¿QUÉ SE PUEDE ESPERAR DE 2010?

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Juan Torres
Es inevitable que al iniciarse un nuevo año nos preguntamos por lo que puede depararnos y parece evidente en ese sentido que lo que suceda en materia económica tendrá mucho que ver con el desarrollo de la crisis. Pero no es fácil establecer con seguridad lo que puede ocurrir en los próximos meses con una crisis que se manifestó con una contundencia devastadora y que, sin embargo, ha dado señales de ir amainando con rapidez para muchos inusitada.

En mi opinión, las claves para tratar de predecir el futuro económico inmediato se encuentran en el tipo de mal que ha afectado a la economía mundial y en lo que hasta ahora se ha hecho y se ha dejado de hacer para enfrentarlo. Lo que ha sucedido parece que está bien claro. Las desigualdades y la desregulación financiera crearon un caldo de cultivo que ha terminado por producir una bancarrota bancaria prácticamente generalizada, de la cual se derivó una letal escasez de financiación que frenó la actividad económica y destruyó millones de empleos en todo el mundo. Lo que se ha hecho frente a ello no ha sido poco, desde luego, pero está por ver si es suficiente.


La masiva intervención gubernamental en forma de nacionalizaciones bancarias y ayudas de todo tipo a los bancos, de gigantescas inyecciones de liquidez y de masivos planes de gasto público ha evitado lo que sin duda hubiera sido un colapso sin precedentes de la economía mundial y el inicio de una depresión de incalculables consecuencias.

Tan contundentes y amplias han sido esas medidas que, en un tiempo verdaderamente récord, muchas economías han vuelto a registrar tasas positivas de crecimiento o, al menos, han frenado su caída. Aunque eso no significa ni mucho menos que hayan entrado definitivamente en la senda de la recuperación.

La cuestión central de la que depende lo que ocurra en los próximos meses radica en saber si el efecto que han producido estas medidas será sostenido durante el tiempo suficiente para que la actividad se restaure tomando ritmo por sí misma y se recupere el empleo.

Puestos a aventurar escenarios se podría pensar que eso es lo que pueda ocurrir casi con toda seguridad en Estados Unidas, donde los programas de gasto son más potentes y donde tienen un lapso temporal más amplio. Pero que, por el contrario, podrían producirse problemas en Europa si predominan las tesis más fundamentalistas que ya han empezado a reclamar que se ponga fin al gasto extraordinario y se vuelvan a disciplinar los presupuestos públicos.

Pero, incluso a pesar de que las autoridades económicas europeas están mostrando mucho menor savoir faire frente a la crisis que las estadounidenses, lo más seguro es que la tozudez de los hechos les obligue a renunciar a sus continuas proclamas y que tengan que aceptar que los estados sigan apoyando con fuerza a sus economías. Una apresurada y errónea confianza en su fortaleza que llevara a poner trabas a este apoyo podría traer gravísimas consecuencias, sobre todo, para los países que, como señalaré enseguida, corren el riesgo de no poder seguir el cambio de tendencia de los más fuertes.

Pero si las intervenciones masivas han evitado el colapso y están permitiendo que las economías al menos mantengan el tipo, sería ingenuo creer que con ellas se han hecho desaparecer los factores de inestabilidad y riesgo sistémico que provocaron la crisis.

Hay que tener en cuenta, por el contrario, que no se han adoptado terapias que eran imprescindibles y que algunas de las medidas aplicadas tienen a la larga consecuencias claramente contraproducentes que quizá comiencen a manifestarse más pronto que tarde.

No se olvide, sobre todo, que el sistema financiero y bancario cuyo irracional y perverso modo de funcionamiento provocó la crisis no se ha reformado, y que, aunque ahora se esté operando con más obligadas cautelas, lo cierto es que no se han puesto en marcha mecanismos de supervisión y control acordes con el peligro potencial que todavía encierra el sistema.

En realidad, lo que ha provocado el principio de que había que actuar porque los bancos quebrados o que podían quebrar eran demasiado grandes para dejarlos caer es la consolidación de bancos aún más grandes pero, por tanto, mucho más peligrosos si, como está sucediendo, se les deja actuar bajo la misma lógica de los últimos años.

Téngase en cuenta, por ejemplo, que la regulación contable adoptada ha servido para disimular y no poner en claro la situación patrimonial real de los bancos (el Fondo Monetario Internacional estima que la mitad de los 3 billones de dólares de sus perdidas estimadas -más bien a la baja- no han sido aún reconocidas), que no se están frenando incipientes burbujas en diversos mercados y que, mientras que la economía sigue sin financiación bancaria, los bancos más potentes, como los grandes españoles, dedican miles de millones a especular y a comprar entidades, aumentando su dimensión y diversificando su balance para tratar simplemente de consolidar su poder de mercado.

No se puede descartar, por tanto, que haya brotes renovados de crisis bancarias a lo largo del año. Además, y aunque se han apuntado algunas líneas de actuación, no puede decirse que se hayan tomado medidas que supongan un avance sustancial en la reorientación del modelo productivo. En ningún caso, las que podrían suponer un freno a la financiarización de las economías y a la desigualdad crecientes. A la vista de cómo han evolucionado las bolsas y la gestión de los patrimonios, puede decirse más bien lo contrario: la crisis está sirviendo para que quienes se hacen ricos a través de la especulación financiera lo sean en aún mayor medida.

Por otro lado, las imprescindibles medidas de gasto que se han debido adoptar están provocando un incremento de la deuda global y de la liquidez que podrían ser materialmente indigeribles a corto y medio plazo si la economía productiva no se pusiera en funcionamiento rápidamente con la misma aceleración. A corto plazo, la deuda que se está generando es una buena fuente de ganancias para los ahorradores y la liquidez ingente agua de mayo para los financieros pero puede empezar a desbordarse si la producción real no responde enseguida. En ese caso, los bancos centrales comenzarán a elevar los tipos de interés (quizá este mismo año) poniendo de nuevo en jaque al capital productivo, pero si la situación prosiguiera solo una inflación galopante o un plan militar de inusitado alcance podrían echar abajo el soufflé que se está cocinando.

Finalmente, otras recesiones, incluso de menor intensidad que la actual, ya han puesto de manifiesto que el empleo se recupera con un considerable retardo respecto al crecimiento y que su efectos inmediatos y subsiguientes son de una gran desigualdad, de modo que casi con toda seguridad las economías (incluida la española) recuperarán solo muy lentamente las tasas de ocupación, si es que realmente llegan a mejorar este año, y verán aumentar la polarización social.

Pero posiblemente el peor problema que pudiera darse en 2010, además de que el ciclo tomara forma de W y volviera a ralentizarse el crecimiento, es que algunos países de las periferias, como Grecia o incluso España en la Unión Europea, no pudieran seguir la dinámica de recuperación y entrasen en depresión o vieran empeorar peligrosamente sus registros macroeconómicos, algo que posiblemente pueda o no descartarse a tenor de lo que ya haya sucedido y no se ha conocido aún en el último trimestre de 2009. Si esto se produjera, estaríamos ya hablando de un año con algo más que problemas económicos.

Juan Torres es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad de Sevilla.

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