Louis Gill, en la revista 'A Babord!'
Sabemos que el origen de la crisis actual se está en el fracaso masivo de los préstamos hipotecarios de alto riesgo concedidos a gran escala en Estados Unidos a compradores no solventes. Pero hunde sus raíces más profundas en el superdesarrollo de un capital volátil, desligado de la inversión en la producción y con libertad para desplazarse en todo el espacio planetario en función únicamente de las necesidades de su valorización. El saque inicial de este desarrollo, poderosamente estimulado desde 1980 por la liberalización y la desregularización neoliberales, se produjo con el hundimiento, en 1971, del sistema de tasas de cambio fijo entre las monedas establecido en 1944 en Bretton Woods, y con el nacimiento de aquellos precursores de los complejos productos derivados actuales que fueron los primeros contratos de cobertura (hedge) sobre las divisas convertidas en moneda fluctuante.
La economía mundial dominada por las finanzas es el lugar natural de despliegue del capital ficticio, de la especulación, de la búsqueda, por medios dudosos, del máximo rendimiento a corto término, de la manipulación y del fraude. En Estados Unidos, la parte del sector financiero en la capitalización bursátil pasó del 5,2% en 1980 al 23,5% en 2007 [1] . A escala mundial, el valor de los productos derivados de todo tipo alcanzaba en las mismas fechas cerca de diez veces el Producto interior bruto mundial. Esto demuestra que la mayor parte del capital está invertida en operaciones que tienen muy poco que ver con la economía real; en operaciones cuyo valor fluctúa a merced de los movimientos especulativos y cuyo montante se ve propulsado al máximo debido a los efectos del apalancamiento, ocasionando un endeudamiento del orden de treinta veces el capital propio de las instituciones de crédito.
En este contexto general, la crisis actual se generó por los mismos medios que se habían promovido para sacar la economía de Estados Unidos del letargo consecutivo a la deflación de la “burbuja tecnológica” en 2001 y 2002: tasas de interés excepcionalmente bajas, fácil acceso a la propiedad sin atender a las posibilidades financieras de los compradores y refinanciamiento de hipotecas bajo la forma de líneas de crédito hipotecarios destinadas a aumentar el consumo corriente. La fórmula funcionó mientras los precios inmobiliarios se mantuvieron y las tasas de interés siguieron bajas. Pero los precios se vinieron abajo a partir de 2006, de modo que el valor comercial de las casas cayó por debajo del valor del montante del préstamo renovable y las tasas de interés aumentaron considerablemente: la tasa directriz del Banco central de Estados Unidos, que era del orden del 1% de 2004 a 2006, llegaba al 5,2% en 2006. De ahí la gran cantidad de fallos que arrastraron a Estados Unidos al aniquilamiento de miles de millones de dólares de valor, la pérdida de sus casas para millones de familias y la evicción [2] de una multitud de arrendatarios a consecuencia del desfalco de sus propietarios.
Los trasfondos de la crisis financiera
La crisis inmobiliaria se transformó desde entonces en crisis financiera. Desde su epicentro, Estados Unidos, se propagó rápidamente por el mundo entero por la vía de una opaca estructura financiera fundada en una sobreexposición al riesgo, debido a que los préstamos hipotecarios de alto riesgo habían sido masivamente reagrupados por grupos, junto con otros créditos (préstamos y tarjetas de crédito, prêt-bail [3] de coches, préstamos a las empresas y a los comerciantes, préstamos personales), en nuevos títulos a corto plazo, “respaldados” por esos activos (o “garantizados” por ellos). El mercado en el que se negocian estos créditos se desplomó a partir de 2007 a causa de los numerosos fallos de los préstamos hipotecarios.
