Isaac Rosa, en 'Trabajar cansa'
Hay que exigir al gobierno un plan de ahorro ambicioso, sí; pero, con la mano en el corazón, ¿a qué estamos dispuestos a renunciar nosotros? A poco, por lo que parece, o eso indican las respuestas que he oído tras la propuesta de reducción a 110 kilómetros, como si la velocidad a 120 (que pocos respetan además) fuese un derecho adquirido, o incluso un derecho natural, irrenunciable.
Mientras no se abra un debate a fondo sobre la insostenibilidad de nuestro modelo económico, energético y de consumo, cualquier medida chocará con esa mentalidad. Tampoco ayuda que el gobierno presente las medidas (de por sí tímidas) como algo temporal, coyuntural, motivado por estrecheces económicas, lo que refuerza esa idea de que renunciar a ciertos consumos nos quita calidad de vida; o que apueste por energías alternativas pero para seguir consumiendo al mismo ritmo.
Tardar veinte minutos más en un viaje de 400 kilómetros es tercemundista, reducir el consumo de luz parece una cartilla de racionamiento, ir en transporte público es cosa de pobres, en bicicleta iban nuestros abuelos porque no tenían coche, y la publicidad de esas compañías energéticas tan ecologistas nos ha enseñado lo a gustito que se está en casa descalzo y en camiseta mientras nieva fuera. ¿Por qué renunciar a nada?
Haría falta un debate serio, abierto, público, donde se oyesen todas las voces. Tal vez entonces nos convenceríamos de que otro modelo no sólo sería más barato y menos contaminante: además viviríamos mejor. Pero claro, si la crisis no ha servido para cuestionar el modelo económico, no confíen en que la crisis energética traiga un cambio de modelo.
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