Claudi Pérez, en 'El País'
Algo huele a podrido cuando Dinamarca reintroduce los controles fronterizos; cuando Francia e Italia aprovechan la crisis tunecina para tratar de limitar la circulación de personas. Algo pasa cuando Holanda y Finlandia (con partidos a la derecha de la derecha ganando peso) se resisten a financiar rescates de segunda división que no impiden que Irlanda, Portugal y sobre todo Grecia sigan al borde del precipicio. Cuando Alemania incendia la crisis del euro ligando las soluciones a su calendario electoral y reedita una historia en la que cada dos generaciones los alemanes olvidan de dónde vienen. Y sobre todo cuando las autoridades europeas no consiguen dar un golpe de timón que impida que una crisis acotada (los países rescatados suponen el 6% del PIB de la eurozona) acabe llevando a los bárbaros a las puertas de Roma y Madrid. El euro, un éxito rotundo durante 10 años, lleva 20 meses aireando las vergüenzas de Europa; el declive de la economía suele anunciar la decadencia de los imperios.
La reacción habitual ante un acontecimiento extremo, ante una crisis feroz, consiste en afirmar que era imprevisible, según John Cassidy (Por qué quiebran los mercados). El ataque japonés a Pearl Harbor, los atentados terroristas del 11-S, el colapso de la banca en EE UU: en esos y en otros casos las autoridades afirmaron que no tenían indicios de lo que podía suceder; en todos esos casos había evidencias de lo que se estaba fraguando (aunque es curiosa esa claridad con la que se advierten las cosas a posteriori). Esta vez va a ser difícil explicar la crisis europea atendiendo a ese modelo: es inútil aducir que era imprevisible.
Las autoridades se han mostrado incapaces de gestionar la crisis del euro, que es en realidad la crisis del proyecto europeo. Se dedican a poner parches, a aplazar la adopción de una solución definitiva poniendo en evidencia la principal fragilidad de la UE: la falta de unión política obliga a demorarse para fraguar complicados acuerdos, mientras los mercados castigan en el cortísimo plazo. Llegó el momento de la caza mayor. Italia y España (con problemas muy distintos pero algo en común, su gran tamaño) pueden estar en el disparadero si Berlín y compañía siguen con esa tibieza que lleva esta crisis hasta un segundo estadio: que la crisis iba en serio Europa solo parece comprenderlo demasiado tarde.
Nadie dice que la solución sea sencilla. En los cenáculos políticos europeos hace tiempo que se tiene conciencia de la imposibilidad de que algunos países atiendan sus compromisos, y aun así han aplazado la solución con la excusa de que estaban comprando tiempo para resolver los problemas en los grandes países y en la banca. Sin resultado: la crisis acecha a Italia y España y la banca afronta esta semana un examen decisivo. Llegados a este punto, hay que resolver al menos dos cuestiones. Una: quién paga la fiesta, los contribuyentes o el sistema financiero; Europa ha tratado hasta ahora de trampear con una solución mixta, boicoteada por las agencias de rating. Y dos: qué va a pasar en los países que aplican duras políticas de austeridad, recorte tras recorte, donde los datos no van a tardar en poner de manifiesto que así es más difícil recuperarse, y que sin crecer difícilmente se pueden pagar las deudas.
Hay una tercera cuestión. Europa se metió en la unión monetaria a sabiendas de la inestabilidad que genera una moneda común en países con estructuras tan diferentes (Antonio Torrero: La crisis financiera internacional). Sus arquitectos pensaban que los pasos hacia una mayor unión política llegarían cuando la necesidad fuera acuciante. Si los mercados confirman que Italia y España son carne de cañón, ese momento ha llegado. Pero cuidado: el problema de pasearse al borde del abismo con frecuencia es que en una de esas caminatas uno acabe despeñándose montaña abajo.
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