La afiliación de títulos a activos es una de las múltiples facetas de la titularización [4] generalizada, técnica considerada como una genial innovación de los creadores de montajes financieros que se supone que garantiza el sistema financiero contra el riesgo en un sistema que hace opaca la composición de productos sintéticos que resultan de ello. Estos títulos conocieron un crecimiento espectacular; pasaron de 400 mil millones a 2,5 billones de dólares desde 1995 hasta principios de 2008 [5] . Se fueron haciendo cada vez más complejos con la creación de “títulos derivados de títulos” (collateralized debt obligations), es decir, reagrupamientos de amalgamas de títulos diversos, resultado de un doble proceso de titulación cuya opacidad ha contribuido en gran medida a precipitar las dificultades que se fueron manifestando a partir del verano de 2007.
Para protegerse de los riesgos, los poseedores de títulos recurrieron a ese nuevo instrumento que son los “títulos de garantía contra la falta de pago de los prestatarios”, o credit default swaps, particularmente los bancos estadounidenses, acudiendo a ese gigante de los seguros que es el American Interntional Group. De una cifra prácticamente inapreciable registrada en 2001, los credit default swaps conocieron un crecimiento fenomenal que alcanzó la cantidad de 60 billones en 2007 [6]. De instrumentos de cobertura del riesgo pasaron a ser instrumentos de especulación. En cuanto a la calidad de la cobertura contra el riesgo, se puede juzgar a partir del monumental descalabro del American International Group en septiembre del 2008 y su rescate, por su nacionalización efectiva (adquisición del 80% de su capital por el gobierno de Estados Unidos contra el aporte de 150 mil millones de dólares de fondos).
La pretendida garantía contra el riesgo que se pensaba que iba a aportar la titulación, era ficticia como lo ha demostrado el desencadenamiento de la crisis en el verano de 2007. Temiendo un riesgo de fallo de los préstamos hipotecarios de alto riesgo, los poseedores mundiales de títulos respaldados por activos, entre ellos los titulares de papel comercial (billetes de tesorería a muy corto plazo / papel comercial a corto) emitido por sociedades financieras, sucesivamente se fueron absteniendo de renovarlos a su vencimiento. La situación se agravó por la decisión de algunos emisores de congelar sus títulos, rehusando volver a comprarlos a su vencimiento, por falta de liquidez para hacerlo, pues eran incapaces de encontrar nuevos compradores. La crisis de liquidez así creada se fue ampliando a causa de la desconfianza de los bancos, reacios a prestarse unos a otros y celosos de su liquidez por miedo a que les faltase. De ello se siguió una desecación completa del crédito interbancario que constituyó una amenaza directa a la economía real debido al agotamiento de las posibilidades de crédito ofrecidas a las empresas y a los consumidores.
Un salvamento a cargo de la colectividad
Aterrados ante el hundimiento de la economía mundial que habían provocado con sus políticas, los jefes de Estado y de gobierno y los dirigentes de los organismos internacionales multiplicaron las declaraciones sobre la gravedad de la situación. Algunos hablaron de una necesaria refundación del capitalismo mundial, de un nuevo “Bretton Woods”, etc. Pero manifestaron una profunda reticencia en cuanto a una acción concertada a favor de transformaciones reales. La reunión de los países del G-20 que se celebró en Washington el 15 de noviembre parió un ratón y pospuso cualquier decisión para una nueva cita en abril.
Por contra, vimos desplegarse por todo el mundo un compromiso común espontáneo de los gobiernos y bancos centrales a favor de medidas de urgencia destinadas a rescatar sus sistemas financieros nacionales, como la recompra de títulos tóxicos, la nacionalización de los bancos, la creación de enormes cantidades de liquidez por parte de los bancos centrales y la bajada de los tipos de interés. En Estados Unidos, las sumas engullidas en operaciones de salvamento, solamente del sector financiero, fueron de 8,4 billones de dólares desde diciembre de 2007 hasta finales de noviembre de 2008 [7] , un montante equivalente a la mitad del producto interior bruto. Estas cifras gigantescas, financiadas con el dinero de los contribuyentes y mediante un incremento sustancial de la deuda pública, quedaron sin efecto en los mercados bursátiles que continuaron cayendo en picado para, a finales de noviembre de 2008, volver a encontrarse con los niveles de antes de 2003, mientras que la crisis financiera y bursátil se propagaba a la economía real finalmente inmersa en una severa recesión mundial. Para combatir esta recesión, la mayoría de los gobiernos anunciaron planes expansionistas de reducción de tasas y de obras públicas. Fueron también instados a conceder subvenciones a las empresas privadas tambaleantes de sectores neurálgicos como la industria del automóvil.
