Manuel Vicent, en El País
En este caso, siempre se cumple el mismo rito. El dueño del balón decide jugar de portero o de delantero centro, un antojo que nadie discute, y al propio tiempo impone las reglas y se convierte también en árbitro. Los niños del arrabal se acercan a la plaza al oír los gritos y llenos de envidia o de admiración desde la acera contemplan el juego de aquellos privilegiados que juegan al fútbol con un balón de cuero de la mejor marca.
A veces el amo de la pelota se siente generoso y permite que el grupo de desarrapados del arrabal participe en el juego y
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