EL FIN DEL NEOLIBERALISMO

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"No tuvimos elección: era socialismo o muerte". © Chappatte en "NZZ am Sonntag" (Zurich)

Samuel, en Quilombo

Desde la última debacle en Wall Street muchos ironizan sobre el hecho de que en el paraíso del libre mercado se haya producido una intervención masiva del gobierno estadounidense para evitar el colapso del sistema financiero. Buena parte de lo que se ha escrito muestra dos cosas: la pervivencia de un mito muy arraigado pero falso, que el capital es hostil al Estado; y una confusión enorme en el uso de conceptos como capitalismo, liberalismo o mercado.

En realidad, el capitalismo nunca hubiera podido desarrollarse sin la paralela formación del Estado moderno. Si el mercado y el comercio es común a casi todas las sociedades humanas desde hace mucho tiempo, la obsesión por acumular capital indefinidamente extrayendo valor del trabajo colectivo es reciente y data de unos pocos siglos, y en esta tarea el apoyo gubernamental ha sido fundamental. El mercado, en la versión idealizada de los liberales que han leído a Adam Smith como les ha parecido, es enemigo del beneficio. Los empresarios quieren un mercado donde vender sus productos, pero nunca que éste sea enteramente libre, es decir, que cualquiera pueda entrar a competir por una parte del pastel. Siguiendo el adagio conservador, libertad sí, pero sin libertinaje.

La mejor manera de posicionarse en un mercado es disponiendo de algún privilegio o ventaja en comparación con sus competidores, y el papel del Estado es decisivo. De ahí la importancia de la intervención estatal no ya en la regulación del mercado sino en la propia configuración del mismo, incluyendo la definición y defensa del derecho de propiedad (al fin y al cabo el mercado es una creación jurídica, y el Estado moderno además de apropiarse del uso de la violencia también se arrogó el monopolio de la producción de derecho). Del Estado depende la creación de monopolios o, más frecuentemente, de oligopolios o cuasi-monopolios. Un ejemplo de actualidad es el privilegio cuasi-monopólico que otorga las patentes.

El papel del Estado en su versión keynesiana (Estado del bienestar) también ha sido decisivo en la consolidación del sistema salarial y del mercado laboral, remunerando el trabajo de manera indirecta y aliviando la coerción salarial mediante prestaciones sociales como la gratuidad de la educación o de la sanidad. Beneficiando de paso al empresario (externalidades positivas), lo que facilitó la generalización progresiva del sistema salarial según una dinámica basada inicialmente en la hegemonía del empleo masculino, del obrero de la gran industria que aseguraba mediante su salario (directo e indirecto) la reproducción de la familia.

El neoliberalismo es otra cosa. Es la ideología que justificó la contrarrevolución monetarista iniciada en 1979-1982, del mismo modo que el keynesianismo fue la corriente de pensamiento económico que permitió consolidar el capitalismo industrial fordista.

El objetivo de la contrarrevolución neliberal fue contrarrestar la caída en la tasa de beneficio tras el fin de la paridad del dólar con el oro en 1971 y la crisis de hegemonía del principal agente estatal del sistema internacional - Estados Unidos-, en ambos casos como consecuencia de la presión del movimiento obrero y estudiantil en los países más industrializados y por las revueltas nacionalistas en el Sur. Para ello se promovieron elevados tipos de interés, privatizaciones, deslocalizaciones, la liberalización de los movimientos de capitales, la conversión de la deuda de los países del Tercer Mundo en deuda privada, planes de ajuste estructural, etc. Los neoliberales pretendieron encauzar en favor del capital las transformaciones en el modo de producción, en eso que se ha venido a llamar la transición del fordismo al posfordismo, o del capitalismo industrial a al capitalismo postindustrial o cognitivo.

