Nos han convencido: el neoliberalismo es nuestro camino. Fracasado el comunismo, el mundo ha abrazado el sistema de libre mercado llevado hasta sus últimas consecuencias. O no tanto. Todavía se puede perfeccionar el modelo. De haber alcanzado la excelencia, no vivirían 4.000 millones de personas (dos tercios de la población) en situación de extrema pobreza, muriendo literalmente de hambre por los rincones del planeta. Ni pagarían los privilegiados ciudadanos occidentales –restringiendo su nivel de vida y sus derechos adquiridos– los daños económicos que no han provocado. Urgen, por tanto, soluciones nuevas e imaginativas que proponer a los políticos –nuestros representantes–, quienes, por afinidad ideológica u obligación, acatan e imponen los dictados neoliberales. Nos hemos enamorado todos de la libertad desbocada y queremos disfrutarla al máximo. Si la palabra justicia –imprescindible antaño en el concepto– puede provocar urticaria, atengámonos a las reglas empresariales. Y logremos libertad de hablar, crear, creer, vender, comprar, negociar… y hasta comer para todos.
Existen posibilidades de beneficio hasta ahora inéditas. El ciudadano medio no ha caído en la cuenta de que, cada vez que presta atención a un anuncio o adquiere lo propuesto, está colaborando en un negocio. Ninguna ética empresarial aceptaría que en la cadena productiva quedara sin cobrar alguno de los integrantes del proceso. Por tanto, el consumidor debe hacer valer su papel activo en los rendimientos del proveedor y exigir remuneración por cada impacto publicitario, por cada acto de compra. Una cantidad siquiera testimonial, pero irrenunciable, que compensara el tiempo y recursos invertidos.
Del mismo modo, quienes nos vemos impelidos –sólo por vivir despiertos– a atender, en los medios informativos y por doquier, la propaganda de una ideología destinada (casi exclusivamente) a generar ganancias privadas, debemos obtener participación en las plusvalías. ¿Alguien negaría el pago al hombre anuncio que promociona un producto en la calle? ¡Cuanto menos a quienes, gratis hasta ahora, consolidamos el modelo que a otros aprovecha suculentamente! Oír, repetir, gastar energía en algún caso requiere devengos. Debemos preguntar: ¿cuánto pagas?
El Estado adelgaza en el nuevo orden mundial. Y en curiosa amalgama, se hace más fuerte para reclamar el cumplimiento de sus postulados y castigar la disidencia. Desde los países de la UE –controlados por Bruselas– a los Estados y los gobiernos autónomos. Los servicios públicos se alquilan a empresas privadas con ánimo –y recaudo– de lucro. ¡Cobremos por usarlos! De nuestra participación depende su cuenta de resultados. Decidir en un sentido u otro para cualquier acto de nuestra vida –desde beber un vaso de agua a tomar un avión, acudir a un hospital o estudiar en determinado colegio–, todo, nos convierte en valores económicos a postular en el mercado. Seamos emprendedores. Hay materias primas aún sin explotar: el aire.
De broma recurrente, ha pasado a cotizar en bolsa, recién privatizado su tránsito para volar. Luego no es una entelequia que llegue a comercializarse como elemento esencial en la respiración. Urge su aprovechamiento social antes de que se anticipen: una cooperativa de ciudadanos gestionándolo lograría ganancias incalculables. Y apenas quedan otros bienes de libre acceso. Aprendamos de los maestros. En realidad, debemos cobrar por cada músculo, por cada neurona que movamos generando ganancias a otros. Y explorar ignotos campos susceptibles de originar réditos.
¡Facturemos por nuestro voto! Si no podemos elegir directamente al FMI, mercados o agencias de calificación, sino a los ejecutores de sus órdenes a favor de negocios particulares, nos cabe exigir una cuota de beneficios.
Estas retribuciones enunciadas equilibrarían un tanto el acceso a la libertad de todos. Y todavía se puede –y se debe– ir más allá. Si la crisis se ha producido, como aseguran los neoliberales extremos, porque el mercado está aún “demasiado regulado”, ¡suprimamos todo control del Estado! Dejémoslo como mero gestor de mínimos servicios. El contable que anota y calla, el árbitro, el comisario de carrera. Ahora bien, nadie con un mínimo de ética admitiría que cada cual accediera al circuito por donde le pareciera. Es decir, que unos tomaran el itinerario desde la parrilla de salida, otros por la mitad y algunos a diez metros de la meta. De ahí, precisamente, nacen los desequilibrios actuales. Se impone, por tanto, hacer tábula rasa. El fin de lograr la libertad absoluta del mercado –y en consecuencia el progreso sublime– justifica algunos sacrificios iniciales. El proceso implicaría, por supuesto, contabilizar todo el dinero y propiedades existentes en el planeta –incluidos los alojados en paraísos fiscales– y repartirlo equitativamente entre los miembros de la población mundial para que cada uno lo utilizara como mejor creyera oportuno. Todos en el mismo punto de partida. Y desde ahí, la competencia en estado puro, y las habilidades personales para incrementar, mantener o perder los activos propios y dotarse de lo preciso para vivir en la forma elegida.
¿Un esperpento? ¿Cuánto más que la realidad que nos circunda? Como tantas otras grandes palabras, libertad ha resultado ser polisémica. Latiendo desde el comienzo de los tiempos, ha servido para crecer y ser mermado, avanzar y defenderse, oprimir y volar. Justicia, igualdad, responsabilidad, egoísmo bailan en su danza de sinónimos al albur de las épocas. Pero nunca como ahora se unió prioritariamente al concepto negocio: actividad para obtener lucro. Dinero… para pagar la libertad. ¿Cuál?
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