Teresa Ribera, Ex Secretaria de Estado de Cambio Climático (2008-2011) y Asesora energía y clima del IDDRI (Institut de Developpement Durable et Relations Internationales), en 'Economistas frente a la crisis'
Acaba de aprobarse en Estocolmo la versión final del capítulo dedicado a las bases científicas del quinto informe de evaluación (AR5) del Grupo Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC). Como en ocasiones anteriores, supone la puesta al día –a fecha de cierre de contribuciones- más sólida, participativa y con mayor consenso de la comunidad científica mundial con respecto a la ciencia del clima. Hay pocas sorpresas. Más bien se confirma una tendencia suicida con datos cada vez más estremecedores y contrastados sobre la evolución observada del clima en el pasado y la prevista a futuro. En marzo de 2014 se adoptarán las conclusiones del grupo II sobre impactos, vulnerabilidad y adaptación al cambio climático; en abril 2014 las del grupo III, dedicado a la mitigación de las causas que lo originan y, por fin, en octubre del próximo año el informe de síntesis del informe en su conjunto.
Tal y como ocurrió con los anteriores, el AR5 no deja indiferente a nadie. En síntesis, las alarmas que se han encendido en Estocolmo constituyen la descripción más relevante de las condiciones de contorno físicas en las que se desenvolverán las sociedades en las próximas décadas; es decir, el conjunto de indicadores imprescindible para cualquier decisión económica.
Algunos de los cambios observados en el clima más destacables son: los 30 años más cálidos de los últimos 1.400 se concentran desde 1980 hasta hoy; la atmósfera y los océanos son más cálidos; la superficie nevada ha disminuido; el nivel del mar ha subido y la concentración de CO2e en la atmósfera es la mayor habida desde, al menos, hace 800.000 años. El crecimiento en la concentración alcanza un 40% más del que había en la era preindustrial y es imputable, en primera instancia, a la quema de combustibles fósiles y, a continuación, al cambio de usos de suelo.
Todos los escenarios a futuro presentan un alto índice de probabilidad de incremento de la temperatura media superior a los 1.5/2ºC para 2100 comparada con la temperatura media entre 1850 y 1900; algunos apuntan incluso que puede llegarse a incrementos medios de más de 4ºC. Los efectos en el ciclo global del agua no serán uniformes, aunque muy probablemente agudizarán el contraste entre zonas húmedas y zonas secas. El calentamiento de los océanos generará alteraciones en las corrientes marinas, incidiendo éstas en otras variables climáticas clave; a lo que habrá que sumar el efecto pernicioso de una mayor acidificación del agua al incrementarse la concentración de CO2. Nieves y hielos seguirán disminuyendo, en el Ártico y en glaciares y el nivel del mar seguirá aumentando.
Todos estos procesos se irán acelerando e, incluso, en el escenario más optimista de disminución radical de las emisiones de gases de efecto invernadero, habrá que descontar la inercia del sistema climático que hará que la Tierra siga siendo un lugar distinto por mucho tiempo.
La sorpresa más grande es, por tanto, por qué no reaccionamos de forma revolucionaria y nos mantenemos inmersos en un suicida carpe diem. La respuesta es triple: resistencia al cambio –inercia-, ignorancia –o soberbia, según los casos- y cortoplacismo. Nos afecta, lo hace de forma más dañina que los costes asociados al cambio de comportamiento y retrasar las medidas sólo incrementa el problema.
El tiempo de los activistas y los científicos ha quedado atrás hace mucho. Son colectivos necesarios pero no suficientes. Esto no es ya una cuestión de simpatía por causas más o menos justas, más o menos de moda o más o menos ecológicas. Es una amenaza central –si no la más grande- a nuestro modelo económico y de desarrollo. Las consecuencias asociadas son devastadoras: cientos de millones de desplazados, amenazas sin precedentes a la seguridad alimentaria; afecciones a nuestras infraestructuras, ciudades e, incluso, espacio físico; dificultades crecientes en la disponibilidad de agua potable y cambio radical de las premisas de nuestro modelo energético.
En cualquier escenario, incluso en el de reacción humana más costosa y lenta posible, una gran parte de los combustibles fósiles considerados reservas probadas deberá quedar en el subsuelo y no ser quemada. Y aquella que sí sea empleada lo hará asociada a un importante sobrecoste indexado a la intensidad en carbono del combustible. Es decir, una gran parte de los ahorradores e inversores verán como los activos que responden de su dinero caen depreciados a la categoría de bono basura.
¿Saben quiénes están expuestos en mayor medida al riesgo de esta burbuja? Todo parece apuntar hacia los inversores institucionales que, hasta principios del siglo XXI, han tenido mayor capacidad de ahorro. ¿Alguien mide o informa sobre estos riesgos?, ¿sabe nuestro regulador financiero en qué consiste y cómo abordarlo? Más nos vale, europeos, aprender, informar y desintoxicarnos rápido.
Sólo hay un objetivo sensato: descarbonizar nuestro modelo económico y de desarrollo de forma acelerada, buscando sendas llevaderas que no olviden a los más vulnerables. Tenemos dos citas importantes para ponernos de acuerdo sobre cómo hacer este ejercicio en común. En Europa, al hilo del debate sobre la senda de reducción más allá de 2020 y en Naciones Unidas que debe acordar el nuevo marco de acción común en París en diciembre de 2015, un año escaso después de conocer la versión completa del quinto informe de evaluación (AR5) del Grupo Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC).
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