Miles y miles de personas son incapaces por efectos de la crisis de hacer frente al pago de los créditos hipotecarios con los que pudieron acceder a su primera y única vivienda. Como solución al problema y como forma de pago de sus hipotecas se baraja la posibilidad de la dación en pago de la vivienda en la que ahora moran. ¿Es posible, es justo? En este estudio se ofrecen una serie de claves desde la justicia y la ética de cara a la resolución de este dramático problema.Recientemente ha saltado a los medios de comunicación con gran fuerza la cuestión de la extrema dificultad o imposibilidad que tienen muchas personas de poder pagar el crédito hipotecario asumido para la adquisición de su primera vivienda. Como solución del problema se apunta, o más bien se exige, que el deudor pueda verse libre totalmente de la deuda mediante la entrega de la vivienda al acreedor, normalmente un banco o caja de ahorros, quien vendría obligado a aceptar este medio de pago (datio in solutum) si el deudor unilateralmente optara por él, y ello aunque no se hubiera pactado en el contrato original. Políticos de todo signo han discutido esta posibilidad; movimientos sociales la han esgrimido como bandera; e incluso algunas sentencias judiciales la han reconocido. Nos proponemos aquí realizar una primera aproximación al tema, tanto desde el punto de vista jurídico como desde el ético, concluyendo en algunas condiciones prudenciales para la dación en pago.
Aspectos jurídicos
La solución actual de ejecución de la hipoteca, tal como se regula en la Ley Hipotecaria, se considera enormemente perjudicial para el deudor, ya que el precio de adjudicación en la subasta, ante la ausencia de postores, suele ser notablemente inferior al precio de tasación, e incluso al valor actual de mercado, por lo que no cubre el importe de la deuda garantizada. Ésta, dicho sea de paso, se ha incrementado notablemente en el proceso, con los intereses de demora (en torno al 25%) y los gastos de la ejecución de la hipoteca. Como remate de todo ello el deudor se encuentra con que al no cubrir el importe de adjudicación del bien hipotecado el montante total de la deuda, no sólo se queda sin el piso, sino que el banco o caja acreedora ejercita a continuación la acción de responsabilidad patrimonial universal persiguiendo cualquier otro bien, incluidos sueldos o salarios, tal como la regula el artículo 1911 del Código civil: «El deudor responde de sus deudas con todos sus bienes presentes o futuros», principio que deja a salvo el artículo 105 de la Ley Hipotecaria, aunque el crédito esté garantizado con hipoteca. En definitiva, desde un punto de vista social, se le cierra a una cantidad notable de personas la posibilidad de recomponer su futuro económico, máxime en los tiempos de crisis que vivimos.
Desde un punto de vista estrictamente jurídico, hay que tener en cuenta los siguientes principios que regulan cualquier tipo de contrato en nuestro derecho: las obligaciones derivadas de un contrato libremente celebrado tienen fuerza de ley entre las partes contratantes, y deben cumplirse en los términos convenidos (pacta sunt servanda). Así lo establece el artículo 1091 del Código civil. Como consecuencia ineludible de este principio, si una de las partes no cumple voluntariamente lo convenido, pueda la otra parte dar por resuelto el contrato y perseguir cuantos bienes tenga el deudor para obtener el pago de lo que se le adeuda (arts. 1911 del C.c. y 105 de la L.H., ya citados).
En el ámbito del préstamo hipotecario cabe pactar (no imponer unilateralmente el deudor) que el acreedor limite su acción al importe de los bienes hipotecados, liberando el resto del patrimonio del deudor. Así lo establece el artículo 140 de la Ley Hipotecaria. Este precepto, nacido de una intención favorecedora para el deudor, jamás ha tenido aplicación práctica, ya que ningún acreedor ha renunciado voluntariamente a disminuir las garantías para cobrar su crédito. Profesionales con décadas de experiencia en la materia no pueden citar un solo caso en que se haya pactado esa limitación, por lo que puede decirse que estamos en presencia de un precepto bien intencionado, pero muerto.
