante superávit, nadie reparaba en la verdadera naturaleza de estos mercados financieros. Y, por lo tanto, nadie sentía la necesidad de controlarlos, regularlos u obligarlos a hacer aquello que teóricamente les corresponde.
1. Pero un día todo se hundió...
Un buen (mal) día, sin embargo, los mercados financieros mostraron su verdadera cara: durante años habían estado alimentando de un modo irresponsable una gigantesca burbuja especulativa que explotó estrepitosamente.
La explosión se oyó en todo el mundo, y el sistema capitalista (mundial) cayó precipitadamente en la crisis más profunda desde el crack financiero del 29. Sí, aquel otro crack que ochenta años atrás había provocado el empobrecimiento masivo de las clases medias y había abierto las puertas a la llegada del fascismo.
La crisis financiera se convirtió rápidamente, como no podía ser de otro modo, en crisis económica. Dado que los mercados financieros se basan en la confianza, los bancos dejaron de prestarse dinero entre ellos y dejaron de prestar dinero a las empresas.
Para evitar que la crisis se convirtiera en un cataclismo –y la recesión en depresión– los estados reaccionaron con celeridad y espíritu keynesiano. Rescataron los bancos para que no quebraran, prestándoles montones de millones de euros, que en muchos casos no se sabía si serían devueltos; implementaron estímulos fiscales para activar el consumo de las familias, etc. Con la crisis, los ingresos de los estados a través de los impuestos se desplomaron (menos trabajadores quiere decir menos ingresos por IRPF, menos consumo quiere decir menos ingresos por IVA, menos empresas quiere decir menos ingresos por el Impuesto de Sociedades, etc.), al mismo tiempo que se disparaba su gasto social (fundamentalmente, por la factura en subsidios de paro).
2. El negocio de la deuda pública
En esta situación, no es extraño que países como España, que hasta poco antes de la crisis tenían unas cuentas públicas perfectamente saneadas, cayeran en terribles déficits públicos, en muchos casos de más del 10% del PIB. «¿Cómo financiaremos este déficit?» –se preguntaban los gobiernos.
«No hay otra solución –se respondían ellos mismos– que acudir a los mismos mercados financieros que provocaron la crisis, a aquellos bancos a los que hemos rescatado, y pedirles que nos presten dinero para pagar nuestros gastos públicos». Así, los gobiernos emitieron títulos de deuda pública –es decir, pidieron un préstamo a los bancos– para financiar su déficit.
Sin embargo, los mercados financieros decidieron que estos gobiernos que les pedían dinero (para pagar pensiones, subsidios de paro, escuelas o carreteras) eran poco fiables. Si su déficit era tan grande, su deuda pública crecería de manera acelerada. Si su deuda crecía tanto, no era seguro que, llegado el momento de devolver el dinero, pudieran hacerlo. «¿Y si estos países se endeudaban más de lo que eran capaces de asumir y, al final, acababan haciendo suspensión de pagos?» –pensaban.
Por este motivo, los mercados financieros decidieron que dejar dinero a estos países era muy arriesgado. Y decidieron también que, de acuerdo con su lógica habitual, tenían que cobrar por este riesgo. «Cuanto más alto sea el riesgo, más altos serán los intereses que tendrán que pagar los estados para poder colocar sus títulos de deuda pública» –se dijeron entre ellos.
Dicho y hecho, los intereses de la deuda pública de países como Grecia, Portugal o España, por citar sólo algunos, empezaron a subir y a subir. De este modo, estos países vieron cómo aquello que tenía que ser una solución a su déficit público –emitir títulos de deuda pública– se acababa convirtiendo en una sangría insostenible para su hacienda. Mientras tanto, los mercados financieros se frotaban las manos viendo cómo los problemas fiscales de los mismos gobiernos que los habían rescatado se convertían en un suculento negocio: cuanto peor pinta tenían los países, cuanto más grave era su déficit, más altos eran los intereses de su deuda pública y más negocio podrían hacer los inversores que compraban esta deuda.
