EL ESTADO IMPOTENTE

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Andrea Rizzi para 'El País'

La crisis financiera evidencia la creciente inadecuación de los poderes nacionales para gestionar los problemas globales - La política y los especuladores mantienen un pulso brutal

Un nuevo fantasma recorre Europa. Ya no es el comunismo, pero todas las fuerzas del viejo continente han vuelto a unirse en santa cruzada para acosar a un espectro, como hicieron en 1848 según la metáfora de Marx y Engels. El espectro esta vez son los mercados financieros; la degeneración de la actividad especulativa; la presunta capacidad de los especuladores para poner patas arriba a Estados miembros de la Unión Europea y hasta el mismísimo euro. "Manadas de lobos" hambrientos -según una definición del ministro de Finanzas sueco, Anders Borg- que representarían una amenaza existencial para los Estados del siglo XXI.

La imagen del pulso a vida o muerte entre política y especuladores ha conquistado el centro del debate público. La metáfora es populista. Pero en su raíz yace un desafío real para la autoridad de la institución-Estado en las sociedades contemporáneas, no solo en Europa: la fragilidad de los Gobiernos nacionales ante las embestidas de los cada vez mayores problemas globales.

Las fibrilaciones causadas por los mercados de capitales -desde Lehman Brothers hasta Atenas- son solo la imagen más actual de la debilidad de los Estados en la era global. La enésima instantánea de su inadecuación estructural para lidiar con desafíos transnacionales, que no son una novedad, pero que ahora se complican, extienden y multiplican. La dimensión estatal es impotente o ineficaz frente a ellos. Y la cooperación internacional parece incapaz de llenar ese vacío, como demuestra el estéril G-20 celebrado en Canadá.

"Es la paradoja de nuestro tiempo. La globalización ha creado enormes oportunidades e impulsado grandes avances. Pero frente a los graves desafíos transnacionales que esta también acarrea se yerguen las mismas maquinarias estatales. Estructuras que sustancialmente siguen respondiendo al diseño constitucional de los siglos XVI y XVII y que ya no son adecuadas al tiempo moderno. Esa brecha entre problemas globales y medios que han permanecido locales se amplía a ritmo de vértigo y es potencialmente peligrosa", dice en conversación telefónica David Held, politólogo de la London School of Economics que estudia este fenómeno desde hace años.

Numerosas facetas de esa inadecuación han aflorado en los últimos dos años.

En septiembre de 2008, la quiebra de Lehman Brothers estalló en las narices de los mercados financieros de medio mundo. El virus se había incubado en Estados Unidos, con un explosivo cóctel compuesto por el pinchazo de una burbuja inmobiliaria, una laxa regulación de las actividades especulativas, una benevolente política monetaria y una imprudente política de concesión de hipotecas. Pese a que las causas fueran locales, los efectos se propagaron repentinamente a escala global, incluso en países con legislaciones más estrictas y bancos más prudentes.

Meses después, el 1 de enero de 2009, una disputa bilateral sobre impagos de facturas de gas llevó a Rusia a cortar el grifo del suministro a Ucrania. De paso, una veintena de países europeos se quedaron desabastecidos. Una crisis bilateral dejó a decenas de millones de personas de países terceros expuestas al rigor de los inviernos del este de Europa. Los Gobiernos nacionales asistieron impotentes al tremendo espectáculo, emitiendo frustrados gritos de protesta. El suministro fue reanudado tres semanas después.

En diciembre del mismo año, la cumbre contra el cambio climático celebrada en Copenhague acabó en un desolador fracaso. La voluntad de muchos Estados de reducir sus emisiones apareció tristemente estéril frente a la negativa de grandes potencias contaminantes. Por muy grande que sea el esfuerzo medioambiental de una sociedad, sus ciudadanos no se salvarán de las consecuencias del desinterés de otras.

La lista podría seguir, por ejemplo anotando la dificultad de perseguir organizaciones criminales cada vez más internacionalizadas o prevenir el riesgo de pandemias, hoy multiplicado por la espectacular mejora de los medios de transporte.

Una avalancha de asuntos incontrolables a nivel nacional amenaza la estabilidad de los Estados. En los nichos escasa o nulamente controlados se cargan gigantescas bombas de relojería. El mercado de los derivados sigue valiendo hoy unos 600 billones de dólares. Diez veces el PIB anual del mundo entero. Más de 100 veces el presupuesto de EE UU. Disciplinarlo rigurosamente en una jurisdicción es inútil si en la de al lado no se hace lo mismo.

Así, la magnitud y la interconexión de las corrientes fuerza la mirada al único dique proporcionado: las instituciones y la cooperación internacional. ¿Son al menos ellas adecuadas a nuestro tiempo?

"El orden internacional vigente, que es el de 1945, es crecientemente anacrónico y no es ni representativo del equilibrio de fuerzas actuales ni adecuado para la realidad moderna", opina Held.

"La quiebra de Lehman fue un momento definitorio", argumenta desde Washington Domenico Lombardi, analista de Brookings Institution, especializado en el estudio de las instituciones internacionales del sector económico. "La crisis de un subsector del sistema financiero estadounidense estuvo a punto de cargarse entero el sector financiero mundial. Eso creó una sensación de urgencia. Se decidió cooperar más, entregando al G-20 la corona de foro principal. Los incentivos a la cooperación internacional eran muy fuertes. Pero ya hoy la situación es distinta. Pese a las turbulencias en la zona euro, la posibilidad de un derrumbe del sistema financiero se ha alejado. El proceso se ha frenado. La paradoja, sin embargo, es que si no se actúa con inteligencia, en la próxima embestida puede haber un colapso sistémico", dice Lombardi.

