Cómo funciona el experimento social y económico que sorprende a los ingleses y gana cada vez más adeptos con una fórmula sencilla, que plantea una pequeña revolución en el negocio de la comida: llevar los ideales del “comercio justo” a la alimentación de todos los días, bajar los precios y, en nombre de la ética y la sustentabilidad, no descartar nada
Son las seis de la tarde y Michaella, una británica de 55 años, entra a un mini-mercado ubicado en el centro de Londres, tras nueve horas de trabajo en la oficina, con una misión.
Empieza organizando las siete góndolas que forman el negocio, mueve latas de tomate orgánico para que las etiquetas queden hacia adelante, acomoda paquetes de café de comercio justo para que la góndola no se vea vacía, chequea que cada producto corresponda a la etiqueta del precio, pasa por cada una de las cuatro heladeras y reacomoda filas de quesos, fiambres, leches.
“Debería tener siempre conmigo un anotador para ir escribiendo todo lo que hace falta hacer”, dice, experta, aunque es la segunda vez que pisa el recinto.
Michaella no trabaja en este supermercado. Mejor dicho, no cobra por las cuatro horas que pasa aquí cada mes como voluntaria, “haciendo lo que haga falta hacer,” como ella misma explica.
Es que Michaella es una de las accionistas de esta empresa que no es, en realidad, una empresa, sino parte de un experimento social que comenzó en uno de los barrios más exclusivos de Londres y está dando que hablar en todo el país.
El “Supermercado de la Gente”, como lo bautizaron sus fundadores -el chef Arthur Potts Dawsony y la empresaria Kate Wickes-Bull- es un negocio que no pretende hacer negocio. La idea, explican, es crear un espacio donde la gente pueda comprar productos éticos a bajo precio. Una empresa que pueda competir con los hipermercados que han copado la industria de la alimentación británica y, según los activistas, la han convertido en una oscura actividad donde la forma de vida de los productores y el bienestar del medio ambiente siempre están en segundo plano.
La lógica es simple: comprar de los productores aquello que los supermercados descartan por no cumplir con estrictas reglas cosméticas, tomar todas las decisiones en asamblea y usar voluntarios para bajar gastos de funcionamiento.
“Lo que hicimos fue dar comienzo a un movimiento a través del cual la gente comenzó a preguntarse cómo funciona la industria de la comida, cuál es el trato que tienen con sus productores, sus clientes y sus empleados”, dice Kate Wickes-Bull a Enfoques.
“Necesitamos a alguien para el turno 18:00 – 21:00, aunque es el más difícil por la cantidad de gente, es el más interesante,” dice el e-mail que llega de Kyoko Hoda, coordinadora de voluntarios.
Llego al lugar quince minutos antes de la hora indicada. A primera vista, el Supermercado de la Gente poco tiene que envidiarle a un “negocio comercial”, como los llaman sus dueños, para diferenciarse de algunos de los cuatro hipermercados que copan la zona y brindan una competencia que casi los fuerza a la quiebra en varias oportunidades.
Apoyados frente a los ventanales de vidrio, cajas de fruta orgánica, flores, carteles que anuncian eventos del tipo “aprende a cocinar con los restos de la cena de anoche” e invitan a ser dueños de una parte de todo esto, de tomar decisiones por las 25 libras al año que cuesta ser miembro.
Dentro del local, unas cinco personas con remeras amarillas se reparten entre las tres cajas, siete góndolas y la cocina donde funciona una mini rotisería que produce a base de frutas y verduras que están a punto de tirarse: ésa es la obsesión de su chef fundador, nada se tira, todo se recicla.
Entro con un nombre anotado en un papel. La mitad de la gente a quien pregunto no sabe de quién estoy hablando. “Probá abajo”, dice el chef de la “Cocina de la gente”, mientras revuelve un risoto de hongos que se cocina en una olla enorme y al que apoda “risotto de todo”, que más tarde probará ser muy popular entre los clientes de la noche.
“Abajo” es donde todo ocurre. El alma y cerebro de todo esto. Y es un caos. Allí es donde tienen lugar las asambleas mensuales, donde los miembros-accionistas deciden qué comprar y en qué cantidades, qué tipo de eventos especiales organizar y, en general, el futuro de la corporación ética.
