Mientras escribo estas líneas, todavía se desconoce el resultado final del gravísimo accidente nuclear de Fukushima. Aunque se consiguiera interrumpir inmediatamente la fuga de radiactividad y evitar una catástrofe aún mayor, lo acaecido se considera ya, por parte de la mayoría de los expertos, de una gravedad sólo superada por Chernóbil. Y resulta intolerable el esfuerzo por minimizar las consecuencias de Fukushima por parte de quienes siguen insistiendo en la inevitabilidad del uso creciente de la energía nuclear.
Intolerable, ante todo, desde el punto de vista democrático: los ciudadanos tienen derecho a saber cuáles son los riesgos reales y cómo se gestionan por parte de empresas y gobiernos, así como quién asume responsabilidades y quién sufraga los costes en el caso de accidentes en las centrales nucleares. Fukushima es un trágico ejemplo de riesgos no adecuadamente contemplados y de costes, sin duda incalculables, que recaerán, sobre todo, sobre los contribuyentes japoneses. La empresa Tepco ha pedido ya ayuda estatal para financiar las actuaciones que está llevando a cabo en la planta en su intento de frenar los efectos del accidente. Una manifestación más del modelo económico aún imperante –“socialización de costes/privatización de beneficios”– con escasa o nula penalización de las decisiones empresariales de alto riesgo, bien evidente tras el estallido de la crisis financiera internacional.
Obviamente, la financiación pública requerida ahora por Tepco es sólo una parte de los recursos que serán necesarios para hacer frente a problemas, aún sin cuantificar, de salud –física y mental–, de evacuaciones, de pérdida de actividad en la agricultura y en la pesca… motivados por la presencia de radiactividad en el aire, en el suelo y en el agua en una extensión geográfica de difícil delimitación. Una radiactividad que mantendrá su potencial dañino a lo largo, incluso, de miles de años en el caso de algunos componentes presentes en el combustible utilizado, lo que convierte en tarea imposible el cálculo del coste real del riesgo nuclear. Por supuesto, un accidente como el de Fukushima puede ser –ojalá sea– un acontecimiento excepcional; y bienvenido sea todo el esfuerzo para revisar las condiciones de seguridad de todas las centrales nucleares existentes en el mundo, revisión que ya ha llevado al cierre definitivo de siete centrales de Alemania. Bienvenidas sean también normas internacionales basadas en el conocimiento científico independiente y no en intereses de empresas concretas.
Pero, más allá de ese ejercicio de responsabilidad a posteriori –la mayoría de las centrales japonesas incumplían los requisitos de seguridad legalmente exigibles en el momento del accidente–, lo más importante es el planteamiento cara al inmediato futuro.
Sabemos ya que, si se establecen nuevos requisitos (sobre la ubicación, el diseño de las plantas, los sistemas de alerta…), el coste de las nuevas centrales será significativamente más elevado. ¿Cómo se financiarán, en tiempos de restricción del gasto público? La importancia de los recursos públicos en el desarrollo de esta actividad industrial ha sido ya muy notable –solamente en los países de la Unión Europea ha supuesto la cifra de 160.000 millones de euros desde 1950–. Pero parece inevitable, si se siguen construyendo centrales, la necesidad de un mayor apoyo con cargo a los bolsillos de los contribuyentes. Por tanto, está plenamente justificado el debate público sobre la opción nuclear –ese debate que nunca se ha cerrado– y, en general, sobre el modelo energético deseable.
Con motivo de la preparación del encuentro en 2012 Río+20, participo en un panel de Naciones Unidas sobre Sostenibilidad Global. En dicho panel existe un amplio consenso en cuanto a la exigencia de garantizar el acceso de todos los ciudadanos del planeta –los que viven hoy y los que vivirán mañana– a suficiente energía limpia y segura. Por ello, el panel analiza los mejores ejemplos ya existentes para promover el acceso a energías renovables en países menos desarrollados, y previsiblemente emitirá alguna recomendación en cuanto a iniciativas concretas de carácter global. La energía nuclear no es una opción sostenible: no es barata, no es segura y requiere instituciones muy potentes para garantizar control e información, algo que ha fallado incluso en un país tan avanzado como Japón.
Hay que recordar que, de acuerdo con la Agencia Internacional de la Energía (AIE 2010), la nuclear podría suponer como máximo sólo un 6% de la producción mundial de energía en 2030, y ello sólo si se llevasen adelante los numerosos proyectos previstos antes del accidente de Fukushima –muchos de ellos actualmente paralizados tras el incidente–. Ese porcentaje resulta muy inferior a la contribución de la eficiencia energética prevista por la AIE (más del 40%), a la reducción del consumo total de energía y por tanto a la lucha contra el cambio climático.
Hoy día, la energía nuclear tiene un peso significativo sólo en algunos países desarrollados, lo que ha condicionado negativamente el avance de las energías renovables y ha favorecido un análisis sesgado y a corto plazo sobre su coste. Creo que ha llegado el momento de abordar un debate estratégico que contemple todos los elementos: costes y beneficios efectivos de cada fuente de energía –de acuerdo con el ciclo de vida íntegro de cada una de ellas y de los riesgos asociados–; relación entre consumo de energía y satisfacción de necesidades; potencial para un mayor ahorro y una mayor eficiencia en la producción, el transporte y el consumo de energía; gasto público asociado a la I+D+i de cada opción; cooperación al desarrollo sostenible a nivel global… Una ciudadanía bien informada, con posibilidad de participar en el debate sobre decisiones políticas de tanto impacto tanto para la generación actual como para las generaciones futuras, es un requisito imprescindible para mejorar la calidad de la democracia. Y para decidir, colectivamente, entre otras cosas, sobre cuán aceptable es el verdadero coste de la energía nuclear, que poco tiene que ver con el coste del kw/h de centrales ampliamente amortizadas.
Cristina Narbona es embajadora de España ante la OCDE
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