LA MANERA MÁS DIRECTA DE CONTAR LA CRISIS

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Soledad Gallego-Díaz, en 'El País'

Finalmente, “se desbloquearon las mentes”, como dijo el primer ministro italiano, Mario Monti, y se aceptó que las formidables cantidades que se destinen a la capitalización de los bancos en dificultades no terminen pesando sobre la deuda soberana del país afectado y que los países “virtuosos” reciban ayuda para encontrar financiación a un precio razonable, sin caer en manos de la especulación más desatada.

Lo que se había asegurado que era imposible, encontró la manera de resolverse porque la canciller alemana, Angela Merkel, “desbloqueó su mente” y comprendió que lo que le contaban el refinado técnico Monti y el desmañado político Rajoy no era un escenario intencionadamente convertido en pesadilla, sino que la amenaza de un pánico bancario que arrasara medio continente era real. O, al menos, lo suficientemente real como para que Alemania no quisiera correr el riesgo de cargar con la culpa histórica que persiguió a los responsables de la crisis bancaria europea del verano del 1931, la antesala de la explosiva expansión de los fascismos.

Son buenas noticias, porque significa que, finalmente, se ha abierto el cortafuegos que España e Italia necesitaban para huir del incendio que lamía ya las puertas del Estado y porque se supone que los mercados relajarán a partir de este lunes su agotador acoso. Pero no significan, ni mucho menos, que disminuya la presión sobre los ciudadanos de esos “países virtuosos” que, a cambio de la ayuda, están comprometidos con severos planes de recorte de gasto. El cortafuegos impedirá probablemente la llegada de las llamas al esqueleto del Estado, pero no a vidas de centenares de miles de ciudadanos, arrasadas por el estancamiento y la depresión en que está sumida la economía española.

Hay muchas maneras de contar esta crisis. Una podría ser a través de la vida y las andanzas de los hombres que arruinaron al mundo (parafraseando el magnífico libro de Liaquat Ahamed). Sería la historia de los financieros y banqueros que tomaron riesgos fuera de toda cordura, en beneficio de ingresos propios jamás antes conocidos y poniendo como rehenes a los inconscientes ciudadanos.

Otra, contando la vida y andanzas de políticos incapaces de advertir a los ciudadanos a los que representaban sobre esos riesgos, bien por propia ambición, por ceguera ideológica, por creer que su función era estrictamente electoral o por pura inconsistencia, falta de conocimientos y de lectura. Una tercera versaría sobre la arrogancia de economistas y expertos, poseídos por un extraño desprecio al debate intelectual y el pánico a disentir. Una cuarta, sobre necedad o corrupción de las organizaciones sociales, decididas a no denunciar que la mejora del nivel de vida de los ciudadanos no se estaba sustentando en avances reales, sino en puro y loco crédito.

Si echamos la vista atrás y pensamos en cómo se contó la Gran Depresión de los años treinta, recordaremos algunas novelas, quizá dos o tres películas y canciones, un puñado de estudios de economía y de historia. Pero, sobre todo, se nos vendrán inmediatamente a la memoria las fotos de Dorothea Lange: las imágenes de las personas que sufrieron aquella depresión y que nos han transmitido, mejor que ningún otro relato o análisis, la dureza, la amargura y la desesperanza que supone una crisis de esas proporciones. Las crisis económicas destruyen personas.

Necesitamos urgentemente las fotos que traduzcan y hagan visible esa verdad. Probablemente, por ahora serán fotos nocturnas, porque es de noche cuando salen a la calle, en las grandes ciudades, cientos de personas que pertenecen al sector más débil de la clase media, cada día más depauperadas, muchas veces mujeres extenuadas que se ocultan discretamente, pero que acuden a las puertas de los grandes comercios a rebuscar entre los deshechos.

Su imagen es la manera más directa de contar lo que pasa.

solg@elpais.es

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