3. “Operaciones al descubierto”
Además, los mercados financieros también hacían una cosa algo extraña llamada “operaciones a corto o al descubierto”, que consistía en obtener beneficios a cuenta de un activo que pierde valor. La cosa iba, más o menos, así: un inversor pedía una acción de una empresa a su propietario y, a cambio de una pequeña prima, prometía devolvérsela al cabo de poco tiempo, normalmente al cabo de tres días. Pongamos que el lunes el inversor la vendía por 10$. Si la empresa tenía problemas y la acción perdía valor, la recompraba el jueves por 8$ y la devolvía. Por el camino, el inversor había hecho 2$ de beneficio, sin haber creado ni una pizca de riqueza.
Lo más curioso es que los mercados financieros hacían este tipo de “operaciones al descubierto” no sólo con las acciones de las empresas, sino también con los títulos de deuda pública de los estados. ¿Cómo? Muy sencillo: si la economía y el déficit público de un país iban mal, éste no sólo tenía que pagar altísimos intereses para poder colocar sus nuevos títulos de deuda pública en los mercados financieros. También caía aceleradamente el precio de los títulos que había emitido en el pasado –que se podían compran y vender en los mercados financieros– ya que poca gente los quería comprar y muchos querían sacárselos de encima. Este escenario era realmente suculento para los inversores que hacían dinero a base de operaciones de este tipo: si vendían deuda pública por 4 euros, el precio de esta deuda se hundía y, gracias a ello, lo podían recomprar a 2 euros... ¡harían un gran negocio! Por esto, para los mercados financieros que estaban acostumbrados a las “operaciones al descubierto” la desgracia fiscal de los países se convirtió en una fuente inmejorable de beneficios.
Por ejemplo, el déficit público del gobierno griego servía simultaneamente para dos cosas: para anunciar sacrificios importantes a su población y para que los inversores que especulaban a base de “operaciones al descubierto” hicieran inmensos beneficios con la deuda pública griega, que no paraba de perder valor.
¡Una coincidencia realmente bonita!
Ante esta situación, los gobiernos hicieron lo único que podían hacer: empezar a recortar su gasto público para reducir su déficit.
Se suponía que sólo así podían “calmar” los mercados financieros. Se suponía que sólo así los podían convencer de que su deuda no era tan arriesgada. Se suponía que sólo así podían disipar el fantasma de la suspensión de pagos. Se suponía, en definitiva, que sólo así podían conseguir que los intereses de su deuda pública no se disparasen hasta generar un colapso de sus finanzas.
4. ¿Los amos y señores?
Los mercados financieros, por tanto, quedaron a vista de los ciudadanos entronizados de manera definitiva como “los señores de sus vidas”: – Ellos provocaron la crisis financiera que envió a tantas de personas al paro.
– Ellos estaban en el origen de la crisis que era la única causa del déficit de losestados.
– Ellos habían obligado a estos gobiernos a recortar los sueldos y las pensiones para evitar un descontrol de su deuda pública.
Ellos hacían y deshacían; ellos nos daban el trabajo y nos lo quitaban; ellos decidían las dimensiones de nuestro sistema de protección social; ellos hacían lo que querían...
Y a los gobiernos, fuesen de derechas, fuesen de izquierdas, tan sólo les quedaba ir a remolque, siempre desbordados y superados por las circunstancias. O esto, al menos, es lo que pensaban muchos ciudadanos.
Sin embargo, como en el cuento del vestido del emperador desnudo, mientras los mercados financieros se paseaban como los verdaderos “emperadores de nuestra historia”, hubo una criatura inocente que empezó a hacer unas cuantas preguntas:
La primera: «¿Seguro que la única manera de financiar nuestro déficit público es vendiendo deuda pública en los mercados financieros? ¿Y si este mismo dinero, en vez de pedirlo y después devolverlo pagando intereses, el gobierno lo consiguiera en forma de impuestos?». «¡Qué dices!» –le contestaron. Pero la criatura siguió: «Podríamos poner impuestos al sistema financiero, en vez de pedirle que compre nuestra deuda pública. Al fin y al cabo, el gasto público sirve para pagar escuelas, hospitales y carreteras, pensiones y subsidios de paro, y, en cambio, el beneficio que hacen los mercados financieros con nuestra deuda pública sólo sirve para engordar el patrimonio de aquellos que ya tienen patrimonio».
