Jorge A. Castillo Alonso, en garabatosalmargen.wordpress.com
El problema de la deuda ha alcanzado una magnitud sobrecogedora. Cada vez que el gobierno emite deuda pública nos asalta la sensación de que jamás seremos capaces de saldarla. En los Presupuestos Generales del Estado de 2013 se destinará más dinero público al pago de los intereses de la deuda que a gastos de personal. En 2013, la deuda pública alcanzará el 90.5% del PIB. Aunque, de unos años a esta parte, andamos acostumbrados a convivir con datos macroeconómicos de este calibre, no podemos deshacernos de la sensación de que nos dirigimos hacia una catástrofe. Caminamos hacia una muerte lenta por asfixia. Nos seguiremos endeudando para pagar los intereses de la deuda al tiempo que recortamos los gastos destinados a cosas tan fundamentales como la sanidad, la educación o la protección social. Sacrificaremos el bienestar de los ciudadanos para pagar una deuda que se volverá impagable mientras sigamos estrangulando la economía de las personas. Todo ello santificado por una constitución que antepone el pago de la deuda a cualquier otro gasto público.
Aparte de la situación a la que nos lleva el endeudamiento, la naturaleza de parte de esta deuda ha hecho que algunas voces se levanten a favor de auditarla en su totalidad para declarar ilegítima una parte de la misma. Una buena parte de la deuda soberana se ha originado en ayudas a la banca. El BCE ha prestado dinero a espuertas a un interés del 1% a bancos que, en vez de emplear este dinero para reactivar el crédito, lo han usado en actividades especulativas y lucrativas como comprar deuda pública española a intereses cercanos al 7%. Las ayudas directas a la CAM, Bankia, CatalunyaCaixa, Novagalicia y demás suman ya miles de millones. El inminente rescate europeo de la banca española se hará con casi toda seguridad a cargo de la deuda pública española. El banco malo se comerá con patatas los activos tóxicos de las cajas a cuenta del erario público. Dado este sindiós que está siendo el trasvase de dinero público al capital financiero, no es de extrañar que surjan dudas acerca de la legitimidad de parte de la deuda soberana. Si por intentar pagar una deuda que nunca vamos a pagar, tendremos que sacrificar nuestro bienestar y nuestros servicios públicos, qué menos que intentar dilucidar qué parte de la deuda es legítima y qué parte de ella se ha originado por causa de la avaricia irresponsable de la élite financiera. Si vamos a cargar al contribuyente con un peso que lastrará su vida durante años, deberíamos determinar en qué medida es o no responsable de la carga que se le impone. Es por ello que, en los países con graves problemas de deuda pública, está surgiendo un movimiento en favor de auditar la deuda y dejar decidir a los ciudadanos qué parte de ella es ilegítima y no debe pagarse.
Siempre que surge la cuestión de si debemos pagar o no chocamos con la afirmación de que ‘las deudas hay que pagarlas’. Pronunciarla suele provocar un gran placer en el que habla, convencido de que acaba de hacer caer entre sus oyentes un pesado monolito revestido del aura del sentido común y de la más sana de las moralidades. No se trata de una afirmación económica, técnica o legal sino que primariamente se formula como juicio moral. Se trataría de una afirmación similar a otras tales como ‘las promesas hay que cumplirlas’ o ‘no se debe mentir’. El peso normativo de las afirmaciones morales del sentido común es tan fuerte que al escucharlas nos vemos compelidos a asentir irreflexivamente. Desde pequeños nos han enseñado que no debemos mentir, faltar a nuestra palabra o incumplir nuestras deudas. Ya entonces, el tono severo con el que los adultos hablaban de estas cosas nos hacía intuir que esa clase de deberes era cosa muy seria. Totalmente distintos de otras obligaciones como la de lavarse las manos antes de comer o la de no tocarse la pilila en público. En efecto, los deberes morales son cosa muy seria pero, aunque parezcan cosas de sentido común, ello no nos exime de la tarea de reflexionar sobre ellos. El tan alabado sentido común siempre es una cosa dudosa y falible. No hay más que pensar en aquellos tiempos y lugares en los que ha sido de sentido común esclavizar a los negros o lapidar por adúlteras a las mujeres violadas. Por ello existen teorías éticas que intentan justificar racionalmente qué clase de cosas es correcto hacer al margen de lo que nos diga la tradición, el sentido común o los prejuicios. Así que vamos a preguntarle a las dos grandes familias de teorías éticas por la cuestión que nos traemos entre manos: ¿debe uno pagar siempre sus deudas?
Empecemos con la familia ética más rigurosa, la deontológica. Para esta tradición filosófica la corrección de una acción moral se juzga evaluando la regla general que seguimos al actuar. Dicha máxima debe pasar el test de la universalización, es decir, debemos preguntarnos si podríamos desear consistentemente que esa regla se convirtiese en norma de conducta para todo el mundo. En caso contrario, sería incorrecto realizar el tipo de acciones que caen bajo ella. Veámoslo con el ejemplo de las deudas. ¿Puede uno querer consistentemente que no pagar las deudas funcione como regla universal? La respuesta es no, pues en tal caso se estaría destruyendo el principio mismo en el que se basa la acción de prestar dinero. Nadie prestaría dinero si no existiese la obligación de devolverlo. Para las teorías deontológicas, la obligación de pagar nuestras deudas funcionaría como una regla universal que deberíamos cumplir en todos los casos, aunque ello conllevase graves sufrimientos y padecimientos al deudor. Para esta tradición ética, o por lo menos para sus versiones teóricas más rigurosas, las reglas morales no admiten excepción alguna. Ello se debe a que lo que debe pasar el test de la universalización es la regla general bajo la que actuamos y no las circunstancias en las que se da la acción. Estas últimas son irrelevantes para juzgar la corrección de la misma. Da igual lo penosa que sea la situación a la que se haya visto abocado el deudor. Uno debe pagar sus deudas y punto. Es más, un acreedor compasivo que se viese conmovido por la situación miserable a la que está conduciendo a su deudor no haría bien en perdonarle la deuda. En tal caso, no estaría respetando la dignidad del endeudado al tratarlo más como a un niño, al que podemos eximir de determinadas responsabilidades, que como a un agente libre y responsable.
