CAPITALISMO SÍ, PERO NO TANTO

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Augusto Klappenbach, en 'Público'
Ilustración de Mikel Casal


El título de este artículo resume la postura de buena parte de la socialdemocracia europea, que no adopta los dogmas de la ortodoxia neoliberal, pero tampoco plantea una crítica abierta al sistema económico vigente. La socialdemocracia ha aceptado los principios básicos del capitalismo reservando una parte de su gestión a los poderes públicos, que tratan de garantizar un nivel mínimo de bienestar a todos los sectores de la sociedad. En tiempos de prosperidad, como los que hemos pasado hace unos años, esta postura funciona. Cuando las arcas del Estado están llenas, la socialdemocracia es capaz de orientar una parte de los recursos al gasto social y gracias a ello hemos construido en algunos países de Europa un modesto Estado del bienestar que, si bien estaba lejos de alcanzar a toda la población, aseguraba al menos unos niveles aceptables de sanidad, educación, pensiones, cobertura del desempleo y otras necesidades básicas. Parecía entonces que la vieja idea liberal de la autorregulación de los mercados era aprovechable para un proyecto de fuerte contenido social.

Pero, en tiempos de crisis, las cosas cambian. Cuando los mercados financieros imponen a los gobiernos sus propias decisiones y exigen el desmantelamiento de ese Estado del bienestar, la socialdemocracia se ve en la disyuntiva de ceder ante sus exigencias o atenerse a previsibles y graves consecuencias. De tal modo que su política económica comienza a diferenciarse poco de la que defienden sus adversarios. Y en estas circunstancias, no resulta extraño que los votos que los llevaron al poder se dispersen en otras direcciones o vayan a la abstención.

Estamos en tiempos de refundaciones, al menos verbales. Creo que la única opción que le queda a la socialdemocracia, si quiere seguir teniendo un papel importante en la vida política –aunque no sea en el gobierno–, consiste en una verdadera refundación que no se limite a afirmar el repetido tópico de que ha fallado la comunicación con sus votantes. Esa refundación requiere comprender que esta crisis no se limita a un episodio transitorio pasado en el cual podrá repetirse la política de antaño, sino que revela una incompatibilidad radical entre el actual capitalismo financiero y la gestión democrática de la economía. El capitalismo ha entrado en una nueva etapa, que implica el protagonismo creciente de la especulación financiera y su dominio sobre la economía productiva. Y un partido que intenta situarse a la izquierda del mapa político debería tener entre sus prioridades la denuncia y la lucha contra esta situación y no sólo contra sus consecuencias. Los votantes pueden entender que cuando la socialdemocracia ha estado en el Gobierno haya tenido que hacer muchas concesiones al pensamiento de derechas que domina en Europa, pero a muchos les cuesta comprender el silencio que ha guardado ante esas imposiciones, silencio que puede confundirse con su aceptación voluntaria.

Quienes lo ignoramos todo sobre la ciencia económica –si es que tal cosa existe– conservamos, sin embargo, nuestro derecho a decidir el destino de la riqueza que producimos con nuestro trabajo. Y, sin conocer las complejas estrategias de la economía, sabemos que el capital financiero no es otra cosa que ese producto convenientemente despojado del recuerdo de su origen. Que ese capital se convierta en un arma manejada por gestores a quienes nadie ha elegido, se vuelva contra nosotros y nuestra respuesta no pueda ser otra que aplicar el mantra largamente repetido, incluso por gobiernos de izquierda, de “tranquilizar a los mercados”, excede nuestra capacidad de comprensión. No entendemos por qué ese capital financiero tiene derecho a imponer medidas económicas a los gobernantes, cambiar gobiernos y reformar nuestra Constitución. Y tampoco creemos que existan leyes inmutables que impidan que las finanzas sean dirigidas democráticamente convirtiéndose en un servicio público en lugar de estar en manos anónimas, porque aun cuando la gestión democrática no constituya ninguna garantía de éxito, al menos existirían rostros concretos a quienes pedir cuentas de su gestión.

Por supuesto que estas reflexiones entran en el peligroso terreno de la utopía. Pero hay que recordar que, si por algo se caracterizó históricamente la izquierda, fue por reivindicar el papel positivo que cumplen las utopías como ideas reguladoras, aunque algunos de sus intérpretes las hayan convertido en siniestros simulacros. Y si es verdad que no se puede pedir a los gobernantes socialdemócratas su materialización, sí se les debe exigir que denuncien claramente los caminos que se apartan de ellas. La actitud de muchos partidos socialdemócratas en la Europa actual, enredados en cuestiones técnicas y sin tiempo para marcar objetivos a largo plazo, es la mejor manera de perder su identidad junto con los votos que la acompañan.

Y como las utopías se resisten por definición a realizarse, al menos se pueden formular una serie de preguntas más concretas que los ignorantes de la economía nos hacemos continuamente. ¿Por qué no se orientan las propuestas socialdemócratas a combatir el fraude fiscal, los paraísos fiscales y la especulación financiera? ¿Por qué se ha eliminado la banca pública y se confía exclusivamente la gestión de las finanzas a los bancos privados? ¿Por qué no se han exigido a los bancos contrapartidas de tipo social a las ayudas que han recibido?

Quizás estas preguntas sean impertinentes en estos tiempos de hegemonía financiera. Pero si la socialdemocracia no es capaz de responderlas, corre el riesgo de quedarse sin nada que decir.

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