Irene G. Rubio, en Diagonal
Empecé a leer Sociofobia esperando encontrar un libro sobre tecnología y cultura libre y me he encontrado un libro sobre cuidados, socialidad y los dilemas a los que se enfrentan los movimientos políticos. Me parece muy curioso que para abordar estos problemas partas de una crítica al ciberfetichismo y a las tecnoutopías. ¿Cómo se te ocurrió escribir Sociofobia? ¿Por qué escogiste esos puntos de partida?
Me parece que las tecnologías de la comunicación son un tubo de ensayo donde se observan concentradas grandes contradicciones no sólo del capitalismo sino también de quienes nos oponemos a él. En internet salen a la luz las limitaciones del mercado para hacerse cargo de un entorno de abundancia, pero también las limitaciones de algunas críticas antiinstitucionales poco matizadas. La red ofrece inmensas posibilidades, pero para que se hagan realidad tenemos que decidir cuánto de cooperación, cuánto de mercado y cuánto de intervención pública queremos y qué condiciones sociales y materiales requiere ese cóctel.
En el libro los conceptos de sociofobia y ciberfetichismo sirven para hablar de las limitaciones, dilemas y problemáticas a las que se enfrentan los movimientos emancipadores en la actualidad. ¿Podrías explicar qué entiendes por cada uno de ellos y por qué te parecen conceptos clave?
Llamo sociofobia a nuestra desconfianza en la posibilidad de que la participación política igualitaria nos permita resolver nuestros retos colectivos. No nos fiamos de nosotros mismos, por eso nos entregamos a los expertos y, como decía la letra de la Internacional, a los tribunos. A veces parece como si hubiéramos internalizado el discurso elitista de aquellos burgueses del siglo XIX que hablaban de las clases peligrosas. Nos vemos como clases peligrosas y nos caricaturizamos con unos cuantos lemas cínicos: “disfruten lo votado”, “país de pandereta”...
Llamo ciberfetichismo a la pretensión de que las tecnologías de la comunicación proporcionan una solución a ese problema al establecer un tipo de relación social lo suficientemente densa como para permitir algún tipo de cooperación y lo suficientemente fría como para que esa colaboración no exija procesos de deliberación en común. En realidad, se parece bastante a lo que los liberales clásicos esperaban del mercado.
Si he entendido bien, tu crítica no se dirige a echar por tierra modelos como la cooperación 2.0, el crowdfunding o los bienes comunes, sino a señalar que son propuestas concretas que valen para contextos concretos, pero que no tienen porqué valer para todo tipo de prácticas.
Lo que planteo es que para que esas propuestas, que defiendo y comparto, desarrollen todo su potencial, necesitan estar respaldas por dinámicas que guardan una relación de continuidad con las políticas antagonistas clásicas. Para que la colaboración en internet no sea una anécdota y pueda transformar nuestras vidas, necesitamos fijarnos en el modo en que el cooperativismo analógico afecta a unos ochocientos millones de personas en todo el mundo. Para que la crisis del copyright privativo deje de ser un problema y se convierta en una solución, necesitamos un programa de inversiones públicas que socialice los beneficios de las tecnologías digitales sin dañar a autores y mediadores.
También criticas que muchas de estas prácticas de cooperación se asientan en lógicas altruistas, que dependen de decisiones individuales (por ejemplo, donar en una campaña de crowdfunding) y no en una lógica del compromiso, basada en normas acordadas de forma colectiva (una caja de resistencia, por ejemplo).
El crowdfunding me parece una buena manera de conseguir dinero, más saludable que emborrachar a la gente en fiestas o desplumar a los amigos vendiéndoles bonos de ayuda. Pero tiene un punto de concurso de popularidad y penaliza los proyectos menos espectaculares o de aquella gente con pocas habilidades sociales o tecnológicas. La razón es que se basa en el altruismo, en una preocupación por los demás entendida como una elección individual. El compromiso, en cambio, nos ata a ciertas relaciones. Por ejemplo, mucha gente ayuda sistemáticamente a sus familiares sin preguntarse si les caen bien: lo hacemos porque es lo que se hace. Es un tipo de vínculo que puede degenerar en sometimiento, pero que también resulta indispensable para desarrollar proyectos de largo recorrido, como muchas iniciativas políticas. De todos modos, no son dinámicas incompatibles y se pueden retroalimentar positivamente. Diagonal puede recurrir al altruismo ocasional porque cuenta con el respaldo de personas que estamos comprometidas con esta clase de iniciativas.
