“La sociedad que está amaneciendo al siglo XXI esconde en sus entrañas profundas brechas. Lo insólito de los ataques suicidas de aquel 11 de Septiembre es que quizás son el trágico final de una etapa y el comienzo de otra no menos trágica. Lloro por los casi tres mil muertos -sin sangre ni cuerpo- que esconden los escombros de Manhattan , pero también lloro por los otros más de cuatro mil civiles inocentes que se llevan las bombas americanas en Afganistán. Seres extraídos de la Edad media que -carentes de televisión y periódicos- nunca vieron el rostro del oscuro ser que origina su muerte, ni del lejano poder que les bombardea”. Esto lo escribí en 2002 en una novela (romántica). Respecto al último párrafo, acababa de ver una inadvertida noticia donde mostraban a ciudadanos afganos diarios con la foto de Bin Laden y no sabían quién era.
El 11S fue la excusa perfecta para que el neoliberalismo triunfante diera una nueva vuelta a la tuerca. En mi libro anterior al actual, un ensayo de 2008, también apunté:
“Los atentados del 11 de Septiembre “justifican” acciones bélicas y conservadoras. Desde entonces se ha extendido en el mundo la involución. Se abandonan valores imprescindibles. El recorte de los derechos civiles se acepta y no mueve revoluciones. Se borran periodos históricos intermedios. Se cuestiona la ciencia y se sustituye por la creencia. Los conservadores ya no tienen complejo de mostrarse. Incluso se denominan con un -maquillado, paradójico y contradictorio en sus términos- nombre: “neocons”. Conservadores, sí, pero “nuevos”.
Y, como Nacho Escolar hoy, también me preguntaba cuántos países firmarían hoy la Declaración Universal de los Derechos Humanos –incumplida por cierto, aunque meta a conseguir permanentemente-. También debo ser una demócrata trasnochada.
Si cito todo esto, es porque con la ejecución de Bin Laden –un fanático terrorista cuya vida no hizo otra cosa que sembrar dolor y confusión- se ha apretado la tuerca un poco más. Albéniz lo traduce a la vida cotidiana, a escenarios más cercanos: imaginemos que esto hubiera pasado en Getxo (Vizcaya) y no digamos ya si alguien hubiera mentado que de por medio andaba Rubalcaba. Y hay que avisar para cuando venga todo lo que vendrá.
Entonces ¿Los GAL fueron unos patriotas a quien subir a los altares? Espeluzna ver la alegría desbordada de los norteamericanos en las calles, y las declaraciones de los líderes políticos. ¿El mundo es hoy más seguro? ¿Se ha hecho justicia? ¡Por las narices¡ Volvemos a la Ley del Talión y con el beneplácito general. La ciudadanía está anestesiada, manipulada.
Hoy es el día mundial de la libertad de prensa. ¿La tenemos? Hace poco, dos periodistas más murieron en la guerra de Libia. Altamente cualificados –por eso supimos algo más de ellos que de otros abatidos incluso en el mismo escenario-. Estos eran el fotógrafo nominado a un Oscar Tim Hetherington y Chris Hondros, nominado a un Pulitzer. Se han contabilizado 80 ataques a la prensa en Libia en poco más de dos meses. Informar de lo que ocurre en los conflictos que arrojan la precariedad y la humillación por la tiranía, no es un capricho practicado por periodistas románticos, sedientos de aventura. Es una necesidad. Para todos nosotros. El mundo entero cuece en la misma olla.
Frente a estas realidades, un día, algunos cotillas aireando en muy alta voz amores, sexo y escándalo, osaron llamarse periodistas. Otros se avinieron a un trabajo funcionarial que dé de comer y “virgencica que no lo pierda”, a servir opiniones por doquier a cambio de noticias. De lo que fuera la épica del periodismo, la sociedad comenzó a considerarnos la profesión menos valorada. Con la de quienes ejercen la justicia.
Hierven en el puchero conflictos menos cruentos en apariencia. Un sistema social degradado por la voraz codicia de los especuladores, una España que tolera y apoya la corrupción política -que es el robo del dinero de todos-, la demagogia y el interesado culto a la personalidad de líderes que nos pondrán a todos en serios aprietos, o la huída de la realidad de una ciudadanía apuntada a la consigna decretada de entretenerse –mejor, distraerse en su más profundo significado- y no pensar. Ahí deben volver a ganar terreno los periodistas. Sin el lustre de medallas post morten, ni el equivoco de cobrar (mucho) por chismorrear de asuntos ajenos, o (poco y en precario) por llenar un espacio informativo como quien colma una caja de galletas. La sociedad nos necesita. Mucho más de lo que cree. “Informar, formar y entretener” es aún el lema de los medios. Reivindiquémoslo. Por el bien de todos.
Contra el pragmatismo, utopías porque con ellas siempre se avanza, imaginación.
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