El filósofo alemán Jürgen Habermas incidió en un reciente escrito precisamente en la falta de voluntad política. "Las buenas intenciones [para una nueva regulación financiera] fracasan no tanto por la complejidad de los mercados como por la pusilanimidad de los Gobiernos nacionales. Fracasan por una apresurada renuncia a una cooperación internacional que se ponga como fin el desarrollo de las capacidades de actuación política de las que carecen... y ello en todo el mundo, en la UE, y en primerísimo lugar dentro de la zona euro".

Un Estado, solo, no puede resolver ciertos problemas. El drama es que incluso los esfuerzos de grandes bloques regionales pueden ser tumbados por la laxitud o el legítimo interés contrapuesto de otros actores. La buena voluntad de UE en la cumbre contra el cambio climático no sirvió de nada por el rechazo a colaborar de otras potencias. En el G-20, el acuerdo de Europa y EE UU fue insuficiente para establecer impuestos al sector bancario.

"Está claro que en temas como la regulación financiera, el cambio climático o la lucha contra el crimen organizado, el Estado nación se ve sobrepasado por la escala de los problemas", considera Jordi Vaquer i Fanés, director de la Fundación Centro de Estudios y Documentación Internacionales de Barcelona. "Sin embargo, no creo que sea necesariamente sinónimo de debilitamiento del Estado nación. La escala de los problemas crea dificultades a los Gobiernos, los obliga a una compleja cooperación internacional, pero su fuerza relativa en comparación con otros actores no ha disminuido. Los bancos han tenido que pedir ayuda a los Estados".

Si la supremacía de la institución Estado puede que no esté en juego, sí lo está su efectividad, la amplitud de su capacidad de respuesta y por ende su autoridad.

"Los problemas internacionales no son una novedad. Lo que ha cambiado es la tecnología, que impone al mundo una nueva velocidad", reflexiona Ignacio Urquizu, profesor de sociología de la Universidad Complutense. "Las instituciones deben adaptarse a esa nueva velocidad. Está claro que el diseño institucional es ineficiente. Sin embargo, yo creo, el problema esencial es la falta de liderazgo. El gran salto adelante de la UE está indisolublemente vinculado a Jacques Delors; el carisma de John Kennedy cambió a EE UU. La cuestión no es solo el diseño constitucional, sino el liderazgo político".

El rapidísimo cambio en la relación de fuerzas internacionales -"más rápido que nunca en la historia", observa Held- complica las cosas, porque dificulta los acuerdos internacionales que pueden dar efectividad a las políticas gubernamentales.

Pese a todo, el cuadro también tiene otras tintas. Muchos observadores subrayan que, entre titubeos y dificultades, se gestan movimientos revolucionarios. La UE ha instituido un fondo de estabilización común por un valor de 500.000 millones de euros, algo que no solo no estaba previsto en el Tratado de Lisboa, sino que, en cierto sentido, lo contradice. Nuevas competencias comunes parecen poder tomar cuerpo bajo el impulso de la crisis. La UE es, en sí misma, el símbolo de que una respuesta internacionalista a las crisis no es siempre una utopía. Puede volver a demostrarlo.

A la vez, a escala global, el ocaso del G-8 en favor del G-20 es un movimiento histórico. "La elevación del G-20 a foro intergubernamental principal en el sector económico-financiero tiene el gran mérito de involucrar en el puente de mando a los países emergentes, lo que ya era ineludible", observa Lombardi.

Andrew Hilton, director del Centre for the Study of Financial Innovation, señala que el G-20 será inexorablemente frenado por la profunda heterogeneidad -y, a menudo, conflictividad- de los intereses de sus miembros. Ello, sin embargo, no impide un paulatino proceso de convergencia de las regulaciones. "El 80% de la regulación financiera de la City de Londres procede de Bruselas", dice Hilton. "No es cierto que haya 27 regulaciones financieras en la UE y otras 160 en el mundo", indica el analista. Los grandes bloques económicos acaban ejerciendo una pragmática fuerza estandardizadora.

Aunque la estabilidad financiera monopoliza la atención, el desafío es sistémico. "Nos enfrentamos a una alternativa clara", dice Held. "Podemos reformar y desarrollar las instituciones de 1945. O dejar que caigan en ruinas".

La tarea de adaptación parece titánica y utópica. Lo es. ¿Pero quién habría imaginado en 1939 que solo 40 años después los europeos elegirían por sufragio universal a sus representantes en un Parlamento transnacional dotado de poderes reales?

En 1944-45, el mundo reaccionó al espanto de la II Guerra Mundial con un extraordinario florecer de instituciones internacionales concebidas para prevenir recaídas. La ONU, el FMI, el precursor del Banco Mundial fueron creados, entre otros organismos, en aquel entonces; el núcleo de lo que sería la UE nació poco después, sobre la base del mismo anhelo. Ese esfuerzo de arquitectura institucional reflejó nuevos equilibrios de poder y contribuyó decisivamente a que la segunda mitad del siglo XX fuese más pacífica y próspera que la primera.

Algo similar podría ser necesario de nuevo. Proyectos e ideas reformadoras abundan. Held, por ejemplo, propone la constitución de un Consejo de Seguridad para Asuntos Sociales y Económicos y apoya la iniciativa para la institución de una Asamblea Parlamentaria de la ONU. Lombardi insiste en la necesidad de reformar las instituciones existentes para que reflejen los nuevos equilibrios de poder, y de elevar sus credenciales democráticas aumentando la capacidad de escrutinio de sus actuaciones (laaccountability).

Los proyectos abundan, en instituciones, think tanks, facultades. Las semillas de muchas ideas están siendo sembradas. ¿Tendrá que ser una vez más la violencia la que imponga su florecer?

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