Dices que el ciberfetichismo hace que rebajemos nuestras expectativas políticas. ¿No es una acusación demasiado fuerte?
Creo que no. No me refiero, por supuesto, a aquellas personas que prolongan en la red –como en otros muchos lugares– su actividad política. Eso me parece legítimo y necesario. Sino al modo en que sobreestimamos sistemáticamente la centralidad de las tecnologías en los procesos de transformación social. Es una pretensión tan irreal que la única forma de que resulte verosímil es distorsionar la naturaleza del cambio. Por ejemplo, algunos defensores de la wikidemocracia mantienen que ahora disponemos de tecnologías que permiten la democracia participativa. Hace un par de millones de años que tenemos esa tecnología: una mano y músculos para levantarla. Claro que hay inventos que pueden hacer más cómoda la participación política, pero los déficits de democracia no tienen nada que ver con eso. No son un subproducto del subdesarrollo tecnológico sino una estrategia exitosa de las élites económicas y políticas.
Algunas críticas del libro hacia planteamientos de la cultura libre y el copyleft han suscitado bastante polémica y reacciones encendidas en redes sociales. ¿Te preocupa que se malinterprete lo que dices como una crítica un tanto ceniza a la tecnología? ¿Por qué crees que ha sentado tan mal el jarro de agua fría que arrojas sobre estas propuestas?
Es curioso, a mí la recepción me ha parecido mucho más positiva de lo que me esperaba. He recibido comentarios muy generosos de gente que podría tener motivos y argumentos sólidos para criticarme con mucha dureza. Creo que en todo caso se me puede acusar de ser demasiado optimista. No estoy en contra del software libre o del p2p. Al revés, me parecen tan importantes que creo que necesitan una Toma de la Bastilla y un Plan Marshall, no una reunión de vecinos y una colecta parroquial.
También me llama la atención que todas las entrevistas y reseñas que he leído estos días sobre el libro se centren en tu crítica al tecnoutopismo y apenas se haga referencia a las propuestas políticas que planteas, relacionadas con poner en valor y en el centro los cuidados.
Sí, en mis momentos narcisistas pienso que es sintomático de una sociedad alienada, en los realistas que es sintomático de lo mal que me explico. Desde luego, toda la primera parte del libro, que está dedicada al utopismo tecnológico, no es más que un largo ejemplo. Una manera de formular un conjunto de problemas que trato de analizar en la segunda parte, dedicada a los proyectos de emancipación política.
Leyendo la parte final del libro una se reconcilia con las miles de horas echadas en asambleas, reuniones, trabajo militante y muchos de los sinsabores de poner un proyecto colectivo en marcha. Creo que muchas veces no valoramos lo suficiente estos procesos de deliberación y construcción colectiva de pequeñas instituciones. En el libro pones el ejemplo de cómo la gestión comunal de un bosque o el caso concreto de la Wikipedia nos resultan mucho más “sexys” que la experiencia acumulada de proyectos cooperativos. ¿Por qué crees que sucede esto? ¿Cómo podemos poner en valor estos saberes acumulados?
A veces pienso que nos falta ambición. Por ejemplo, he colaborado en algunos medios de comunicación alternativos y he escuchado muchas veces decir “hay que conseguir hacer algo distinto de los medios mayoritarios”. Suelo responder: “No, hay que hacer algo mejor que los medios mayoritarios”. Creo que deberíamos aspirar a hacer cosas no sólo distintas de las que hay sino superiores desde cualquier punto de vista. No sólo sindicatos, escuelas, tiendas, periódicos o fábricas diferentes, sino más avanzados y eficaces.
