Rosa María Artal. en 'El Periscopio'
Probablemente la más viva imagen de la felicidad exultante y embriagadora la dan en estos momentos en España Mariano Rajoy y Soraya Sáenz de Santamaría. Y a continuación el resto de los ministros, casi todos los pesos pesados del PP (siempre que no hayan sido defraudadas sus expectativas de cargo), incluso muchos de sus confiados votantes. En breve lloverán longanizas y el cinturón apretado en la yugular que ellos han propiciado será –dirán- por nuestro bien. Pues mire, mejor apriéteselo solo Vd. dado que ha sido su deseo.
Imagino que también son muy felices quienes abarrotan las tiendas y, entre ellos los que más, quienes asisten en ingente número desde que abrieron las puertas de los grandes supermercados al cocido de mariscos “in situ” a precio triple del habitual. A los puestos de carne y envasados con fuertes elevaciones del coste también. Al acarreo de carritos, bolsas repletas y colas. “Un día es un día”, derrochemos como si se acabara el mundo. Proporciona tanta felicidad.
Es todo tan bonito. La familia, los reencuentros. Los hay. No siempre. Leo consejos para no fastidiarla en nochebuena y el resto de las comidas festivas, vienen a decir que está prohibido hablar de nada que tenga alguna trascendencia. Pueden saltar chispas en caso contrario. Qué felicidad tan estupenda.
En la UE ha triunfado (gracias al desinterés general) un golpe neoliberal que desprecia los mecanismos democráticos, pero no son días de hablarlo. Tampoco del imparable ascenso de la ultraderecha en numerosos países europeos, de los cambios que se consuman en las Constituciones. Huele a fascismo que empacha. En España también. Los alevines de facha y algunos otros que dan peligrosamente la talla se muestran envalentonados con el triunfo electoral de quienes consideran sus afines. Aquí ya no se advierte ni siquiera felicidad, sino ese odio rancio acumulado en los genes y solidificado durante décadas.
Mientras escribo este texto suenan petardos en la calle, como si hubiera ganado un partido el Real Madrid. Siguen llegando emails al correo con trineos (extranjeros) que se mueven, portales de Belén, chistes decididamente racistas que envían las amigas talluditas (proliferan últimamente hasta el susto), buenos deseos en listas colectivas… de gente que sabes te detesta.
Lo primero que publiqué en mi vida, con 17 años y en un periódico desaparecido llamado Aragón Express –adonde me presenté con mi texto por la buenas-, fue un alegato contra la hipocresía de la navidad. En el diario me apodaron: la rompedora de tópicos. Ha llovido mucho desde entonces. Y va hacia diluvio que empapa, si no ahoga.
Y sin embargo la felicidad existe. El bienestar también. Y tienen poco que ver con crustáceos recién cocidos, ver la posibilidad de jorobar a alguien y demás ejemplos relatados. Salvo quizás el de pillar poder para hacer lo que uno quiere hacer, en donde cabe toda la gama de motivaciones desde la búsqueda del bien común… a todo lo que sabemos y padecemos. Quiero pensar que la diferencia de matiz algo debe influir en la calidad de alegría, pero sé de antemano que es un ingenuidad.
Tampoco me parece saludable creerse salvadores universales y abandonar amigos, familia, obligaciones, formas, para –amargados de la mañana a la noche- caer en el derrotismo de una tarea que desde la pequeñez no se puede abarcar. Ese espíritu casi religioso debe tener poco que ver con el verdadero altruismo y más con la incapaz de sentir reacciones auténticamente personales, de piel, de cercanía. Es una opinión, claro.
Somos pequeños, sí, vulnerables, cometemos errores, desfallecemos, nos levantamos, nos expandimos también, y volamos si se tercia. Más si un punto de apoyo despierta la fuerza y la ilusión. Usando la cabeza –y la memoria de la experiencia- sabemos que normalmente las cosas funcionan mejor en equipo. Todo. Hasta el amor.
La mayor parte del tiempo nos alimentamos, en cambio, de sentimientos sin base real. De “esperanza” por ejemplo, que según nos cuenta la RAE es ese “Estado del ánimo en el cual se nos presenta como posible lo que deseamos”. Incluso “Esperar, con poco fundamento, que se conseguirá lo deseado o pretendido”.