Una docena de voluntarios trabaja entre sillas y sillones que no dejan lugar para el paso, paquetes gigantes de papel higiénico y rollos de cocina, cajas sin identificación y la despensa, que permanece detrás de rejas, pero casi vacía. Es que ése es uno de los secretos para ofrecer precios bajos, y competitivos: comprar poca mercadería, invertir poco, buscar un margen de ganancia mínimo pero que permita sobrevivir.
Veo mi nombre anotado en la pared, junto a otros 30, organizados en calendarios, por semana: semana uno, semana dos, semana tres. Nombre, hora, responsabilidad (despensa, caja, administración, depósito).
“¡Bienvenida!”, dice Kyoko y sin mucho más me da una remera amarilla de las que llevan los voluntarios de piso: “Staff del Supermercado de la Gente”. Ya soy parte de esta aventura de comercio comunitario en el país donde nació la revolución industrial.
“Anda con Olly que te va a explicar qué hacer”, sigue, a modo de introducción, y eso es todo.
Olly me manda a chequear góndolas, revisar precios, organizar una heladera apodada “La heladera de la gente” y repleta de cajitas de rotisería (de cartón reciclable, por supuesto) con risottos, guisos y sopas hechos en el mismo local con restos de comida.
Mi compañera de turno, Michaella, acomoda estantes, imprime tickets, escribe ideas. “La mayor parte del tiempo no sé bien qué tengo que hacer, voy inventando”, dice con tono de reproche. Su frustración muestra otra de las características únicas de este lugar: cada uno hace lo que quiere, le pone su toque a lo que hizo otro. Las reglas son generales, pero cada voluntario sabe que éste es su propio negocio y que, si no trabajan, no funcionará.
“Si no lo hago yo, no puedo confiar en que otro lo haga, acá hay que tener iniciativa”, explica la inglesa mientras lleva dos paquetes de rollos de papel higiénico en cada mano.
Los oficinistas comienzan a copar el pequeño local, y con ellos llegan las preguntas y los comentarios. “¿Cómo que hay un solo tipo de queso crema?”. “¡Qué caro está el café!”. “¿Tienen bolsas de basura?”
“Inventa, y lo que no sepas, pregunta, todos estamos aprendiendo de la experiencia”, me aconsejan. En poco menos de dos horas me dan lo equivalente a un aumento. Me trasladan a las cajas, el espacio más codiciado entre los voluntarios. Allí está la oportunidad de hablar con el público, vender la organización, responder preguntas, hacer miembros.
“¿No cobras?”
La caja es la línea de fuego. Me explican en pocos minutos el funcionamiento del sistema, que es mucho más que apretar botones y escanear paquetes. En la caja hay reglas: nada de celulares, ni fumar, ni fiar, ni atender a familiares ni amigos (aunque nadie puede explicarme la lógica o razón de esta última regla).
“Acordate de preguntar si traen su propia bolsa, si quieren el ticket y si son miembros, para darles el descuento”, dice Olly, apurado. “Listo, ya podés empezar entonces”, dice mientras llama a la mitad de la gente que hace fila en la caja de al lado.
En pocos minutos, comienzo a sentir la presión. La gente que quiere comprar rápido, bonito y barato, como en el hipermercado pero con la conciencia limpia. Los que quieren cambio en monedas, siempre. Aquellos que compran y se arrepienten. Mi compañero (y coaccionista) me mira cada vez que me equivoco, y se ríe. “¿No cobras? ¿Entonces por qué haces esto?”, pregunta un trajeado de unos 40 años. “Por la causa”, improviso.
Aquí está todo calculado. En el caos organizado todo tiene su razón de ser. Las bolsitas se cobran, para que la gente se acostumbre a reciclar. Si no quieren ticket, no se desperdicia papel. Si son miembros, obtienen un 10 por ciento de descuento.
Comida ética
El Supermercado de la Gente es el más reciente ejemplo de una ola de proyectos que están desarrollándose en cada rincón del Reino Unido bajo la bandera de la alimentación sana, ética y sustentable. Pequeños agricultores independientes que no comercializan con hipermercados, chefs famosos que promocionan la idea de huertas urbanas, activistas anti sistema y freegans son algunos que los miles de británicos que están convencidos en que el bienestar social, económico y medioambiental del país depende de la relación que tenemos con la comida.