Tu propuesta de partir del hecho de que somos seres vulnerables y dependientes y de poner las relaciones de cuidado en el centro de las propuestas emancipadoras tiene muchísimos puntos en común con el feminismo. Curiosamente, la única autora feminista a la que citas en ese apartado del libro es Simone de Beauvoir, con una declaración bastante desafortunada (“No se debería permitir a ninguna mujer que se quedara en casa para criar a sus hijos”), mientras que no se dice nada de que dentro de los movimientos emancipatorios quien sí ha tenido en cuenta la vulnerabilidad y el cuidado, y ha teorizado sobre él, ha sido el feminismo (desde luego que no todas sus corrientes, pero sí multitud de movimientos y autoras).
Sí, es injusto. Con Simone de Beauvoir en particular y con el feminismo en general. Y reconozco que es premeditado. El feminismo ha desarrollado una teoría de los cuidados con una solidísima base empírica y nos ha mostrado su potencia política. ¿Por qué no he reconocido esa deuda? Verás, hace algún tiempo leí una encuesta que describía las adscripciones ideológicas de los españoles. Me llamó la atención que había un porcentaje similar, en torno al cinco por ciento, de personas que se definían como feministas y como comunistas. Yo no me lo creo. No me creo que sólo el cinco por ciento de la gente esté a favor de la igualdad entre hombres y mujeres o entre los trabajadores. Creo que la mayoría tenemos esas convicciones igualitarias pero carecemos de un léxico político para expresarlas. El otro día en un parque veía a un padre jugando al fútbol con su hija pequeña, le estaba enseñando a chutar con efecto. El feminismo tiene mucho que decirle a ese padre y a esa niña, pero hablan dos idiomas diferentes. Y otro tanto les pasa al comunismo o al anarquismo. Digamos que he tanteado la posibilidad de una especie de esperanto político.
En libro citas a Walter Benjamin: “Marx dice que las revoluciones son la locomotora de la historia mundial. Pero tal vez se trata de algo por completo diferente. Tal vez las revoluciones son el manotazo hacia el freno de emergencia que da el género humano que viaja en el tren”. Por otro lado, en una entrevista con Salvador López Arnal sobre tu antología de El Capital, decías que el cambio social en el que estaba pensando Marx era razonablemente sosegado e institucional. ¿Cómo te imaginas tú un proceso revolucionario de estas características?
No es que me crea capaz de convencer a Emilio Botín de que se convierta en Tolstói y por las buenas queme en el jardín de su casa sus acciones y manumita a sus empleados. Lo que ocurre es que no me interesa nada la épica revolucionaria. Me da un poco igual si el asalto al Palacio de Invierno me pilla durmiendo la siesta. En cambio, me interesa mucho el día después. Quiero saber cómo va a ser el ministerio del Interior, y si habrá supermercados, y cómo elegiremos a los jueces, qué sistema fiscal tendremos y cómo nos desharemos de los coches… Necesito saber que estamos proponiendo algo más que deseos piadosos. Al final de Mars Attacks! el chaval protagonista da un discurso delante del Capitolio en ruinas y dice: bueno, ahora que vamos a empezar desde cero, tal vez podríamos plantearnos vivir en tipis. Yo creo que hay que rehacer muchas cosas, pero no me pienso ir a vivir a ningún tipi.
¿Crees que la PAH es un proyecto político que pone en práctica algunas de las cosas que planteas: no es sólo una red de grupos que paralizan desahucios sino una comunidad en la que las personas afectadas encuentran reconocimiento y apoyo?
Sí, sin duda. Hay una frase que se repite bastante: la PAH ha roto las barreras de las clases sociales. Entiendo lo que se quiere decir, pero me parece que es justamente al revés. Los movimientos como la PAH o Yo SÍ nos están mostrando que existen intereses compartidos por la clase trabajadora que van más allá de unos cuantos símbolos de estatus decadentes. Creo que Ignacio González se dio de bruces con esa nueva realidad cuando se encontró con un montón de gente del Barrio de Salamanca manifestándose en contra del cierre del Hospital de la Princesa. De alguna forma esos movimientos han hecho todo el camino de vuelta hasta los orígenes de las organizaciones de trabajadores y lo que han encontrado son procesos de apoyo mutuo.
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