Carlos Enrique Bayo, en Público
“Voy a seguir ese camino cueste lo que cueste y me cueste lo que me cueste”, proclamó José Luis Rodríguez Zapatero en su quinto debate sobre el estado de la nación, en julio de 2010, para defender sus impopulares medidas de recortes sociales, reducción de salarios de los funcionarios y congelación de las pensiones. Pero lo peor no fue que esa forma de plegarse a las exigencias de la Troika le costase la carrera política, sino que también hundió las perspectivas electorales del PSOE y condenó a todos los españoles a una mayoría absoluta de la derecha, con la que el PP pasó de recortar derechos y libertades a mutilarlos con el objetivo de sacrificar el Estado del bienestar en aras de la élite económica mundial.
Dos meses antes, Zapatero había recibido la llamada telefónica inesperada que cambiaría su política y su vida. El telefonazo procedió del boss político del mundo, que reside en la Casa Blanca durante su mandato, quien le exigió “medidas decididas para fomentar la confianza de los mercados”. Barack Obama se lo podía decir más alto, pero no más claro: los que mandan en el mundo no son los gobernantes votados en las urnas (ni siquiera él), sino dichos mercados, eufemismo para denominar a la oligarquía financiera internacional.
Zapatero obedeció a los amos del mundo, pero sus tímidos tijeretazos no saciaron el apetito de los dueños de la mayor parte de la riqueza del planeta. Así que un año más tarde recibió la célebre carta “strictly confidential” que le obligó a hacerse definitivamente el harakiri político… y lo hizo como un samurái, cometiendo lentamente el dolorosísimo sepuku, pues no reveló esa misiva hasta la presentación de su libro de memorias El dilema, cuando hacía ya mucho que no mandaba en La Moncloa ni en el PSOE.
El nefasto mensaje fue dirigido en inglés al “prime minister” por el entonces presidente del Banco Central Europeo, Jean-Claude Trichet, y estaba también firmado por el gobernador del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordóñez, el inefable Mafo que tanta culpa tuvo, por complicidad invigilando, de la burbuja inmobiliaria cuyo estallido acabaría poniendo de rodillas a la economía española.
La carta secreta, cuya propia existencia se negó y ocultó durante años a los ciudadanos que sufrieron sus consecuencias, planteaba los términos del chantaje de los mercados: 1. Suprimir derechos laborales fundamentales como los convenios sectoriales y los aumentos salariales vinculados a la inflación, reducir los sueldos públicos y limitar los deberes empresariales con los empleados. 2. Aumentar la presión fiscal a la inmensa mayoría de la población (nada decía la carta de combatir el astronómico fraude fiscal del 10% más acaudalado) y reducir simultáneamente el gasto público que aliviaba necesidades básicas de los sectores más pobres. 3. Espolear la “competencia” privada entre proveedores de energía, de vivienda y de servicios, eliminando los límites gubernamentales a la especulación, para promover un mayor enriquecimiento de la jet set.
Está bien claro por qué era preciso esconder a la ciudadanía tan edificante plan de empobrecimiento acelerado de los trabajadores, multiplicando vertiginosamente la desigualdad, para que los culpables de la crisis no sólo no pagaran por ella sino que engordasen sus beneficios. Lo que no se entiende tan bien es que el entonces presidente del Gobierno hiciera el juego a tan descarados estafadores, encubriendo sus coacciones, cuando esa ocultación iba previsiblemente a provocar su ruina política y la de su partido, entregando el poder a sus grandes rivales. Con el que, además, pactó una reforma exprés de la Constitución, acordada entre Zapatero y Rajoy con nocturnidad (pasada la una de la madrugada) y en plenas vacaciones de agosto, para modificar el Artículo 135 de forma que el déficit público y la deuda del Estado quedaron limitados, con el único fin de dar prioridad constitucional al pago de capital e intereses a las grandes entidades financieras. Una reforma alevosa, sin consenso con ninguna otra formación política ni mucho menos consulta ciudadana, de una Carta Magna que ambos partidos proclaman intocable, salvo cuando se trata de ceder al chantaje de los mercados.
En cualquier caso, el electorado decidió castigar a los socialdemócratas por su traición y entregar el poder absoluto a los conservadores, sin imaginar el elevadísimo precio que el PP nos haría pagar en cuanto sus actos hicieran patente la colosal mentira de sus promesas. Porque, por supuesto, la derecha ha sido mucho más cruel y despiadada con las clases desfavorecidas, acelerando de esta forma el enriquecimiento desorbitado de los magnates.
Hemos sufrido dos años y medio del mayor asalto a las conquistas obreras y ciudadanas que se recuerde desde los años negros del tándem Thatcher-Reagan, y el voto de castigo en estas elecciones europeas ha sido inequívoco: PP y PSOE perdían 2,5 millones de sufragios cada uno, mientras se disparaba el apoyo a las pequeñas formaciones de izquierda, sobre todo al movimiento ciudadano Podemos, nacido sólo cuatro meses antes y cuyo éxito debería haber sido esperado pero fue negado empecinadamente durante toda la campaña por los gurús del marketing partidista.
Día tras día, la treintena de sondeos efectuados por los más reputados institutos sociológicos y los más potentes medios de comunicación ningunearon las posibilidades de Podemos: sólo lo incluyeron en sus mediciones cinco de ellos, de los que tres no le concedieron ningún escaño y los otros dos le atribuyeron un solitario eurodiputado, en el mejor de los casos. Cuando Público difundió la encuesta de Sondea en la que se estimaba que podía obtener entre dos y tres puestos en la Eurocámara, la rechifla de la competencia fue generalizada, dando por supuesto que habíamos cocinado los datos en función de nuestras preferencias. Sin embargo, al final, Sondea fue la que más se acercó a los resultados reales, prediciendo la caída del bipartidismo, el auge de la izquierda y la gran sorpresa de Podemos, que obtuvo cinco escaños y 1,25 millones de votos, para estupefacción de tertulianos y políticos profesionales.
Pero el estupor de esa “casta” gobernante, como la han etiquetado Pablo Iglesias y Juan Carlos Monedero con más que notable repercusión, se ha extendido a toda Europa, donde los grandes partidos de gobierno que han impuesto el austericidio de la Troika no han hecho más que fomentar un neofascismo maquillado, en unos países, o una sublevación ciudadana cuasi-revolucionaria, en otros. Ultras y antieuropeos han sumado uno de cada cuatro votos en la UE, mientras la izquierda radical de Syriza derrotaba a la derecha en el poder en Grecia, los tories del premier Cameron eran humillados por el xenófobo UKIP, y el Partido Socialista del presidente francés Hollande se tambaleaba al quedar tercero y a once puntos de la victoriosa líder neofascista Marine Le Pen. Ni siquiera Merkel salía indemne de la criba, al sufrir el peor resultado en unas europeas de su alianza CDU/CSU, mientras subían sus rivales del SPD y veía con alarma cómo era elegido un parlamentario neonazi en Alemania por primera vez desde que Hitler provocó la II Guerra Mundial hace 75 años
Uno tras otro, los gigantes políticos que han gobernado Europa durante más de medio siglo se hunden bajo la carga de las medidas económicas injustas y los indignantes recortes sociales que les han obligado a adoptar los mercados a los que sirven como auténticos lacayos.
¿Qué habrán prometido a esa casta para que esté tan dispuesta a inmolarse en ese inicuo altar?
LA 'CASTA' POLÍTICA EUROPEA SE INMOLA EN EL ALTAR DE LOS 'MERCADOS'
Etiquetas: economia, españa, europa | author: jose luis ochoaPosts Relacionados:
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