Juan Torres López, en Sistema Digital
El PP y el PSOE han instaurado en España desde hace años la política de los actos de fe. Consiste en aceptar cuestiones muy importante para la vida económica y social porque sí, sin abrir ningún tipo de debate social y sin presentar a la ciudadanía el balance de sus ventajas e inconvenientes para que pueda decidir libremente en función de sus preferencias.
Uno de esos temas es la entrada y, sobre todo, la permanencia en el euro cuando nos está produciendo un daño tan inmenso.
Las ventajas de formar parte de una unión monetaria son indudables y máxime cuando está unida a un proyecto en principio tan atractivo y deseado como el de la unión de las naciones europeas. Pero es evidente que dejan de existir, o de dar un balance claramente positivo, si resulta que el marco institucional y normativo que regula el funcionamiento de la moneda única está mal definido, si sus objetivos no se fijan en beneficio del conjunto sino de una gran potencia que la domina o si sus efectos comienzan a producir un deterioro continuado del nivel de vida de la población.
A mi juicio eso es lo que ha venido ocurriendo pero sin que se haya debatido abiertamente y, por tanto, sin que haya visos de que se le vaya a poner remedio.
Técnicamente, el euro es un proyecto inmaduro y bastante imperfecto por lo que está condenado a producir grandes perturbaciones y quebrantos a la mayor parte de los países que lo conforman, o para ser más exactos, a los grupos más desprotegidos de la población de todos sus países.
Es inmaduro porque no garantiza que las economías que entraron en el merco de la moneda única con mayor retraso puedan ir poniéndose al nivel de las más avanzadas, como prueba el continuo incremento de las desigualdades que han acompañado su trayectoria desde que se creó.
De esa manera, las economías que lo conforman están condenadas a circular a velocidades diferentes y con resultados muy distintos, insertas en una especialización y división del trabajo muy desiguales que dan lugar a un aprovechamiento muy asimétrico de sus beneficios y a una distribución también muy desproporcionada de las cargas que conlleva. Basta ver, por ejemplo, que el déficit exterior de la economía española ha crecido desde que se integró en el euro prácticamente como una imagen refleja del aumento que registraba el superávit alemán. O cómo nuestro endeudamiento se ha convertido en una fuente de rentas multimillonaria para la banca alemana.
El euro responde también a un diseño técnicamente muy imperfecto porque no se quiso dotar de las instituciones y de los mecanismos que son imprescindibles para que pueda funcionar sin problemas una unión monetaria: los que aseguran la coordinación y la plena movilidad de los factores, la disposición de recursos presupuestarios para hacer frente a impactos asimétricos y, sobre todo, un auténtico banco central.
Todas esas carencias son fatales, como estamos comprobando cuando la economía pasa por dificultades. Pero no disponer de un banco central que financie a los gobiernos e impida que los intereses lleguen a ser una carga inasumible para los estados (solo a costa de convertir la financiación en un suculento negocio para la banca privada) es suicida, como desgraciadamente estamos comprobando en estos meses.
Así concebido, el euro está inevitablemente condenado a transmitir perturbaciones constantes a los eslabones más débiles de la cadena que conforman los diferentes países que lo utilizan. Puede llegar a ser cada día más fuerte en relación con otras monedas, pero solo a base de descomponer la cohesión entre sus partes y de fortalecer sus centros de gravedad a base de absorber permanentemente los recursos de las periferias.
Y me parece igualmente evidente que ninguna de esas carencias ha sido accidental sino la consecuencia de haber diseñado el euro con una finalidad política que nadie osó poner en cuestión: limitarse a sustituir al marco alemán, convirtiendo a la nueva moneda única en un remedo con mayor radio de acción.
Las consecuencias han sido muy negativas y en estos momentos, por qué no decirlo claramente, sencillamente catastróficas. Tanto, que Europa ha tenido que ser sostenida por Estados Unidos y el Fondo Monetario Internacional ante su propia incapacidad para afrontar los problemas que ella misma ha creado.
En España casi nadie quiere hablar de otro hecho evidente: desde que nuestra economía forma parte del euro hemos ido perdiendo nuestro capital, nuestras principales empresas y canales de distribución, es decir, el esqueleto en el que ha de sostenerse cualquier economía nacional. El euro ha desnacionalizado nuestra economía y es una verdadera paradoja que quienes son tan aficionados a las políticas de Estado, ni hagan mención a esto ni parezca que les preocupe demasiado.
Prácticamente han dejado de ser intereses españoles los que predominan en la inmensa mayoría de los sectores económicos y apenas si quedan empresas que decidan y actúen fortaleciendo nuestra demanda nacional o el mercado interno, es decir, nuestra capacidad de generación de ingresos endógenos.
