Joaquín Estefanía, en 'El País'
Termina un mes de agosto en el que los mercados han dado un respiro a la economía española, que previamente sospechaban pocos. Afortunadamente. Pero los problemas cotidianos de los ciudadanos siguen todos en carne viva. Cualquier joven que haya terminado su carrera universitaria en junio se pondrá estos días a buscar trabajo en medio de una coyuntura deprimida, conociendo que uno de cada dos no lo encontrará. El que tenga suerte y logre empleo sabe que, a pesar de ser afortunado, su sueldo será probablemente decepcionante, a menudo tan bajo que tendrá que continuar viviendo en casa de sus padres. Ni rastro de la posibilidad de emancipación.
Esos mismos padres, que tanto se inquietan por el futuro de sus descendientes, tienen sus propios problemas y están angustiados por su futuro: ¿acabarán perdiendo sus viviendas al no poder pagar la hipoteca?, ¿se les forzará a jubilarse anticipadamente?, ¿serán despedidos?, ¿serán víctima de uno de esos expedientes de regulación de empleo con las condiciones que aparecen en la reforma laboral por la que Fátima Báñez pasará a la historia?, ¿encontrarán un puesto de trabajo de nuevo, en lo suyo o en otra cosa, con 40, 50 o 60 años de edad?, ¿conseguirán salir del paso con un seguro de desempleo demediado y con sus ahorros de toda la vida (la mayor parte apostados en la vivienda), enormemente depreciados tras cinco años de Gran Recesión?
¿Quién no piensa en estas cosas? ¿Quién va a consumir con normalidad en esta economía del miedo? Esos mismos padres piensan que en caso de dificultades no podrán recurrir, como en otras coyunturas recientes y menos preocupantes, a sus hijos para que los ayuden. Ni viceversa: los hijos no podrán acudir a ellos. Quizá tengan que vivir, unos y otros, de las pensiones de los abuelos (ya hay más de 400.000 hogares en España donde ello sucede), unas pensiones públicas congeladas o en peligro de reducción, como defienden que hay que hacer con ellas muchos sabios de organismos internacionales o de algunos think tanks españoles, casi siempre financiados o influidos por la banca y las grandes empresas. Y los planes de pensiones privados, aquellos que eran la gran esperanza blanca de esos mismos sabios, en continuas pérdidas año tras año. Goteando a la baja. Empieza a ser un espejismo aquello de que cuando los mayores llegan al ocaso pueden disponer del sueño de una jubilación cómoda.
Además, hay continuos recortes en la educación y en la sanidad. La España del tupper se hace muy visible. El Estado de bienestar, la mejor utopía factible de la humanidad, retrocede no solo por las condiciones demográficas objetivas, sino por decisiones políticas objetables. Se multiplica la desigualdad de oportunidades y de resultados. El Nobel de Economía Joseph Stiglitz, en su último y glorioso libro (El precio de la desigualdad, Taurus), subraya una triple opinión creciente entre los ciudadanos ante estas condiciones desfavorables: que los mercados no funcionan como tendrían que hacerlo, ya que no son ni eficientes ni transparentes; que el sistema político no está corrigiendo los fallos del mercado; y que, por ello, los sistemas político y económico son fundamentalmente injustos. Todo ello multiplica la desafección que desde hace tiempo ponen de manifiesto los sondeos de opinión.
¿Ha habido alguna reflexión pública sobre todas estas cuestiones en las continuas intervenciones de los gobernantes? Las medidas tomadas en los Consejos de Ministros enfatizan las soluciones para la salud del sistema financiero, en la corrección del déficit público, en los desajustes en la sanidad, en las subidas de impuestos más regresivas... Pero ocho meses después de la llegada del PP a La Moncloa no hay ni rastro de una estrategia generadora de crecimiento. Todo se deja para más adelante. ¿Incapacidad o decisión ideológica? A quienes en el abismo de la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado defendían que las fuerzas del mercado acabarían prevaleciendo y devolviendo la economía a la prosperidad, Keynes les respondió aquello tan sabido: que quizá fuese así, pero lo seguro era que a largo plazo todos estaríamos muertos. La cuestión es durante cuánto tiempo se pueden sostener políticas que no producen mejoras palpables y que son rechazadas de forma mayoritaria por los ciudadanos.
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