Sin embargo, no todo compromiso de deuda obligaría. En general, para que pueda darse este tipo de obligación sería requisito indispensable que el acuerdo fuese realizado por dos agentes racionales y libres. Para que alguien contraiga una deuda es necesario que lo haga activamente y que las dos partes implicadas actúen con total libertad. Uno no tendría obligación de pagar si se ha visto coaccionado para contraer la deuda, si no tenía plena conciencia de lo que estaba haciendo o si la deuda se ha contraído sin su conocimiento y consentimiento. Aquí es donde podemos empezar a ver que, incluso desde la perspectiva de las éticas deontológicas, estaríamos legitimados para no pagar parte de la deuda pública que se ha contraído. En efecto, si el gobierno decide endeudarnos para garantizar la viabilidad de los servicios públicos y las prestaciones sociales, se puede sobreentender, aunque no siempre, que el consentimiento de la ciudadanía va implícito. En cambio, si el endeudamiento proviene de salvar al sistema financiero de su comportamiento irresponsable, si se traslada a la ciudadanía el pago de las pérdidas del sector privado, se está yendo más allá de cualquier supuesto contrato tácito que pueda haber entre los gobernantes y los gobernados. Descargar a los bancos de sus responsabilidades, tratándolos como a niños que pueden jugar con el dinero sin miedo a las consecuencias, es demencial, pero pretender que sean los ciudadanos los que asuman el pago de las pérdidas del sistema financiero es sencillamente inmoral. Nadie puede obligarnos legítimamente a pagar una deuda que no es nuestra. Las teorías éticas deontológicas, aunque sostengan que uno siempre tiene la obligación de pagar sus deudas, no autorizarían en ningún caso que uno deba responsabilizarse por las acciones de otros agentes morales o pagar deudas que uno no ha consentido en contraer.
La otra gran tradición ética es la constituida por la familia utilitarista. En ella, para determinar si una acción es moralmente correcta nos preguntaríamos cuál es el curso de acción que tiene mejores consecuencias desde el punto de vista de la felicidad global. No habría, como en la deontología, tipos de acciones que son correctos o incorrectos en sí mismos. Si desde esta perspectiva nos preguntásemos si uno debe pagar siempre sus deudas, la respuesta sería no. Esa obligación dependería únicamente de las consecuencias que tuviese el pago de esa deuda para la felicidad de los afectados. Podemos imaginar casos en los que el sufrimiento que provocaría al deudor tener que pagar sería muy superior al que provocaría en el acreedor el impago de esa deuda. En tales casos, lo correcto moralmente sería no pagar. Aunque también podemos imaginar casos en los que las consecuencias de no pagar serían peores desde el punto de vista del incremento o disminución de la felicidad global y en los que, por tanto, tendríamos la obligación moral de pagar.
Desde la perspectiva utilitarista, para valorar moralmente la cuestión de la deuda pública, tendríamos que calcular qué curso de acción tendría mejores consecuencias desde el punto de vista de la felicidad total. De un lado, está claro que las consecuencias de asumir como deuda pública las pérdidas del sistema financiero provocarían una gran cantidad de miseria, exclusión y desprotección social pero, de otro, también tendríamos que valorar las consecuencias de una quiebra de buena parte del sistema financiero. Hay quien podría argumentar que dejar caer a las entidades financieras con problemas provocaría un colapso del crédito y ello nos haría ahondar aún más en la recesión que estamos viviendo, con el consiguiente incremento del sufrimiento global. Sin embargo, no creo que sean cosas comparables. Asumir una deuda impagable que provocará subidas de impuestos y recortes en los servicios y prestaciones sociales tendrá consecuencias mucho más dramáticas que dejar caer a la irresponsable élite financiera y perjudicar, con ello, el flujo del crédito. Además, pese a la debacle financiera, los Estados seguirían conservando el poder de reactivar el crédito mediante la creación de una banca pública.
La deontología y el utilitarismo no son sólo teorías sino que representan y agotan las dos formas básicas que tenemos de razonar moralmente en nuestra vida cotidiana. A veces nos guiamos por reglas y principios que consideramos inviolables y otras nos planteamos cuáles son las consecuencias de nuestras acciones para nuestra felicidad y la de los demás. En cualquier caso, adoptemos la perspectiva que adoptemos, obligarnos a asumir las pérdidas del sistema financiero es algo inmoral y nadie está legitimado para imponernos semejante carga sin más. Si el gobierno quisiese actuar legítimamente haría bien en preguntar a la ciudadanía si quiere que con su dinero se cubran las pérdidas de la banca y explicar con claridad por qué no hay alternativas a esa política económica. A lo mejor nos convencen y decidimos que queremos asumir los padecimientos que nos esperan para evitar la caída de los especuladores irresponsables que nos han llevado a esta situación. Pero en tal caso, habríamos decidido asumir esta deuda y no la estaríamos viviendo como un robo a la ciudadanía.
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