La segunda: «¿No podríamos prohibir las “operaciones al descubierto” con la deuda pública de los estados? No me parece razonable –dijo la criatura– que los mercados financieros puedan obtener beneficios ingentes a costa de la desgracia económica de los países. Si lo quieren hacer a costa de la desgracia de las empresas privadas (con acciones), ellos sabrán. Pero un estado no es una empresa privada y, por lo tanto, no tendría que estar permitido especular con su deuda».
Al oírlo, “los sabios del lugar” fruncieron el ceño. «¿Impuestos al sistema financiero? ¿Pero cómo? ¿Qué quieres decir? ¡Esto seguramente no se puede hacer!».
Y la criatura respondió: «¿Y por qué no? Se me ocurren unos cuantos ejemplos: un impuesto sobre los beneficios de los bancos; un impuesto sobre las transacciones financieras (la célebre “tasa Tobin”); un impuesto sobre los sueldos y los bonus que cobran los directivos de las entidades financieras y que están, en muchos casos, en el origen de su comportamiento completamente irresponsable. Y podríamos citar alguno más...».
«¡Uff, imposible! Para establecer estos impuestos... ¡Nos tendríamos que coordinar!» –dijeron “los sabios del lugar”. «¡En algunos casos haría falta una coordinación a escala de toda la Unión Europea!» –dijo uno. «Y en otros haría falta coordinarse a escala mundial, a través del G-20» –dijo otro. A lo que la gente, que se había acercado a la criatura para poder oír este diálogo, contestó sin muchas vacilaciones: «¡Pues coordinémonos! ¡Venga, hagámoslo ya! ¡Inmediatamente!».
5. Una pizca de esperanza
Mientras se producía este diálogo, entre la gente empezaron a surgir algunas voces que decían: «Si aparte de recortar nuestro gasto social para reducir nuestro déficit público, si aparte de esto, los gobiernos fueran capaces de tirar adelante la reforma de los mercados financieros y una reforma fiscal, entonces quizás nos miraríamos el futuro de otro modo, aunque el presente sea tan duro y tan lleno de sacrificios».
«¿Qué queréis decir cuando habláis de una reforma fiscal y de una reforma financiera?» –preguntaba alguien. Y las mismas voces contestaban: «¡Pues esto! Una reforma fiscal –a escala europea– que nos permitiera afrontar la reducción del déficit público de una forma más justa. Sin cargar todo el ajuste fiscal sobre las espaldas de los más débiles que, además, no tienen ninguna culpa de la crisis».
«Y una reforma financiera –a escala mundial– que nos permitiera evitar que los mercados financieros volvieran a caer en el tipo de comportamientos irresponsables, corto-terministas y especulativos que han provocado todo este desastre que ahora estamos pagando nosotros».
«Muchacho, quizá tengas razón» –respondió la gente. «Si aparte de recortarnos los sueldos y las pensiones, nuestros líderes (o como mínimo los que dicen que son de izquierdas) fuesen capaces de presentar batalla para tirar adelante estas dos reformas...
Si los viéramos luchando por ello, aunque no haya ninguna garantía de victoria... Entonces quizá sí que veríamos el presente y el futuro de otra manera. Entonces quizá sí que no lo tiraríamos todo por la borda... votando al primer populista que nos pase por delante, dispuesto a canalizar nuestra indignación, nuestra frustración y nuestro desconcierto».
Y la historia continuó. Sin embargo, por ahora, todos desconocemos el final.
Antoni Comín i Oliveres , Diputado al Parlament de Catalunya y miembro del Área Social de Cristianisme i Justícia
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