Imagino que todos conocemos personalmente a varios inmigrantes. Hagamos un ejercicio de memoria y pensemos cuántos de ellos, de los que de verdad conocemos, no lo que dicen por ahí, viven de la sopa boba. A mí me sale ninguno o casi ninguno. Han venido a buscar un futuro mejor, o simplemente un futuro, trabajando. Pero la crisis ha exacerbado el discurso xenófobo de los que afirman que los inmigrantes quitan el empleo a los españoles. Lo mismo decían de las mujeres hace unos años: si no trabajaran no habría paro, mejor estarían en casa… Como todo populismo demagógico, este discurso ha prendido en las conversaciones de café y, faltaría más, en las declaraciones de políticos oportunistas. Por ejemplo, la candidata del Partido Popular en Catalunya, Alicia Sánchez Camacho, propone que los inmigrantes se vayan de España si pierden su trabajo.
No sé cuánto tiempo le daría el PP a un inmigrante desde que se queda sin trabajo hasta que le obligara a coger la puerta: ¿un día, un mes, tres meses? Tampoco qué haría con un matrimonio de inmigrantes si uno se queda sin trabajo y el otro no: ¿rompería esa familia?
¿Y si lo trasladamos a un ámbito territorial más reducido? Por ejemplo, un gallego que se vaya a trabajar a Catalunya y pierda el empleo, ¿debería volver a su región de origen para no sobrecargar los presupuestos de sanidad y educación que corren a cargo de la Generalitat?
Es conocido que un tercio del crecimiento experimentado por España en los años previos a la crisis se debe a la población inmigrante. En 2005, año en el que la Oficina Económica de la Presidencia hizo un análisis pormenorizado, los ingresos fiscales generados por los inmigrantes fueron 23.402 millones de euros y el gasto público que recibieron ascendió a 18.618 millones. Es decir, que hicieron una contribución neta de 4.784 millones, el 48 % del superávit de aquel año. No conocemos los datos actuales en un contexto de crisis, aunque sería razonable esperar que, como ocurre con la población nacional, los ingresos hayan caído y aumentado el gasto público.
No se puede olvidar que los inmigrantes han aportado una gran inyección de mano de obra que se ha dirigido fundamentalmente a sectores de baja productividad, como la construcción. Entre otras cosas por las trabas al reconocimiento de la cualificación profesional alcanzada en sus países de origen.
Los análisis que maneja el Gobierno señalan que el 80% de los futuros puestos de trabajo exigirán un nivel medio-alto de cualificación.También a los inmigrantes. Por eso la futura reforma de las políticas activas de empleo tiene que contemplar el reconocimiento o mejora de su capacitación profesional. Por ética y justicia social, pero también por motivos económicos. El coste de la no integración es mucho más elevado que el dinero público que se pueda destinar a esa formación. En Alemania, según el instituto independiente de investigación suizo Bass, en 2008, la deficiente integración de la población inmigrante le costó al erario público alemán 16.000 millones de euros, de los cuales 7.800 los perdió la Seguridad Social. Aunque algunos no lo entiendan, integrar es política y económicamente rentable.
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