En la economía de hoy, uno de los principales paradigmas de estricta naturaleza informacional es el de las marcas. Una marca configura toda una red de asociaciones de ideas, valores y experiencias que se suceden en la mente de las personas devenidas consumidoras.
Hasta aproximadamente los años ’70, las etiquetas de la ropa con sus logos solían yacer ocultas o aparecían como pequeños distintivos del diseñador; hoy, esos pequeños emblemas se han exagerado hasta configurar el estilo de vida de quienes las usan, transformarlos, además, en ejércitos de avisadores ambulantes de los contenidos identitarios que supone la adscripción a las marcas. Con el pasar del tiempo, el capitalismo industrial fue tornando en capitalismo cultural y el poder simbólico de las marcas pasan a asumir un rol preponderante, el de ser portadoras de significados culturales colectivos, difundidos individualmente
Hoy en día, las marcas avanzan hasta llegar a las escuelas y universidades, lugares desde siempre, protegidos del mercado. Las marcas, más que “marcas de productos” devienen en “marcas de conceptos o estilos de vida” que venden identidad personal o de grupo a quienes las consumen. La adhesión a las marcas supone la adhesión a ciertos valores, creencias y formas de ser diferenciadoras. El ímpetu por tener una identidad personal, en parte esquizofrénica, nos torna de consumidores de marcas. Digo esquizofrénica pues la fuerza de la diferenciación y la integración se entremezcla dinámica e indiferenciadamente alrededor de la comprensión del fenómenos de las marcas.
Las marcas ofrecen la seguridad de una pertenencia y tienen mucho más repercusión cuando las personas están construyendo su personalidad, es decir durante la niñez y la adolescencia. El famoso publicista,Walter Landor, decía displicentemente que “los productos se fabricaban en las fábricas, pero las marcas se construyen en la mente de los consumidores”. En una economía cada vez más globalizada como la que hoy testimoniamos, es muy fácil fabricar productos idénticos mediante la subcontratación maquiladora, particularmente en nuestros países del último mundo, por eso muchas empresas consideran secundaria la fabricación en sí, y se avocan a la tarea de la construcción del espíritu del producto, es decir, de una “imagen” para la marca y de emplear todos los medios a su disposición para volcarla con éxito a un mercado de personas insatisfechas deseosas de alcanzar alguna pertenencia que les ofrezca, aunque más no sea, el calmante existencial de la posesión de un valor simbólico. Los constructores de marcas son los nuevos productores primarios de la llamada economía del conocimiento.Hasta aproximadamente los años ’70, las etiquetas de la ropa con sus logos solían yacer ocultas o aparecían como pequeños distintivos del diseñador; hoy, esos pequeños emblemas se han exagerado hasta configurar el estilo de vida de quienes las usan, transformarlos, además, en ejércitos de avisadores ambulantes de los contenidos identitarios que supone la adscripción a las marcas. Con el pasar del tiempo, el capitalismo industrial fue tornando en capitalismo cultural y el poder simbólico de las marcas pasan a asumir un rol preponderante, el de ser portadoras de significados culturales colectivos, difundidos individualmente
Hoy en día, las marcas avanzan hasta llegar a las escuelas y universidades, lugares desde siempre, protegidos del mercado. Las marcas, más que “marcas de productos” devienen en “marcas de conceptos o estilos de vida” que venden identidad personal o de grupo a quienes las consumen. La adhesión a las marcas supone la adhesión a ciertos valores, creencias y formas de ser diferenciadoras. El ímpetu por tener una identidad personal, en parte esquizofrénica, nos torna de consumidores de marcas. Digo esquizofrénica pues la fuerza de la diferenciación y la integración se entremezcla dinámica e indiferenciadamente alrededor de la comprensión del fenómenos de las marcas.
Hay algo perverso en el fenómeno de las marcas, pero no dejan de ser insoslayables. ¿Por qué la gente busca identificarse con ellas? Las marcas se convierten en la plataforma, para la representación de elaborados significados culturales y experiencias de vida. Los productos pierden importancia material, pero ganan importancia simbólica. Tomando a Baudrillard como referencia se puede afirmar que las marcas definen una“hiper-realidad” marcada, valga la redundancia, por la presencia de la simulación que supone la teatralización de nuestro estilo de vida en el escenario de la sociedad.
La idea de experimentar con emoción, cualquier cosa que se pueda compartir, predomina hoy por sobre la pulsión a adquirir objetos por sí mismos. Los signos, en este caso: las marcas, empiezan a pretender que significan algo. Las marcas ya no son más un modo de recordar lo que uno quiere comprar; se han insertado en la matriz cultural de nuestra sociedad, son parte de nuestro sistema de ordenar las cosas, incluso crean el contexto con respecto a quiénes somos y cómo vivimos. Las marcas (que usamos o dejamos de usar) articulan cuáles son nuestros valores, pero ellas ya no son articuladas solamente por su publicidad: son articuladas por todo lo que hacen y lo que creemos que nos ofrecen.
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