Lo que argumentan es que la cadena que existe entre el pequeño productor y el destino final de un alimento está inundada de problemas. Hablan del uso de pesticidas, del abuso de los hipermercados que compran productos por precios ínfimos, del descarte masivo de frutas y verduras que no cumplen con las estrictas reglas de apariencia, del sistema arbitrario de fechas de caducidad que obliga a los hipermercados a tirar toneladas a comida en buen estado y de la falta de cultura social que causa que los consumidores hagan lo mismo.
El Supermercado de la Gente dice resolver muchos de esos problemas.
La idea surgió de una cooperativa en Brooklyn, Estados Unidos, que ha estado en el mercado por 13 años y hoy cuenta con 14.000 miembros que se benefician de productos de excelente calidad a precios bajos.
“Tenemos un modelo que es lo suficientemente flexible para que se replique en otros países. Si la gente quiere que funcione, funcionará, y esa es la lección que aprendimos. No podemos creer que todavía existimos y este año hemos generado un millón de libras esterlinas”, dice Kate.
El torrente de clientes que cruza la puerta es constante. “Al principio me costaba estar acá todo el día y ahora no veo la hora de venir”, comenta Hugo, mi compañero de caja, uno de los 13 miembros de staff permanente, y pago, del lugar.
Hugo es, además, parte del aspecto social del Supermercado de la Gente. Es que la cooperativa sólo contrata individuos con poca experiencia, generalmente sin estudios y con dificultades para conseguir empleo. La idea es ayudarlos, capacitarlos.
A las 20:45 quedamos tres personas en el lugar: el encargado de la noche y dos voluntarios. Con el último resto de energía lavamos el piso, entramos los carteles y cajones de fruta, hacemos la caja y cerramos la persiana.
Hay que dejar todo listo para mañana, cuando todo comenzará nuevamente, pero con un grupo completamente nuevo de voluntarios, o mejor dicho, accionistas.
DATOS Y CIFRAS
Las mil millones de personas desnutridas en el mundo podrían salvarse con menos de un cuarto de la comida que se desperdicia en EE.UU y Europa, según Tristam Stuart, autor británico especializado en alimentación y medio ambiente.
El 10% de las emisiones de gases de los países ricos es generado por la producción de comida que nunca es consumida.
EE.UU. y Europa tienen el doble de comida de la que nutricionalmente necesitan para todos sus habitantes.
La mitad de la comida que se produce se desperdicia entre la granja y el tenedor.
Entre el 40 y el 60% del pescado que se atrapa en Europa se tira, sea porque su tamaño no es el “correcto” o porque la cantidad supera la permitida por la UE.
Entre el 20 y 40% de las frutas y verduras que se cultivan en el Reino Unido se tira antes que llegue a los negocios, principalmente porque no cumple con las reglas cosméticas de los supermercados.
Olly me manda a chequear góndolas, revisar precios, organizar una heladera apodada “La heladera de la gente” y repleta de cajitas de rotisería (de cartón reciclable, por supuesto) con risottos, guisos y sopas hechos en el mismo local con restos de comida.
Mi compañera de turno, Michaella, acomoda estantes, imprime tickets, escribe ideas. “La mayor parte del tiempo no sé bien qué tengo que hacer, voy inventando”, dice con tono de reproche. Su frustración muestra otra de las características únicas de este lugar: cada uno hace lo que quiere, le pone su toque a lo que hizo otro. Las reglas son generales, pero cada voluntario sabe que éste es su propio negocio y que, si no trabajan, no funcionará.
“Si no lo hago yo, no puedo confiar en que otro lo haga, acá hay que tener iniciativa”, explica la inglesa mientras lleva dos paquetes de rollos de papel higiénico en cada mano.
Los oficinistas comienzan a copar el pequeño local, y con ellos llegan las preguntas y los comentarios. “¿Cómo que hay un solo tipo de queso crema?”. “¡Qué caro está el café!”. “¿Tienen bolsas de basura?”
“Inventa, y lo que no sepas, pregunta, todos estamos aprendiendo de la experiencia”, me aconsejan. En poco menos de dos horas me dan lo equivalente a un aumento. Me trasladan a las cajas, el espacio más codiciado entre los voluntarios. Allí está la oportunidad de hablar con el público, vender la organización, responder preguntas, hacer miembros.
“¿No cobras?”
La caja es la línea de fuego. Me explican en pocos minutos el funcionamiento del sistema, que es mucho más que apretar botones y escanear paquetes. En la caja hay reglas: nada de celulares, ni fumar, ni fiar, ni atender a familiares ni amigos (aunque nadie puede explicarme la lógica o razón de esta última regla).
