Vicenç Navarro
Las fuerzas conservadoras que dominan grandes sectores del aparato del Estado, tanto en su rama legislativa y ejecutiva, como en la jurídica, se han movilizado inmediatamente para apoyar la decisión del Tribunal Supremo de sancionar al juez Garzón, cuestionada ampliamente por la ciudadanía, la mayoría de la cual cree (un 62%), con razón, que ha habido un linchamiento al juez Garzón a fin de expulsarlo del cuerpo judicial, como consecuencia, entre otros hechos, de su investigación de los crímenes cometidos por la dictadura. Y, por si ello no fuera suficiente, han amenazado con tomar medidas sancionadoras, a través del Ministerio Fiscal, hacia aquellos ciudadanos que han indicado que tal decisión es errónea, injusta y contraria al espíritu democrático que debiera imbuir a todas las estructuras del Estado incluyendo el Tribunal Supremo.
Un ejemplo de tal movilización conservadora son las declaraciones de la vicepresidenta del Gobierno del Partido Popular, Soraya Sáenz de Santamaría, que reprochó a quienes se han atrevido a cuestionar la decisión de los jueces de la Sala de lo Penal del Supremo, insinuando que sería una acción apropiada por parte del fiscal del Estado el tomar medidas represivas frente a tales personas críticas del Tribunal Supremo. En su conferencia de prensa, se mostró indignada por el desprestigio que tales declaraciones críticas causan internacionalmente al Estado y al propio Tribunal Supremo, argumento repetido también en varias ocasiones por la portavoz del Consejo General del Poder Judicial (Gabriela Bravo).
Las intervenciones de la vicepresidenta y de la portavoz del Poder Judicial intentando callar las voces críticas del Tribunal Supremo traducen, además de una falta de sensibilidad democrática, un déficit de entendimiento de lo que es democracia, basado en un insuficiente conocimiento de cómo la democracia funciona en otros países con mayor experiencia y madurez democrática que España. Cuando el Tribunal Supremo de EEUU dictaminó recientemente que las grandes empresas tenían la misma personalidad jurídica que las personas, permitiéndoles financiar a los candidatos a los cargos representativos en las elecciones estadounidenses, se oyeron protestas generalizadas hacia la Corte Suprema, denunciando la falta de cultura democrática de los miembros de dicho tribunal, por permitir semejante disparate que corrompía al proceso electoral. El propio presidente Obama les criticó y avergonzó en su discurso sobre el Estado de la Unión, frente al Congreso de EEUU. Y los indignados de EEUU, el movimiento Occupy, pusieron verde al tribunal con toda clase de mofas e irreverencias. Sería impensable que el fiscal del Estado intentara tomar acciones en contra de los críticos: esto no ocurre en una democracia.
La frase de la vicepresidenta de que “les pueden gustar más o menos, pero tienen que ser respetadas por todos y acatadas por las partes”, refleja el tono autoritario, de las derechas en España. Las decisiones del Tribunal Supremo, o de quien sean, no tienen por qué respetarse. Respeto es un sentimiento personal. A mí la decisión del Tribunal Supremo me repugna y no respeto ni el dictamen ni los miembros del Tribunal Supremo que aceptaron la acusación de Falange, herederos del partido que asesinó a miles y miles de españoles (120.000 de los cuales permanecen desaparecidos) en contra del juez Garzón, quien quiso averiguar las responsabilidades de la dictadura en tal desaparición (como instruye y ordena el Consejo de Derechos Humanos de la ONU), colaborando incluso, en el caso del juez Varela a preparar la acusación. Y también desprecio a los miembros del Tribunal Supremo que están prevaricando y participando en el linchamiento a Garzón. En cuanto a acatarla, es una medida que el ciudadano puede o no escoger hacerlo. La desobediencia civil es un elemento del comportamiento democrático que ha hecho progresar la democracia enormemente. Sin desobediencia civil, los negros en EEUU estarían viajando todavía hoy en la parte trasera del autobús. Y la desobediencia civil (brutalmente reprimida) del Movimiento 15-M permitió dar visibilidad a unos temas (con los cuales la mayoría de la población está de acuerdo) que habían estado ocultos durante demasiado tiempo (como la corrupción extendida entre la clase política, que el dictamen del Tribunal Supremo, por cierto, favorece con su tolerancia).
La señora Soraya Sáenz de Santamaría haría bien en preguntarse por qué las instituciones representativas y la clase política están tan desprestigiadas en España, siendo el tercer mayor problema que tiene España según las encuestas. Son los comportamientos políticos, como los del partido de la cual ella es dirigente, los que llevan a cabo acciones que dañarán claramente a la población y que no estaban en su programa electoral. El arzobispo de Canterbury, primado de la Iglesia de Inglaterra y líder espiritual de la Comunión Anglicana, consideró este hecho –la realización de recortes por parte del Gobierno de David Cameron, que no estaban anunciados en su programa–, como inmorales e ilegítimos, aunque fueran legales. Por desgracia, las autoridades católicas españolas no llegan a la altura moral del arzobispo de Canterbury.
Son tales medidas, así como el enjuiciamiento del juez Garzón por el Tribunal Supremo, las que están desprestigiando a España. Su comportamiento se ve como lo que es: un intento de deshacerse de un juez muy incómodo para el establishment conservador heredero del franquismo. Es incomprensible, en el mundo democrático, que el Estado no ayude a los familiares a encontrar a sus desaparecidos, que son los desaparecidos de todos los demócratas en este país. La democracia la están desacreditando los miembros del Tribunal Supremo y el Gobierno conservador que está apoyando tales comportamientos. Las declaraciones de la portavoz del Poder Judicial y de la vicepresidenta del Gobierno están contribuyendo a ello.
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