Si lo pienso llego al balance anual (creo que racionalmente eso son las navidades) con muchos más logros de los esperados –diría que hasta esplendorosos-, con nuevos afectos que son bienes raros de adquirir y por tanto mucho más valiosos, con mayores certezas. Buen punto de apoyo. Pero la verdad creo que aún serían mejores estas fechas (o cualquiera otras) si se reviviera ese milagro que lo es mientras dura y que lleva a decir por un hoy tal vez desconocido, una cosa así…
Imagino que también son muy felices quienes abarrotan las tiendas y, entre ellos los que más, quienes asisten en ingente número desde que abrieron las puertas de los grandes supermercados al cocido de mariscos “in situ” a precio triple del habitual. A los puestos de carne y envasados con fuertes elevaciones del coste también. Al acarreo de carritos, bolsas repletas y colas. “Un día es un día”, derrochemos como si se acabara el mundo. Proporciona tanta felicidad.
Es todo tan bonito. La familia, los reencuentros. Los hay. No siempre. Leo consejos para no fastidiarla en nochebuena y el resto de las comidas festivas, vienen a decir que está prohibido hablar de nada que tenga alguna trascendencia. Pueden saltar chispas en caso contrario. Qué felicidad tan estupenda.
En la UE ha triunfado (gracias al desinterés general) un golpe neoliberal que desprecia los mecanismos democráticos, pero no son días de hablarlo. Tampoco del imparable ascenso de la ultraderecha en numerosos países europeos, de los cambios que se consuman en las Constituciones. Huele a fascismo que empacha. En España también. Los alevines de facha y algunos otros que dan peligrosamente la talla se muestran envalentonados con el triunfo electoral de quienes consideran sus afines. Aquí ya no se advierte ni siquiera felicidad, sino ese odio rancio acumulado en los genes y solidificado durante décadas.
Mientras escribo este texto suenan petardos en la calle, como si hubiera ganado un partido el Real Madrid. Siguen llegando emails al correo con trineos (extranjeros) que se mueven, portales de Belén, chistes decididamente racistas que envían las amigas talluditas (proliferan últimamente hasta el susto), buenos deseos en listas colectivas… de gente que sabes te detesta.
Lo primero que publiqué en mi vida, con 17 años y en un periódico desaparecido llamado Aragón Express –adonde me presenté con mi texto por la buenas-, fue un alegato contra la hipocresía de la navidad. En el diario me apodaron: la rompedora de tópicos. Ha llovido mucho desde entonces. Y va hacia diluvio que empapa, si no ahoga.
Y sin embargo la felicidad existe. El bienestar también. Y tienen poco que ver con crustáceos recién cocidos, ver la posibilidad de jorobar a alguien y demás ejemplos relatados. Salvo quizás el de pillar poder para hacer lo que uno quiere hacer, en donde cabe toda la gama de motivaciones desde la búsqueda del bien común… a todo lo que sabemos y padecemos. Quiero pensar que la diferencia de matiz algo debe influir en la calidad de alegría, pero sé de antemano que es un ingenuidad.
Tampoco me parece saludable creerse salvadores universales y abandonar amigos, familia, obligaciones, formas, para –amargados de la mañana a la noche- caer en el derrotismo de una tarea que desde la pequeñez no se puede abarcar. Ese espíritu casi religioso debe tener poco que ver con el verdadero altruismo y más con la incapaz de sentir reacciones auténticamente personales, de piel, de cercanía. Es una opinión, claro.
Somos pequeños, sí, vulnerables, cometemos errores, desfallecemos, nos levantamos, nos expandimos también, y volamos si se tercia. Más si un punto de apoyo despierta la fuerza y la ilusión. Usando la cabeza –y la memoria de la experiencia- sabemos que normalmente las cosas funcionan mejor en equipo. Todo. Hasta el amor.
La mayor parte del tiempo nos alimentamos, en cambio, de sentimientos sin base real. De “esperanza” por ejemplo, que según nos cuenta la RAE es ese “Estado del ánimo en el cual se nos presenta como posible lo que deseamos”. Incluso “Esperar, con poco fundamento, que se conseguirá lo deseado o pretendido”.
Si lo pienso llego al balance anual (creo que racionalmente eso son las navidades) con muchos más logros de los esperados –diría que hasta esplendorosos-, con nuevos afectos que son bienes raros de adquirir y por tanto mucho más valiosos, con mayores certezas. Buen punto de apoyo. Pero la verdad creo que aún serían mejores estas fechas (o cualquiera otras) si se reviviera ese milagro que lo es mientras dura y que lleva a decir por un hoy tal vez desconocido, una cosa así…
0 comentarios:
Publicar un comentario