“Acordate de preguntar si traen su propia bolsa, si quieren el ticket y si son miembros, para darles el descuento”, dice Olly, apurado. “Listo, ya podés empezar entonces”, dice mientras llama a la mitad de la gente que hace fila en la caja de al lado.
En pocos minutos, comienzo a sentir la presión. La gente que quiere comprar rápido, bonito y barato, como en el hipermercado pero con la conciencia limpia. Los que quieren cambio en monedas, siempre. Aquellos que compran y se arrepienten. Mi compañero (y coaccionista) me mira cada vez que me equivoco, y se ríe. “¿No cobras? ¿Entonces por qué haces esto?”, pregunta un trajeado de unos 40 años. “Por la causa”, improviso.
Aquí está todo calculado. En el caos organizado todo tiene su razón de ser. Las bolsitas se cobran, para que la gente se acostumbre a reciclar. Si no quieren ticket, no se desperdicia papel. Si son miembros, obtienen un 10 por ciento de descuento.
Comida ética
El Supermercado de la Gente es el más reciente ejemplo de una ola de proyectos que están desarrollándose en cada rincón del Reino Unido bajo la bandera de la alimentación sana, ética y sustentable. Pequeños agricultores independientes que no comercializan con hipermercados, chefs famosos que promocionan la idea de huertas urbanas, activistas anti sistema y freegans son algunos que los miles de británicos que están convencidos en que el bienestar social, económico y medioambiental del país depende de la relación que tenemos con la comida.
Lo que argumentan es que la cadena que existe entre el pequeño productor y el destino final de un alimento está inundada de problemas. Hablan del uso de pesticidas, del abuso de los hipermercados que compran productos por precios ínfimos, del descarte masivo de frutas y verduras que no cumplen con las estrictas reglas de apariencia, del sistema arbitrario de fechas de caducidad que obliga a los hipermercados a tirar toneladas a comida en buen estado y de la falta de cultura social que causa que los consumidores hagan lo mismo.
El Supermercado de la Gente dice resolver muchos de esos problemas.
La idea surgió de una cooperativa en Brooklyn, Estados Unidos, que ha estado en el mercado por 13 años y hoy cuenta con 14.000 miembros que se benefician de productos de excelente calidad a precios bajos.
“Tenemos un modelo que es lo suficientemente flexible para que se replique en otros países. Si la gente quiere que funcione, funcionará, y esa es la lección que aprendimos. No podemos creer que todavía existimos y este año hemos generado un millón de libras esterlinas”, dice Kate.
El torrente de clientes que cruza la puerta es constante. “Al principio me costaba estar acá todo el día y ahora no veo la hora de venir”, comenta Hugo, mi compañero de caja, uno de los 13 miembros de staff permanente, y pago, del lugar.
Hugo es, además, parte del aspecto social del Supermercado de la Gente. Es que la cooperativa sólo contrata individuos con poca experiencia, generalmente sin estudios y con dificultades para conseguir empleo. La idea es ayudarlos, capacitarlos.
A las 20:45 quedamos tres personas en el lugar: el encargado de la noche y dos voluntarios. Con el último resto de energía lavamos el piso, entramos los carteles y cajones de fruta, hacemos la caja y cerramos la persiana.
Hay que dejar todo listo para mañana, cuando todo comenzará nuevamente, pero con un grupo completamente nuevo de voluntarios, o mejor dicho, accionistas.
DATOS Y CIFRAS
Las mil millones de personas desnutridas en el mundo podrían salvarse con menos de un cuarto de la comida que se desperdicia en EE.UU y Europa, según Tristam Stuart, autor británico especializado en alimentación y medio ambiente.
El 10% de las emisiones de gases de los países ricos es generado por la producción de comida que nunca es consumida.
EE.UU. y Europa tienen el doble de comida de la que nutricionalmente necesitan para todos sus habitantes.
La mitad de la comida que se produce se desperdicia entre la granja y el tenedor.
Entre el 40 y el 60% del pescado que se atrapa en Europa se tira, sea porque su tamaño no es el “correcto” o porque la cantidad supera la permitida por la UE.
Entre el 20 y 40% de las frutas y verduras que se cultivan en el Reino Unido se tira antes que llegue a los negocios, principalmente porque no cumple con las reglas cosméticas de los supermercados.
0 comentarios:
Publicar un comentario