Alberto Garzón
Desde el inicio de la crisis fueron muchos los que insistían en que no se trataba sólo de una crisis de naturaleza financiera. Teníamos que hablar, más en propiedad, de una crisis que lo era también de naturaleza ecológica, cultural y política. Y poco a poco estamos viendo cómo los hechos no hacen sino confirmar aquellas sugerentes ideas que invitaban a salir del economicismo dominante en los últimos años.
Efectivamente, una de las víctimas más graves de esta crisis está siendo la democracia, en todas sus formas, y pocos apuestan ya por su posible recuperación a corto plazo. La democracia está siendo duramente golpeada y violada, una y otra vez, al mismo paso que están avanzando las ideas neoliberales en todas partes del mundo occidental.
Sin embargo, esto no es nada nuevo. Por el contrario, la democracia siempre ha estado subyugada por la economía. Lo que ahora está variando es la claridad con la que eso se percibe. Decía José Saramago hace unos años que vivíamos en una burbuja democrática, fuera de la cual no había democracia. Habríamos estado viviendo en un mundo de democracia ficticia en el que en realidad todas las decisiones de importancia la tomaban organismos ajenos al control de la ciudadanía, como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o los Bancos Centrales. Todo podía funcionar mientras el ciclo económico a ello favoreciera. Sólo algunos radicales creíamos que esas palabras eran ciertas y reflejaban el estado real de las cosas. Hoy, en cambio, esas son ideas que uno puede leer todos los días en los principales periódicos de España.
Los instrumentos de política económica fueron regalados, hace ya mucho tiempo, a instancias supranacionales que, como la Unión Europea, están configuradas de una forma profundamente antidemocrática. Los bancos centrales se independizaron de las preferencias de la ciudadanía y se convirtieron en bastiones del poder financiero. Las preferencias de los bancos centrales y los organismos internacionales han sido desde entonces las preferencias de las entidades financieras y de las multinacionales, no de los ciudadanos que les dan soporte. Algunos políticos, como el ex primer ministro alemán Oskar Lafontaine y fundador del partido Die Linke, se negaron a aceptar ese estado de las cosas y cambiaron de trinchera. Algunos países enteros, como Suecia, se negaron en bloque a vender su soberanía al capital financiero y se mantuvieron al margen del engendro que se desarrollaba con la Unión Europea. La mayoría de gobiernos, sin embargo, continuó esa deriva antidemocrática junto con una ciudadanía dormida y drogada por el consumismo y la falta de educación política y económica.
Los años han pasado y este estado de las cosas ha evolucionado. Albert Einstein sostenía que la crisis agudiza el ingenio, y sin duda así es, pero las crisis también tienen otra propiedad: la de revelar la naturaleza profunda de los actores que en ella están involucrados. Saca a la luz todo aquello que no podía verse con facilidad antes. Y eso es precisamente lo que está ocurriendo hoy en día. Estamos viendo la verdadera naturaleza antidemocrática de los organismos internacionales y del capital financiero en su conjunto y, no nos olvidemos, de los economistas que bailan al son de aquellos.
Las preferencias de la gente les importan un bledo, por ser claros, tanto al capital financiero como a sus representantes en la tierra. Ellos saben que no importa que un partido político llegue al poder, porque en realidad ese no es el poder. El poder lo tienen ellos y lo utilizan como quieren. Los gobiernos quedan, de facto, convertidos en vulgares símbolos de algo que no existe pero en lo que es necesario creer para que nada se desmadre.
Y en este estado de las cosas la sociedad se convierte en una burla de gran simpleza. El capital financiero (instituciones financieras, organismos internacionales y grandes fortunas) ordenan y ponen las manos para recibir sus millonarias remuneraciones. Los economistas liberales asesoran y se sienten los verdaderos amos del mundo, desideologizados y estrictamente técnicos, al servicio de lo que es mejor para el pueblo pero sin el pueblo. Los gobiernos obedecen y tratan de disimular que esa subordinación nace de sus propias decisiones pasadas, cuando vendieron la democracia a precio de saldo. Los partidos políticos estafan a sus votantes y los militantes más honrados abandonan las filas. Los medios de comunicación, al servicio de sus accionistas, controlan que la información sea excesiva, sesgada y confusa para que, al fin y al cabo, todo continue sin grandes sobresaltos. Y la ciudadanía percibe todo esto, sin necesidad de estudiar Políticas o Economía, y con una mezcla de resignación y rabia abandona la Política, con mayúsculas, para dar paso al caos y al “que venga lo que Dios quiera”.
Lo que yo creo, sin embargo, es que no va a ser lo que Dios quiera sino lo que quieran unas personas de carne y hueso muy bien posicionadas, mientras que por otro lado dudo mucho de la capacidad de esas personas para construir una sociedad estable.
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