No. No faltaba nada. El análisis era técnicamente impecable. El régimen, además de aplastar las libertades civiles con la aquiesencia de Occidente y saquear las arcas del Estado, estaba apretando sin contemplaciones el cinturón a los ciudadanos para garantizar los pagos a los acredores internacionales. Y la sociedad terminó por estallar. El 14 de enero, el dictador Ben Alí huyó del país. Cinco días después, mientras la muchedumbre seguía exigiendo en las calles una vida libre y digna, la agencia Moody’s empeoró la calificación de la deuda tunecina, de Baa2 a Baa3, y su diagnóstico pasó de “estable” a “negativo”. ¿El motivo? La “incertidumbre”. El viernes pasado, otra agencia, Fitch, también bajó de “estable” a “negativo” el estatus de Egipto mientras cientos de miles de ciudadanos reclamaban en las calles libertad y dignidad.
Un día antes, el 27 de enero, la tercera gran agencia, Standard & Poor’s dictaminó que las “inquietud política” podría extenderse a Argelia, Jordania y Marruecos. La agencia no cree que vaya a producirse una “ola de inestabilidad regional”, pero advierte de que los ratings de deuda de esos países están sufriendo una presión a la baja por algo al parecer más grave: porque los gobiernos “están tratando de moderar o prevenir el descontento popular con medidas para tratar de estabilizar o bajar los precios de los alimentos y los combustibles”. O sea, se están desviando de las recetas del FMI para intentar apaciguar a los ciudadanos.
Los análisis de las agencias de calificación y las revueltas en Túnez y Egipto simbolizan la brecha extraordinaria que puede llegar a existir entre las expectativas de los mercados y las de los seres humanos.
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