La llamada cláusula rebus sic stantibus permite que puedan alterarse las consecuencias de un contrato cuando se han modificado sustancialmente los supuestos de hecho en que dicho contrato se basó, siempre que dicha modificación no sea imputable voluntariamente a ninguna de las partes. Podría servir de ejemplo el reciente terremoto de Lorca, que ha destruido edificios enteros, cuyos pisos con toda probabilidad estarían hipotecados, con la consecuencia de que sus propietarios se han quedado sin ellos y, sin embargo, subsiste la deuda, que tampoco podrá ser cobrada sobre un piso inexistente.
A lo largo de toda la historia ha habido limitaciones a la aplicación del principio de responsabilidad patrimonial. Para no aburrir, citemos sólo la de declarar inembargable un mínimo legal, de modo que el deudor pueda cubrir sus necesidades vitales mínimas, cualquiera que sea el montante de su deuda; o las facultades atribuidas a los órganos judiciales de moderar las obligaciones contraídas, en algunos supuestos.
En el caso que nos ocupa parece evidente que las instituciones financieras deben asumir algún tipo de responsabilidad. Para centrar la cuestión destaquemos que en los años setenta y primeros de los ochenta, los préstamos hipotecarios los comercializaban casi en exclusiva el Banco Hipotecario y las Cajas de Ahorro, sobre las siguientes bases: 1) el capital prestado no podía exceder del 80% del precio de compra, de modo que el adquirente, como mínimo, debía aportar el 20% de la operación; 2) el plazo oscilaba entre cinco y diez años de duración, y 3) el deudor sólo podía destinar a la amortización del préstamo el 30% de sus ingresos, ya que se entendía acertadamente que los otros dos tercios los necesitaba para el mantenimiento de su familia.
Al incorporarse a este sector del crédito, la banca trata de conseguir una cuota de mercado a base de «mejorar» las condiciones tradicionales de los préstamos hipotecarios, de modo que: 1) concede préstamos sobre el total del precio de adquisición de la vivienda, en base a una tasación pericial que ellos mismos controlan y que no es extraño que exceda del valor de mercado de la finca; 2) el plazo se alarga desmesuradamente hasta los treinta y cuarenta años, lo que indudablemente incrementa el riesgo de que se alteren las circunstancias del mercado, como en efecto ha ocurrido; 3) se debilita extraordinariamente el criterio de proporcionalidad entre ingresos y cuota de amortización del préstamo, ya que se entiende por la banca que estamos en presencia de un préstamo «apalancado», es decir, que la garantía de su devolución radica principalmente en el valor de la finca, que se supone incrementado cada año, y no en la solvencia del deudor. Con esta política la banca le quitó la mitad del mercado a las Cajas, que se vieron obligadas a adaptarse a la nueva situación, aparte de obtener unos beneficios inmediatos en concepto de comisiones de estudio, de apertura, gastos de tasación y de gestoría, así como otros productos –seguros sobre el bien hipotecado y a veces sobre la vida del deudor, tarjetas de crédito, etc.– «fidelizando» al cliente prácticamente de por vida.
Es claro que el legislador debe dar una respuesta a la nueva situación, como la dio cuando con motivo de los intereses variables dictó la ley de subrogación de hipotecas, que permitía al deudor sustituir a un banco o caja, sin su consentimiento, por otro u otra que mejorase las condiciones del primitivo préstamo. Los criterios jurídicos que pueden tenerse en cuenta para solucionar la problemática actual, deben dejar intactos los principios en que apoya la regulación de los contratos, presentándola como una excepción temporal justificada por la crisis que atravesamos. Sobre ello volveremos al final, tras examinar brevemente algunos aspectos éticos.
Aspectos éticos
Para estudiar desde el punto de vista ético la cuestión de la ejecución hipotecaria, emplearemos la teoría de la virtud que ha formado históricamente el eje de la moral económica católica. En esa teoría, la virtud reguladora por excelencia de las transacciones de mercado es la justicia. Se trata, pues, de establecer la justicia o injusticia en sentido moral de la transacción considerada.
Para la tradición católica, ese sentido moral tiene prioridad sobre el legal a la hora de establecer las obligaciones en conciencia de las personas. La ley moral natural está por encima de la ley positiva. Las obligaciones legales pueden ser impuestas por la fuerza, pero en la medida en que la ley civil contradiga a la justicia entendida en sentido moral, es ley injusta, políticamente ilegítima, que no obliga en conciencia. Esto ha de tenerse muy en cuenta, porque parte de lo que se discute sobre la ‘dación en pago’ viene relacionado con la legitimidad moral del esquema de ejecución hipotecaria que se resumió anteriormente.
