Manfred Nolte, en Cristianismo y Justicia
El pasado 2 de setiembre fallecía en Chicago Ronald Harry Coase, a la edad de 102 años. En 1991, el Banco central sueco le adjudicaba el galardón Alfred Nobel de economía “por su descubrimiento y clarificación del significado de los costos transaccionales y de los derechos de propiedad para la estructura institucional y el funcionamiento de la economía”.
El propio Coase se autodefinió como un economista accidental que impartía sus enseñanzas en la escuela jurídica de la Universidad de Chicago, en el sugerente campo del ‘análisis económico del derecho’ (law & economics), una rama de la teoría del derecho que utiliza la metodología económica en el campo de la promulgación de normas jurídicas, para predecir su alcance y pronosticar aquellas que sean económicamente más eficientes. Un patrón comúnmente utilizado en este campo es el del llamado ‘óptimo de Pareto’. Según este criterio de eficiencia social, una norma legal merece la pena ser adoptada si aspira a alcanzar el umbral de un determinado bienestar de la ciudadanía de modo que no pueda alterarse para mejorar la situación de una persona o un colectivo sin perjudicar la de otra u otros.
De entre la vasta obra del académico de origen británico, sobresalen ‘La naturaleza de la empresa’ y ‘El problema de los costes sociales’. Este último es considerado uno de los artículo más citados en la literatura económica de todos los tiempos. De su trasfondo, George Stigler modelizó el llamado ‘teorema de Coase’, según el cual sin costes de asignación de los recursos –costes transaccionales– y si los derechos de propiedad están claramente definidos, los agentes económicos, de forma espontánea y bilateral pueden realizar transacciones eficientes en el sentido del ‘óptimo de Pareto’ sin necesidad de introducir normas jurídicas. Los manuales nos muestran un ejemplo de este principio al explorar el conflicto potencial inherente a los simples movimientos en el asiento de un avión: cuando el viajero de delante reclina su asiento aumenta su propio confort y utilidad pero perjudica la del viajero de detrás. Tras el necesario debate académico, las conclusiones finales resultan sumamente ilustrativas.
Pero el escrito póstumo del hasta ahora emérito de la Universidad de Chicago, redactado en 2012, (Harvard Business Review), que da título a esta columna, versa, a modo de testamento espiritual, sobre otro tema que aflige al conjunto de nuestro entramado social.
Señala Coase que la ciencia económica tal y como se resume actualmente en los libros de texto y se enseña en las aulas tiene poco que ver con la gestión empresarial, y mucho menos con el espíritu empresarial. El divorcio de la doctrina económica con los asuntos ordinarios de la vida es tan patente como lamentable. No siempre fue así. El padre de la economía moderna, Adam Smith, la concibió como un estudio sobre la “naturaleza y causas de la riqueza de las naciones” y en su época interesó a la clase empresarial, a pesar de que Smith la fustigase sin remilgos por su codicia, miopía y ausencia de altura de miras . Algo similar expresó a finales del siglo diecinueve Alfred Marshall, para quien la ciencia económica representaba “tanto un estudio de la riqueza general como una rama del estudio del hombre”.
Prosigue el sabio inglés narrando como ya en el siglo veinte, con la consolidación del estamento, los economistas comenzaron a permitirse el lujo de escribir exclusivamente para sí mismos, con lo que el campo académico sufrió un viraje endogámico hasta olvidarse del mundo real al que estaba llamado a servir de útil de apoyo. La consecuencia de todo ello es un conocimiento económico que responde a un conglomerado de herramientas de corte abstracto y especulativo, sometido a supuestos simplificativos que llegan a lo heroico, y que han orillado el objetivo último de servir de báculo a la ardua tarea de la producción de bienes y servicios finales.
Para Coase, esta disociación de la doctrina económica de la actividad productiva concreta ha dañado gravemente tanto a la comunidad empresarial como a la disciplina académica. Dado que los conocimientos económicos adolecen de una escasa visión práctica, el estamento empresarial se cobija en su propio instinto de los negocios y desprecia el oficio de los teóricos. En tiempos de crisis, cuando los empresarios no pueden valerse por sí mismos buscan en el poder político una respuesta compensatoria, cediéndole el testigo de la gestión privada y renunciando al código de instrucción y de respuestas razonables que la ciencia económica debiera proveerles. El estado viene a enmendar así, de modo forzado y previsiblemenente poco eficiente, lo que la iniciativa privada debería haber sido capaz de prever y de solucionar. Concluye el Nobel que en una sociedad como la actual reducir la economía a una mera formulación de teorías abigarradas e incomprensibles es sencillamente suicida. Es hora, por lo tanto, de reenganchar el campo gravemente empobrecido de la ciencia económica a la economía real. Los nuevos mercados emergentes en China, India, África y otros lugares anuncian una nueva era de la iniciativa empresarial, y con ella ofrecen oportunidades sin precedentes a los economistas para estudiar la forma en que la economía adquiere su significado en las sociedades con toda su diversidad cultural, institucional y organizacional. Pero el conocimiento producirá sus dividendos sólo si la economía puede ser reorientada al estudio del hombre tal como es y al sistema económico, tal y como en realidad existe. No en base a entelequias teóricas y aún matemáticas inextricables, sino con el debate y análisis pausado y reflexivo de las conductas de los agentes creadores de valor añadido para la sociedad.
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