BANCA...¿ÉTICA? ¿CÓMO DICE?

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Josep Lozano

Algo por el estilo debieron pensar muchas personas al saber que el pasado fin de semana se celebró en Barcelona el primer Congreso Internacional de Banca Ética en Cataluña. ¿Banca ética? ¿No será una contradicción en los términos como, por ejemplo, viento sólido o plomo flotante? El dinero es algo demasiado sagrado (o demasiado desalmado) como para mezclarlo con la ética.
Quizá sonará raro. Pero se trata de unos planteamientos sólidamente arraigados en los países anglosajones y en otros países europeos. Cuando hablamos de banca ética nos referimos a una constelación de iniciativas que, básicamente, responden a dos tipos de planteamientos. Por una parte lo que también podemos denominar banca social y, por otra, los fondos de inversión socialmente responsables (formulaciones que prefiero, para evitar el riesgo de apropiación excluyente del término “ético”).

Al hablar de banca social nos referimos a una orientación global de la actividad bancaria, que opta por financiar proyectos sociales y comunitarios que a menudo son vistos con recelo por las entidades financieras convencionales. También se incluyen las diversas experiencias de microcréditos, que permiten apoyar proyectos de personas en situación de exclusión social, que les facilitan su reincorporación al mercado de trabajo. Cabe resaltar una vez más que estamos hablando de una actividad financiera, no de donativos. Simplemente, en estos casos la decisión para la concesión de créditos integra el criterio de viabilidad económica del proyecto con el de su contenido social. Normalmente esta actividad bancaria contribuye también a la generación de capital social, en la medida que los proyectos se insertan en redes sociales de apoyo que posibilitan su realización. Se trata, como comentó el director general de una caja, de conseguir una “eficiencia solidaria”. 

En cambio, cuando nos referimos a inversiones socialmente responsables, estamos hablando de inversiones cuya selección se realiza, a la vez, con criterios de rentabilidad y de responsabilidad social. No estamos hablando de una orientación de una entidad o de una actividad bancarias sino de un conjunto de productos financieros. Estos productos aparecen en el momento en que los inversores se preguntan a dónde va a parar su dinero o cuando manifiestan su deseo de que no se invierta en determinado tipo de empresas. Estos inversores no renuncian a la rentabilidad, sino a la rentabilidad a cualquier precio. Es necesario añadir que, por término medio, estos fondos éticos o socialmente responsables suelen tener rentabilidades iguales o por encima de los fondos convencionales, y en algunos países han experimentado un gran crecimiento los últimos años. El mensaje de fondo es claro: si es verdad que no “todo vale”, esto también se puede traducir en términos económico-financieros. Lo que caracteriza a estos fondos de inversión es que realizan una preselección de su cartera, según los criterios que cada fondo se da a sí mismo en sintonía con las preferencias de sus partícipes. Así se suele hablar de criterios negativos o excluyentes y de criterios valorativos. Los primeros suponen la exclusión de aquellas empresas que los incumplen, sea por el sector al que pertenecen, por su falta de respeto a los derechos humanos, por el impacto medioambiental perjudicial de sus actividades, etc. Los criterios valorativos suponen dar preferencia a aquellas empresas que han tenido en cuenta el impacto social o medioambiental de su actividad. Una vez hecha la preselección a través de una evaluación independiente, el gestor se guía por criterios de rentabilidad y de acuerdo con la ortodoxia financiera. 

Más allá del debate terminológico o de la valoración de la diversidad de iniciativas que cobija, cuando hablamos de banca ética lo que hacemos es poner de manifiesto una tendencia que no ha dejado de crecer en los últimos años, y que se puede resumir en dos preguntas. Una de ellas nos afecta como consumidores: ¿a qué tipo de empresas –en este caso: a qué tipo de entidades financieras- estamos dispuestos dar nuestro apoyo y nuestro reconocimiento como clientes? No se trata de renunciar a la exigencia de calidad en el servicio sino de integrar otros criterios: si no todas las empresas actúan de la misma manera, el consumidor puede discriminar entre empresas cuando toma sus decisiones en el mercado. La otra pregunta afecta a la opinión pública: ¿a qué calificamos como una “buena” empresa? ¿Únicamente a la que exhibe unos resultados económicos o a la que los vincula a un determinado modelo de gestión y de actuación? Lo reflejó muy gráficamente el responsable de una entidad financiera europea: “lo que tengo muy claro es que, en un futuro no muy lejano, para valorar una empresa necesitaré algo más que analistas financieros”. Lo que, por cierto, plantea un reto para la gestión del conocimiento y de la información, en el que se está trabajando intensamente: ¿cómo sabemos si estamos ante una buena empresa?; ¿qué necesitamos saber para saberlo?; ¿cómo transformamos este saber en instrumentos de gestión?

Joseph Lozano
ESADE
Centro de Estudios Persona, Empresa y Sociedad 

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