La tradición católica a que nos referimos (dentro de la cual pueden situarse autores tan relevantes como Santo Tomás de Aquino en el siglo XIII, San Bernardino de Siena, San Antonino de Florencia, Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Tomás de Mercado... hasta San Alfonso María de Ligorio en el siglo XVIII) ofrece dos modos de analizar la justicia de una transacción de mercado: intentando objetivar un ‘precio justo’ del bien transado, o bien atendiendo a las condiciones subjetivas bajo las que ocurre el contrato. La injusticia consiste en el ejercicio de un poder sobre otro (aspecto subjetivo) que rompe el equilibrio entre las partes adecuado a la relación de que se trate (aspecto objetivo). Quien realiza la injusticia se beneficia más de lo debido, a costa de que su contraparte reciba menos, o incluso sufra un perjuicio.
La aproximación objetiva al estudio de la justicia se basa en identificar ese equilibrio debido y evaluar la relación concreta por relación a él. Para esto, se emplean como referencia de precio justo algunos valores socialmente formados, que ninguna de las partes pudiera manipular para explotar a la otra; por ejemplo, el precio resultante de un mercado de competencia cercana a la perfecta, uno directamente derivado de los costes sociales de producción, o incluso un precio estatalmente regulado, si la regulación está bien hecha desde el punto de vista técnico. Tales valores tienden todos a acercar el precio justo al coste de producción del bien o servicio transado, incluyendo el coste de oportunidad en una economía a su vez de precios justos. Se trata en ese sentido de una teoría objetiva (o, mejor, social) de la justicia en las transacciones.
Este camino analítico da resultados más claros en mercados estables, donde el ‘precio justo’ de las cosas se ha asentado en la conciencia colectiva gracias a la misma estabilidad general de los precios en las cercanías de los costes de producción. Mercados más dinámicos generan referencias rápidamente cambiantes, que se modifican unas a otras en cadena (los precios de ciertos bienes influyen sobre los de otros). En tal caso, puede resultar muy difícil establecer en cada momento referencias precisas para la justicia de un determinado precio. Las circunstancias fluidas y las expectativas volátiles lo impiden. Ese fue el caso del mercado inmobiliario español en la época en que se firmaron los contratos que nos ocupan: un mercado fuertemente afectado por decisiones de la micropolítica municipal y sometido a intensas presiones especulativas, cuyos precios subían en promedio alrededor del 14% anual, mientras la inflación general estaba en torno al 3%.
Por ello, emplearemos aquí mejor la variante subjetiva de la teoría de la justicia de tradición católica, que atiende no a los términos objetivos de intercambio, sino al ejercicio de poder en la transacción. Así, todo contrato en que las partes entran voluntariamente es, por ello mismo, justo: volenti non fit injuria, «a quien lo quiere, no se le hace injusticia». Si no hay imposición de una parte sobre la otra, puede estimarse que la relación fue justa en los términos en que se acordara, puesto que la parte aparentemente perjudicada no hubiera entrado en ella si la considerara perjudicial para sí.
A primera vista, ello cubre los contratos hipotecarios firmados en los últimos años, de manera que no habría más que hablar: son justos y deben cumplirse en los términos estipulados, puesto que fueron voluntarios por ambas partes. Se trata de transacciones de mercado donde ni el banco ni su cliente pueden ejercer poder coactivo, así que no hay lugar a la imposición que podría hacerlas injustas.
La teoría clásica de la justicia a que nos referimos exige, sin embargo, una voluntariedad perfecta para que este criterio, por sí solo, pueda concluir en la justicia de la transacción. Los escolásticos definían la voluntariedad perfecta como aquella exenta de coacción, ignorancia y necesidad. La presencia de alguno de estos limitantes de la voluntariedad no hace a la relación automáticamente injusta, pero sí impide declararla justa por el hecho de haber entrado prima facie voluntariamente en ella. Como indicamos anteriormente, la coacción no está presente en los contratos hipotecarios de los últimos años. Sin embargo, hay lugar para preguntarse por la ignorancia (en el momento de firmar el contrato) y por la necesidad (al momento de ejecutar la hipoteca impagada). Respecto a ambas, la asimetría entre la posición de la entidad financiera y la del particular es grande, lo que da lugar a un desequilibrio de poder que podría resultar en injusticia.
