Leo y escucho que nuestro querido presidente del gobierno, el de España, ha tenido a bien conceder –léase con fina ironía esta afirmación- una entrevista a un medio de comunicación norteamericano de prestigio internacional que incluso aquellos pobrecitos españoles, sufridores empedernidos y castigados por la crisis, conocemos. La entrevista en cuestión, de algo más de veinte minutos, no tiene mayor interés que una poco preparada campaña publicitaria en pro del gobierno, del presidente y de sus amantísimas políticas de recuperación que en palabras de nuestro máximo dignatario –de entre los elegidos en las urnas- nos permiten estar saliendo ya de la terrible situación que vive la España que heredó –palabra que todo político debe tener siempre preparada en la punta de su lengua si quiere hacer frente a preguntas incómodas-.
Sin embargo, quiero extraer de la entrevista dos, paradójicamente nada desdeñables, reflexiones que entiendo sumamente sugestivas y que a más de uno podrá ayudar en su vida diaria tanto personal como profesional y no digamos si esta última está dedicada a la política: Una es de carácter antropológico y la otra de carácter filosófico.
Vayamos con la primera. El gobierno indica en voz de su vicepresidenta que la entrevista realizada al Jefe del Ejecutivo por la cadena Bloomberg le presenta como “el hombre que ha salvado España”. Yo, que he escuchado íntegramente dicha entrevista, podría discrepar acerca de esta opinión y, en todo caso, afirmaría que es el presidente el que se presenta a sí mismo como semejante héroe, pero salvando pequeños matices exegéticos que seguramente mi oscuro cerebro haya ayudado a malinterpretar, lo que nadie podrá negar es la fabulosa virtud, desde el punto de vista antropológico, del presidente para encajar golpes directos o cruzados, ganchos y derechazos. Desconozco si son horas de entrenamiento o las tablas obtenidas en situaciones de suma presión, pero queda claro que este señor recibe el castigo al que le somete la entrevistadora sin ni tan siquiera pestañear, sin cambiar el rictus o hacer el más leve gesto de desaprobación ante preguntas comprometedoras acerca de su ex-tesorero, de la financiación ilegal o de la corrupción, de las que se desembaraza sin contemplaciones con mayor o menor gracia –a gusto del consumidor-. Expresada mi admiración por esta capacidad portentosa, de inestimable virtuosismo y de incalculable valor, no entiendo qué miedo irracional puede tenerle a los periodistas españoles, poseyendo semejante cintura que le permitiría salir airoso de una rueda de prensa sin necesidad de comprometerse a nada ni de responder con concreción, y tener que presentarse ante ellos en una televisión de plasma como si de la imagen de una deidad a venerar se tratase. Solo hubiese faltado entregar a los periodistas rosario y escapulario, en lugar de lápiz y papel, antes de acceder a la sala de prensa. Pudiera ser que sencillamente exista en su interior alguna suerte de fobia o desasosiego indescriptible e irreparable, procedente de algún complejo no superado, para con los reporteros de habla hispana; más allá de esto no encuentro ninguna explicación plausible.
La segunda reflexión trasciende los ordinarios parámetros seculares y se acerca con peligrosidad a los límites de la filosofía y de la ciencia. Desconocía que nuestro presidente tuviese inquietudes sobre estas cuestiones, pero me agrada saber que su ámbito intelectual no se limita al aprendizaje a marchas forzadas de los idiomas de moda o de la interpretación e implantación de las directrices europeo-económicas. Entiendo que el presidente no tuvo opción a profundizar en los razonamientos acerca de la demostrabilidad o indemostrabilidad de las cosas cuando aseveró, ante la pregunta que la entrevistadora le realizó sobre si dimitiría si se demostrase que alguna de sus tres campañas se financió de forma ilegal, que “Hay cosas que no se pueden demostrar; no tiene sentido decir qué haría si no se puede demostrar. No hubo financiación ilegal.” Solo me gustaría introducir un pequeño doble corolario a semejante aforismo, cuyo origen que ha ocupado siglos del pensamiento filosófico de los seres humanos: Si no se puede demostrar que hubo financiación ilegal no quiere decir que no la hubo, solo que no se puede demostrar. Esta primera conclusión, por evidente, no deja de ser importante y cabría introducir un argumento a discutir adicionalmente y es el de por qué no se puede demostrar, aunque esto extralimita nuestro pueril intelecto. El segundo corolario, también trascendental, aunque seguramente pueda tildarse de demagógico, es que si ciertas cuestiones no se pueden demostrar, cabría también la posibilidad, por remota que esta sea, de que tampoco pueda demostrarse que este señor haya salvado a España, ¿no les parece?.
0 comentarios:
Publicar un comentario