Ignacio Escolar, en 'Público'
Fukushima está perdida, y con el triple meltdown parcial de sus agonizantes reactores se está fundiendo también el núcleo del discurso pronuclear: el mito de la infalible seguridad de estas centrales. “Es el menor de los accidentes posibles”, decía hace apenas tres días María Teresa Domínguez, la presidenta del Foro Nuclear español, el lobby del millonario sector. “No ha habido fallo de tecnología y no ha faltado nada para hacer frente a la situación (…) La planta está limpia y no ha habido impacto en el exterior”, aseguraba sin despeinarse. Sólo faltaba un baño frente a la central, como el de Fraga en Palomares.
Fukushima no es Chernóbil, claro que no. Pero no sólo porque ni siquiera hoy, cuando la palabra “apocalipsis” entra en el debate político, lo sucedido haya alcanzado a superar esa catástrofe. Fukushima era una central protegida por un doble blindaje en uno de los países tecnológicamente más avanzados del planeta y ni siquiera eso ha bastado para evitar el desastre.
¿Es posible vivir sin nucleares? Alemania ha parado siete de sus centrales, las más antiguas, y la vida continúa. China también acaba de suspender temporalmente sus planes de construcción de nucleares y en su caso nadie podrá decir, como con Angela Merkel, que es una decisión “electoralista”. Sin embargo, los defensores de la energía nuclear tienen razón en una cosa: a corto plazo, Occidente no puede renunciar al átomo sin asumir el coste de una electricidad más cara y un menor consumo energético. Habrá que buscar alternativas y es un debate más amplio del que cabe en esta columna. Pero con Fukushima se extingue para siempre esa ilusión creada por la propaganda atómica: la de una energía infinita, segura y barata. Tampoco existen los unicornios.
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