El peso que en estas últimas décadas ha adquirido el sistema financierotambién ha llevado a otra confusión: la separación entre la esfera productiva, llamada erróneamente "economía real", y la esfera de las finanzas. Sin embargo, bajo el capitalismo ambas esferas son indisociables, y como recuerda Giovanni Arrighi las expansiones financieras no son algo nuevo: desde la Florencia renacentista hasta la era neoliberal tales expansiones se han producido en momentos en que las organizaciones capitalistas hegemónicas tienden a retirar una proporción creciente de sus flujos de caja del comercio y la producción y reorientan sus actividades al crédito y la especulación. Suelen coincidir con el momento en que los centros de acumulación hegemónicos cosechan los beneficios de su liderazgo y, al mismo tiempo, comienzan a ser desplazados en su dominio del capitalismo mundial por un nuevo liderazgo. Según Arrighi, no habría en este sentido nada nuevo bajo el sol. Sin embargo, no parece tener muy en cuenta la transformación antes citada del modo de producción, el paso de un capitalismo industrial a uno cognitivo, en el que las finanzas sí que habrían adquirido un nuevo papel de medición y control del valor.

La contrarrevolución monetaria de la era Thatcher-Reagan, con su énfasis en el mercado y las finanzas, propio de la era neoliberal, logró arrasar los bastiones de conflictividad obrera y las estructuras sindicales de la era fordista. Uno de los métodos empleados, junto con las reformas del mercado laboral, fue la lucha contra la socialización de la vivienda estimulada con las ayudas públicas mediante programas de acceso a la propiedad inmobiliaria, origen de la actual crisis. Para ello fue necesario producir una oferta de crédito que no tuviera demasiado en cuenta los ingresos de los deudores y ampliar los plazos de amortización a treinta o cuarenta años. Y las refinanciaciones permitieron aliviar durante un tiempo el riesgo con toda una ingeniería financiera que ahora acaba de colapsar. Nuestros neoliberales se acaban de encontrar con el viejo Keynes, cuando decía aquello de "si usted le debe a su banco 100 libras esterlinas, tiene un problema. Pero si le debe un millón, el problema es del banco." Un buen momento para replantear la cuestión del acceso a la vivienda desde una perspectiva pública.

La actual crisis crediticia no es sino uno de los síntomas que nos muestran que la era neoliberal ha llegado a su fin. Otros síntomas son: el fin del papel que tenía el dólar estadounidense como divisa de reserva para el mundo, lo cual hace muy difícil continuar la política de superendeudamiento del gobierno de Estados Unidos y de sus consumidores; la crisis de las instituciones globales como el FMI, el Banco Mundial o la OMC; la parálisis europea; la reorientación sistémica en Asia oriental; la evolución política latinoamericana; el regreso a un alto grado de proteccionismo, como atestigua fracaso de la Ronda de Doha; la adquisición estatal generalizada de las empresas que fracasan y la implementación de medidas neokeynesianas, tal vez a escala global como se está reclamando ahora; y el retorno a políticas redistributivas, aunque puntuales y condicionadas (no universales), complementadas con un populismo xenófobo.

El fin de la era neoliberal no significa que elementos de la ideología pervivan y se reformulen (baste recordar la extraña deriva de los autoproclamados liberales en España), como sucede con ciertas concepciones keynesianas. Tampoco significa, al menos de momento, el fin del capitalismo, sino el paso a nuevas formas de governance del mismo que por ahora cuesta etiquetar pero que muestra tendencias no menos inquietantes: el populismo xenófobo vinculado al control de las migraciones; el reforzamiento del control social y el ataque frontal generalizado a las libertades y derechos cívicos, del mismo modo en que el neoliberalismo se cebó en los derechos sociales; la guerra por el control de los bienes comunes, las materias primas y en general por el control de la vida (agronegocio, petróleo, minería, ¿desplazamiento financiero a unaburbuja verde?).

Los movimientos sociales deberán tener en cuenta la nueva situación. Sería un grave error pensar que una crisis bursátil, o el fin de determinadas hegemonías y dogmas, nos lleva automáticamente a un mundo más justo y democrático. El caos sistémico actual puede conducir a otros mundos posibles, pero no necesariamente mejores.

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