Nos centramos en el caso del particular, a menudo corto de recursos económicos, sociales y profesionales, que pidió una hipoteca para adquirir su primera vivienda. La racionalidad económica de hacerlo cuanto antes era obvia: por años, la vivienda subió de precio en España muy por encima de la inflación, que constituye la referencia general para la actualización de sueldos y salarios. Un año de retraso en la compra podía encarecer la vivenda hasta un 10% en relación al ingreso de la familia.
El comprador ciertamente recibió la documentación que estipulaba los términos del contrato con el detalle de ley, aunque probablemente carecía de la información e incluso de la formación para hacer las preguntas necesarias respecto a las probabilidades y consecuencias de que el ciclo económico cambiara, afectando tanto a su ingreso como al valor de mercado de la vivienda. A ese posible cambio de ciclo lo llamaremos el «riesgo macroeconómico» asociado al préstamo hipotecario.
Ahí se encuentra la asimetría fundamental de información que nos preocupa desde el punto de vista de la justicia del contrato. En un entorno competitivo, cada institución financiera desea ganar la hipoteca de la persona, hipoteca que, como indicamos, frecuentemente arrastra todas sus finanzas: domiciliación de la nómina y los recibos, gestión del ahorro, contratación de un seguro, tarjetas de crédito, etc. Para ello emplea técnicas de marketing que incluyen dar relevancia verbal y visual a una parte de la información en torno al producto, la más atractiva, dejando para la ‘letra pequeña’ escrita (o, más remotamente, contenida en la ley) otros aspectos del contrato, particularmente los que explican qué ocurrirá si las cosas van mal.
La tendencia general del marketing a resaltar los aspectos positivos del producto y poner sordina a los negativos, puede verse acentuada cuando se desciende de la política general del banco o caja a la actuación de sus agentes, los directores y comerciales de las agencias, quienes realizan la colocación de los créditos al público. Estas personas suelen estar sometidas a objetivos de ‘productividad’ de los que depende su remuneración e incluso su empleo. Para alcanzar esos objetivos, a menudo emplean técnicas verbales y gestuales de comunicación emocional basada en el entusiasmo y la confianza, que dirigen el pensamiento del cliente aún más lejos de la consideración equilibrada de los riesgos en que incurre. Para engañar no es preciso mentir. Basta, por ejemplo, con responder en 2007 a la pregunta de un cliente: «Los precios de la vivienda están muy altos. ¿No empezarán a bajar?», diciendo con aire de despreocupada tranquilidad: «Llevan diez años subiendo muy por encima de la inflación», lo que a mediados de 2007 era rigurosamente cierto, pero inducía a engaño.
También es cierto que las instituciones financieras cuentan con mejor información sobre el entorno económico que sus clientes; por tanto, tienen un mejor conocimiento de los riesgos macroeconómicos en que incurren las dos partes de un contrato a plazo de décadas. Para ello contratan economistas y mantienen departamentos de estudios cuya misión incluye conocer la teoría del ciclo de las finanzas, situar sus operaciones en esos ciclos, detectar burbujas susceptibles de estallar, y proteger a la institución de verse atrapada en ellas. El cliente, particularmente el pequeño cliente que compra la vivienda para habitarla, por lo general no cuenta con ninguno de esos servicios, ni el banco o caja comparte con él la información y los estimados de futuro que posee, sobre todo si al hacerlo podría espantar el negocio.
La institución está en su derecho de no compartir información y análisis que le ha costado dinero, pero acaso no tenga derecho moral a entablar contratos que sólo resultarán en beneficio del cliente en los escenarios más optimistas, particularmente si ella sabe que esos escenarios se están volviendo más y más improbables. El problema estriba, pues, en que la asimetría de información y capacidad analítica permitió a las instituciones financieras plantear esquemas de distribución de los riesgos macroeconómicos del contrato hipotecario francamente sesgados contra sus clientes económicamente más vulnerables y profesionalmente más desasistidos.
