Soledad Gallego-Díaz, en 'El País'
¿Y si la culpa de lo que está ocurriendo, del espantoso año que se nos viene encima a nosotros y a otros muchos países del mundo desarrollado occidental, no fuera de los mercados, la palabra mantra que no se deja de oír desde que empezó la crisis, sino de los Gobiernos, como toda la santa y antigua vida se había dicho?
Si la pregunta se la hace un simple ciudadano, español o norteamericano, es muy probable que expertos y analistas le miren con lástima mezclada con cierta ternura, es decir, con conmiseración. ¡Qué desconocimiento de las reglas con las que funciona la sociedad moderna! Afortunadamente, la interrogante la están formulando conocidos profesores e investigadores sociales de medio mundo y, sobre todo, de Estados Unidos, así que no debe estar del todo mal que le prestemos atención.
El número de enero-febrero de la revista Foreign Affairs incluye un artículo de Robert Lieberman (no el director de cine, sino el profesor de la Universidad de Columbia, del mismo nombre) que apoya y comparte la tesis difundida por sus colegas Jacob Hacker y Paul Pierson en su reciente libro ¿Por qué los ricos se están volviendo más ricos? "Es el Gobierno, estúpidos", viene a decir. La enorme desigualdad que se ha ido produciendo en la sociedad norteamericana no se debe a las imparables fuerzas del mercado, afirma, sino a algo mucho más comprensible y sencillo: políticas directas y leyes aprobadas en el Congreso que, consciente o inconscientemente, han favorecido, una y otra vez, a quienes tenían más dinero y exigían que se les dejara trabajar y aumentarlo sin trabas ni regulaciones.
Se trata de Gobiernos y de leyes que, además, tampoco hicieron nada para aumentar el pago de impuestos por parte de esos ricos, que no se estaban haciendo más ricos, sino escandalosamente más opulentos, afirma. Simplemente, se han amplificado los resultados de las transformaciones económicas, dirigiendo los beneficios exclusivamente hacia los más ricos, al mismo tiempo que se regulaban los sindicatos y se modificaba el derecho laboral para hacer más difícil cualquier intento de equilibrar fuerzas, aseguran estos destacados profesores norteamericanos.
La misma idea subyace en el último texto de Francis Fukuyama, que también disfruta de un considerable prestigio como investigador social. (http://www.the-american-interest.com/article-bd.cfm?piece=906). Fukuyama va un paso más allá y se pregunta por qué ha sido eso posible. ¿Acaso América es una plutocracia?, escribe. Es decir, ¿acaso América (y por extensión, el mundo desarrollado occidental) está gobernada por los ricos y para los ricos? Obviamente no, si eso significa que en Estados Unidos los no ricos no tienen capacidad de influencia. Obviamente sí, si lo que se pretende demostrar es que los representantes de la riqueza tienen una influencia cada día más desproporcionada.
Fukuyama, que nunca ha sido valorado como un representante de la izquierda americana, se interroga, sin embargo, sobre los efectos perversos de su desaparición o de la pérdida de fuerza de sus reclamaciones más tradicionales, como la exigencia de mayores y más equilibradas políticas de redistribución de la riqueza. La gran pregunta, mantiene, es por qué el aumento de la desigualdad no ha generado mayor presión de la izquierda para lograr esa redistribución de la riqueza, como en otras épocas. Left out (Desaparecida) titula.
Ahora que se acerca el fin de año y los medios de comunicación suelen elaborar listas con los mejores de cada ámbito, permítanme que recoja la que para mí ha sido la mejor frase de todo 2010. La dijo el exquisito presidente de la BP, Tony Hayward, molesto con los periodistas que le preguntaban sobre su responsabilidad en el mayor derrame de petróleo de la historia del golfo de México. "¡Por favor! Me gustaría que me dejaran recuperar mi vida". Eso es exactamente lo que ha pasado.
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