Juan José Millás, en El País
Los candidatos, lógicamente exhaustos tras los mítines y la sucesión insensata de acuerdos, desacuerdos, suspensiones y aplazamientos, aparecieron en la pantalla poco frescos, como si los hubieran sacado del congelador

No eran lo mismo, excepto que Schulz, el candidato socialdemócrata a la presidencia de la Comisión Europea, cuya sombra advertíamos detrás de Valenciano, gobernaba con Merkel. No eran lo mismo, excepto que Juncker, el candidato conservador, cuya silueta se dibujaba detrás de Cañete, hacía campaña con un cartel de Merkel. No eran lo mismo, excepto que González Pons había mostrado un tuit —no desmentido— de Schulz apoyando las reformas de Rajoy. No eran lo mismo pese a que a la hora del debate nadie ignoraba el rumor —bastante fundado— de que el PP y el PSOE podrían estar pergeñando un gobierno de concentración para

A quien más daño hacía la mismidad era a Valenciano, porque la mismidad en la izquierda tiene mala prensa. Valenciano intentó entonces no ser la misma, mientras que Cañete se ensimismó. Daba, en efecto, la impresión de que le costaba salir de sí mismo. Nos encontrábamos ante un Cañete disminuido que se aferraba con manos temblorosas a los papeles, a los gráficos, a los datos

La lucha se presentaba desigual porque Valenciano, pensaba uno, tenía que pelear contra Cañete y contra sí misma. Cañete no le presentó problemas. Tal vez eso desarmó a la candidata, que hubo de pelearse con el formato que ella misma había pactado y que era un disparate, pues no estaban permitidas las interrupciones. Dos minutos de reloj para

No eran lo mismo, que es a lo que íbamos, y ahí estaban, dispuestos a demostrarlo a la hora de las series de televisión, en un horario, pues, de máxima audiencia, bajo la cobertura que les daba una televisión pública en fase de desmantelamiento moral y económico. Y bajo la batuta moderadora de Maria Casado, que repartió el tiempo entre cinco bloques temáticos, cinco asaltos, cabría decir, que se ganarían o perderían a cara o cruz, quizá a los puntos (el K. O. estaba fuera de toda posibilidad). El público asistente, suponemos que irresoluto, rebañaba en el interior de su alma los restos de ingenuidad política de que aún disponía para no parecer cínico delante de los hijos, que exigían el cambio de canal bajo la amenaza de retirarse a su habitación (es un suponer) a masturbarse.
Bueno, algo de onanismo desfallecido había también en las intervenciones ordenadas y mortalmente aburridas de los contendientes. Significa que, pese a las apariencias, no interactuaban, si interactuar quiere decir lo que quiere decir. Tras la pausa, y quizá por el consejo de sus asesores, hubo tal vez un par de minutos estimulantes, pero el antidebate comenzó enseguida a agonizar de nuevo

Pero el problema era ese: la falta de pensamiento. Había pautas, sí, y repeticiones, y lugares comunes, todos los lugares comunes que llevamos escuchando desde hace meses, años, pero el pensamiento brillaba por su ausencia. Como Europa, por cierto, que solo aparecía cuando se acordaban de súbito de que estaban allí para hablar de la Unión. Fue duro, muy duro, asistir a ese encuentro, o lo que quiera que fuese. Lo dejó a uno deprimido, hundido en la miseria, tirado en el sofá

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