Es verdad que España ha recibido muchos recursos de Europa pero las cuentas se hacen bien cuando se registran los movimientos que se dan en todos los sentidos. Y eso significa que para valorar correctamente el impacto del euro en nuestra economía y en nuestro bienestar hemos de contabilizar no solo lo mucho que hemos recibido sino también lo que España ha entregado.
Si en nuestro país hubiese fuerzas políticas, serias desde hace años habrían creado en el Parlamento una comisión para evaluar los beneficios y las pérdidas obtenidos y para realizar así un balance objetivo de nuestra permanencia en el euro que permitiese que los gobernantes y la ciudadanía supieran a qué atenerse. Sin embargo, casi nadie quiere enfrentarse a ello y quienes reclamamos abrir ese debate somos generalmente tachados de marginales y antisistema (lo que, por cierto, no es ningún tipo de insulto a la vista de lo que estamos viendo).
No trato de decir que la entrada y permanencia en el euro no tuviese y tenga ventajas. Desde luego que las tiene y tengo la seguridad de que son muchas. Simplemente afirmo que lo lógico es debatir sobre ellas y sobre sus inconvenientes, porque sabemos que estos también son muy abundantes. Sobre todo, en una situación como la actual, en la que formar parte del euro nos impone una esclavitud brutal y nos obliga a aplicar políticas que nos están llevando a la depresión y a renunciar, prácticamente a cambio de nada, a derechos sociales que tanto había costado conseguir e incluso a la democracia.
Euro sí, pero no así. Esto es lo que trato de señalar porque me parece que tal y como está diseñado y con las políticas que están aplicándose para fortalecer a los grupos de poder que solo quieren que el euro sea lo que viene siendo, España condenada a fracasar.
El tratamiento que está dándose a la deuda pública y el tipo de rescate bancario que se nos impone es bien expresivo de lo que ocurre y de los objetivos que se persiguen. Los bancos alemanes han sido los principales beneficiarios de la burbuja española. Ellos fueron sus más irresponsables financiadores, como han sido las autoridades del Banco Central Europeo que ahora claman contra la irresponsabilidad, quienes miraron a otro lugar cuando la banca privada hacía el agosto a costa de ello. Y ahora no saben sacar de la manga otra solución que no sea hacer cargar sobre la espalda de los ciudadanos la factura de su festín.
Las cínicas amenazas de expulsión del euro de Grecia son simplemente eso, puras amenazas que Alemania nunca llevaría a cabo porque sus bancos y grandes empresas son los que más se han beneficiado y los que más siguen haciéndolo de su presencia en Europa. E igual pasa con España y los demás países que estén al borde del abismo. Alemania es quien más se ha beneficiado de nuestra presencia en el euro y quien posiblemente saldría económicamente más perjudicada a medio y largo plazo si saliésemos.
Es por eso que España tiene que vender cara su presencia en el euro. Para poder sobrevivir en el euro, para que a España le intereses permanecer en él, se necesita un diseño diferente, una nueva arquitectura institucional y otras políticas verdaderamente efectivas contra la crisis del tipo que ya señalé en otro momento, y que no pueden ser de mero impulso de crecimiento a base de grandes infraestructuras y del uso intensivo de recursos naturales (Austeridad o crecimiento, una alternativa que no resuelve los problemas de Europa). No contemplar la posibilidad de salir del euro es ya un error que nos va a costar muy caro.
Desde luego que la salida sería una opción difícil y traumática, aunque quizá solo a muy corto plazo y si se compara con la aparente placidez de la agonía lenta que nos preparan dentro del euro. Pero que podría dar resultados positivos en un plazo de tiempo bastante más corto del que se pueda creer.
En realidad, los mayores problemas que existen en este momento para plantear con éxito la salida del euro no son económicos, dado que no tendría por que ser muy difícil articular una estrategia de emergencia que aliviara los costes que lleva consigo. Más bien son políticos, porque para que pudiera darse con éxito se necesitaría una gran coincidencia social, una potente convergencia de intereses de la mayoría de la población, un acuerdo generalizado y un deseo común de defensa de los intereses nacionales mucho mayor de los que hoy día existen. El bipartidismo de facto en el que vivimos ha convertido el debate político en una pelea continua sobre las cuestiones de fachada para disimular los acuerdos de fondo sobre todo aquello que conviene a los grandes poderes empresariales y financieros y ha evitado los debates plurales sobre los problemas auténticos. Eso ha hecho que la mayoría de la población desprecie la política convencional y mucho más a los políticos y que no se tenga confianza en las instituciones, lo que dificulta, por no decir que imposibilita, poner en marcha proyectos transversales como sería la salida del euro, y que son en realidad los que España creo yo que necesita.
Este es el verdadero escollo para resolver nuestros problemas económicos y una razón de gran peso para tratar de regenerar nuestra vida política articulando nuevas mayorías sociales que den vida real a la democracia.
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