Juraban ayer mismo no más que por el mercado y helos aquí interviniendo masivamente a golpe de miles de millones de dólares de los fondos públicos para adquirir, sobre una base temporal y sin reivindicar el derecho de supervisión de sus decisiones, una parte del capital de los grandes bancos, de compañías de seguros y otras establecimientos privados, justo el tiempo de asegurarles su salvamento a costa de la colectividad y de poner de nuevo las bases para una vuelta integral a la iniciativa privada rentable y, por ende, a la anarquía que es su fundamento y a las inevitables crisis futuras que de ello se derivan. Invocan a tal fin el argumento del “too big to fail” (expresión consagrada de la jerga financiera anglófona que significa “demasiado grande para que falle”) y agitan el espantajo de los riesgos, aun mayores para la economía y el empleo, que resultarían de la negativa de los poderes públicos a intervenir.
Un control necesario del Estado
Estas intervenciones del Estado no tienen nada que ver con la “socialización” que algunos les atribuyen. Lo que sí ponen claramente en evidencia es el punto muerto al que el sistema de propiedad privada lleva cuando se le deja a su propia dinámica, y la obligación que se le impone de buscar la vía de salida de este impás fuera de sus propios cuadros, es decir, fuera del marco de la iniciativa privada apelando al Estado. La crisis actual pone sobre todo de relieve los límites de este sistema, la incompatibilidad, como decía Marx, entre el tamaño cada vez más grande, es decir, cada vez más social, de los medios de producción y el carácter cada vez más privado y concentrado de su propiedad. Una incompatibilidad que señala la necesidad de su control por parte de la colectividad y su planificación democrática en cuanto que bienes públicos dotados de una misión de servicio público, pero que apunta también con el dedo, dramáticamente, el grado actual de desculturización política, fruto de treinta años de neoliberalismo, y la falta de preparación de la población trabajadora para hacer frente a este desafío. De ahí la urgencia de ponerse manos a la obra.
De cara al futuro, hay en primer lugar que tomar conciencia de que una empresa privada reputada “too big to fail” y cuya sobrevivencia reposa en el sostén del Estado, debería ser considerada “too big to remain private”, demasiado grande para seguir siendo privada, bajo gestión privada y fuente de beneficios privados. La política mínima que se deduce de este corolario debería ser el rechazo de cualquier donación de fondos públicos que no vaya acompañada de una toma de apropiación al menos parcial, si no completa, por parte del Estado, sobre una base permanente y con un control determinante de la gestión de los establecimientos a cuya ayuda acude.
¿Política radical? Más bien moderada cuando vemos cómo, recientemente, hasta el muy conservador Financial Times [8] no ha dudado en evocar una eventual necesaria toma de control por parte del Estado de los grandes bancos rescatados con fondos públicos que continúen negándose a jugar su rol social de dispensadores de crédito a la población, mientras destinan a otros usos el dinero que se ha puesto a su disposición. Nadie duda de que la propiedad pública de los grandes bancos y de los establecimientos de crédito garantizaría el ejercicio de esta función social que les corresponde; más aun, esta propiedad pública haría desaparecer la especulación, el fraude y las indecentes remuneraciones de los directivos que gangrenan el sistema, y constituiría así un muro de contención frente a nuevas crisis financieras.
El autor es conomista, profesor jubilado de la Universidad du Québec à Monréal (UQAM)
* Publicado en la revista À Babord! Revue sociale et politique , nº 28, febrero-marzo 2009. Número titulado: “Fiscalité équitable et justice sociale”
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