¿Qué más tiene que ocurrir en la economía mundial para acallar a los neoliberales, si hasta los que consideraban ejemplos paradigmáticos del éxito de sus propuestas han acabado por hundirse en el más profundo de los pozos de la crisis?
La pregunta, aunque pudiera parecerlo, no es retórica. Ante una crisis de la economía mundial que, más allá de su expresión financiera, hunde sus raíces en los modos de desregulación económica, el empobrecimiento de las clases trabajadoras y la inducción al endeudamiento masivo promovido por el neoliberalismo, se nos está planteando como solución una nueva vuelta de tuerca neoliberal, un nuevo intento por instaurar su terreno de juego preferido: la ley de la selva.
Un terreno que fue propuesto, en gran medida, para Irlanda, el “tigre celta” como dieron en llamarla los mismos que habían visto caer, apenas unos años antes, a los “tigres asiáticos” (apréciese el gusto neoliberal por la metáfora felina). Un escenario al que no han tenido empacho en denominar más de una vez como el “milagro” de la economía irlandesa; un milagro que, ahora, se nos aparece desnudo de todo toque sobrenatural y embadurnado de inmundicia terrenal.
¿Cuáles fueron las bases de ese efímero “milagro”? En esencia, la propuesta neoliberal irlandesa fue una apuesta por construir una economía basada en la oferta de las mejores condiciones posibles para la rentabilización del capital por parte de las grandes empresas transnacionales.
¿Cuáles fueron las bases de ese efímero “milagro”? En esencia, la propuesta neoliberal irlandesa fue una apuesta por construir una economía basada en la oferta de las mejores condiciones posibles para la rentabilización del capital por parte de las grandes empresas transnacionales.
A tal efecto, se procedió a la socialización de los costes de formación de la mano de obra para conseguir trabajadores altamente cualificados para las transnacionales mediante un importante programa de gasto público. En 1999, por ejemplo, Irlanda dedicó el 6,74% del PIB a educación, justo el doble que la economía española, lo que permitió que la productividad por trabajador empleado se elevara en más de 12 puntos entre 1999 y 2007. Ello estuvo unido a una política de atracción de la inversión extranjera directa mediante una reducción en el tipo impositivo sobre el capital que se situó, por término medio, en el 12,5%, uno de los más bajos del mundo desarrollado. La combinación de ambos elementos promovió la ubicación de numerosas transnacionales del sector de las altas tecnologías en el país: 70 de las 100 mayores transnacionales que aparecen en el índice elaborado por la revista Fortune tienen su sede ubicada en ese país.
El resultado fue aparentemente espectacular y de ahí el alborozo neoliberal: entre 1998 y 2008, el PIB real creció, por término medio, por encima del 5%, y la renta nacional aumentó en un 75%. A pesar de ello, la distribución de ese crecimiento no redundó en una mejora significativa de la clase trabajadora: la participación de la masa salarial en el PIB pasó de un 39,9% en el año 2000 (cuando la media en la zona euro era 10 puntos superior) a un 41,6% en 2007, a pesar de ser años de intenso crecimiento económico y del empleo.
Sin embargo, el hecho de que Irlanda utilizara unos reducidos tipos impositivos sobre el capital para competir deslealmente con el resto de Europa no explica totalmente el “milagro celta”. Había algo más. Algo que los neoliberales, con su fe ciega en los mercados, sólo reconocen cuando les estalla en la cara: una burbuja inmobiliaria.
En este punto, las historias de España e Irlanda se solapan milimétricamente: unos tipos de interés reales negativos que estimulaban el endeudamiento de todos los agentes y un sistema bancario y financiero desregulado y ávido por colocar ingentes cantidades de dinero que captaban de unos mercados internacionales dominados por la liquidez.
En este punto, las historias de España e Irlanda se solapan milimétricamente: unos tipos de interés reales negativos que estimulaban el endeudamiento de todos los agentes y un sistema bancario y financiero desregulado y ávido por colocar ingentes cantidades de dinero que captaban de unos mercados internacionales dominados por la liquidez.
Una combinación explosiva que se tradujo en una rápida expansión del crédito para las economías domésticas, especialmente para operaciones relacionadas con el sector inmobiliario. Así, el crédito al sector privado de la economía como porcentaje de la renta nacional aumentó hasta el 300% en 2009; el crédito hipotecario se multiplicó por siete y el crédito para la promoción inmobiliaria se multiplicó por 11 entre 1998 y 2009. La resultante es que, por ejemplo, entre 1996 y 2006, el precio de la vivienda creció un 270%. ¿Les suena la historia?
El hecho de que el estallido de la burbuja inmobiliaria provocada por la crisis financiera internacional haya desembocado en el rescate de Irlanda no viene sino a poner de relieve una serie de conclusiones que, probablemente, los economistas neoliberales se negarán a interiorizar. La primera es que el milagro celta no era tal. Algo similar ocurría en esos mismos momentos en otros países del mundo: España o Estados Unidos, por ejemplo. La segunda es que la contribución al PIB y al empleo aportado por las empresas transnacionales atraídas hacia territorio irlandés, a pesar de ser importante, no ha sido un contrapeso lo suficientemente sólido como para compensar los efectos de la explosión de la burbuja inmobiliaria. Por lo tanto, ha tenido mayor peso en la explicación del supuesto milagro esta que aquella. Y, en tercer lugar, que la apuesta por reducir los impuestos sobre el capital para atraer a esas empresas, con la consiguiente merma sobre el margen de maniobra fiscal del Gobierno irlandés, ha incidido decisiva y negativamente sobre su capacidad de reacción frente a la crisis. No quiere decirse con ello que el presente hubiera podido ser distinto, pero sí que un Estado fiscalmente jibarizado es una víctima perfecta.
Lo paradójico es que ahora anden lamentándose por la soberanía perdida y no lo hicieran cuando se la entregaron a los bancos y al capital transnacional.
Alberto Montero Soler es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga y Vicepresidente de la Fundación CEPS.
Ilustración de Patrick Thomas
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