La actuación del Estado puede mitigar la potencialidad de esa asimetría para la injusticia, o agravarla. En el caso español, las declaraciones de funcionarios públicos cuando la burbuja inmobiliaria crecía y más tarde se acercaba a la explosión, resultaron nefastas. El ciudadano que recibiera sus ideas sobre perspectivas macroeconómicas de los portavoces oficiales, aprendería que la vivienda no estaba sobrevaluada, puesto que los españoles seguían comprándola, que no había crisis ni iba a haberla, como se repitió durante meses, o que a lo más podía hablarse de un ‘aterrizaje suave’ por el que no debíamos alarmarnos. La conveniencia política de corto plazo afectó la veracidad de quienes tienen el deber estricto de informar a los agentes económicos sobre el estado real de cosas, para que puedan decidir con acierto.
Como a su vez el empleado del banco o la caja, deseoso de colocar el crédito para cubrir los objetivos trimestrales, confirmaba al cliente con palabras o con gestos la misma idea que éste recibía de la televisión, es adecuado hablar de un involuntario de ignorancia en estos contratos.
Esta ignorancia del pequeño comprador frente a grandes agentes sociales que le inducían a engaño, no hace necesariamente injusto al contrato, pero impide darlo por justo, por tanto moralmente obligatorio para el comprador, sólo porque lo firmara de manera simplicitervoluntaria.
El examen de la justicia del contrato debe entonces volverse al punto objetivo de la distribución del riesgo macroeconómico en él. El equilibrio de justicia en la relación de mercado, que en su esencia es un juego gana-gana, se alcanza cuando ésta resulta en ganancia comparable para las dos partes. Tratándose de un asunto moral de justicia, cada cual debe participar en la relación de mercado ocupándose no sólo de la ganancia para sí, sino también asegurándose de que la contraparte está obteniendo (y no sólo creyendo obtener) una ganancia comparable.
Aunque ciertamente al banco o caja le conviene más que el repago de los créditos proceda normalmente, y le crea un serio problema que un porcentaje significativo de ellos fallen, lo cierto es que los contratos hipotecarios y los mecanismos subsiguientes de subasta están diseñados de manera que el riesgo macroeconómico que corre el cliente es desproporcionadamente mayor al de la institución financiera. Ésta, además, cuenta con su capacidad para crear ‘riesgo sistémico’ al conjunto de la economía, lo que fuerza al Estado a cubrir sus apuestas cuando salen mal, una posibilidad fuera del alcance del ciudadano deshauciado por impago de la hipoteca.
Al final, cientos de miles de familias están en trance de perder su primera vivienda como consecuencia del desempleo, y son lanzadas a liquidaciones a precios deprimidos que las dejarán endeudadas durante largo tiempo, con la perspectiva de muchos años trabajando para el acreedor. Esto es, están quedando en una condición cercana a la esclavitud económica. Ninguna tragedia comparable afecta a los accionistas de las instituciones financieras generosamente cubiertas por el BCE y por los mecanismos nacionales de soporte del sistema; ni a sus directivos, eventualmente premiados con escandalosas jubilaciones; ni a los gobernantes que mintiendo desorientaron a los peor informados cuando más necesitaban información realista para decidir. El coste de los errores en el cálculo del riesgo macroeconómico viene así repartido de manera muy injusta, recayendo la mayor parte de él sobre quienes menos obligación y menos posibilidades tenían de estimar ese riesgo correctamente.
Por tanto, desde el punto de vista ético puede afirmarse que las ejecuciones hipotecarias de primeras viviendas, cuando los impagos derivan de los trastornos macroeconómicos que sufrimos, son injustas tal como están planteadas. Ello es más así porque, como resultado de esas ejecuciones, muchas familias están en riesgo de caer en lo que la moral católica llama el ‘estado de necesidad’, en que su integración social digna viene amenazada no sólo puntualmente, sino a largo plazo. Es oportuno recordar que la doctrina tradicional católica sobre el estado de necesidad incluye la relativización de los derechos de propiedad, incluyendo las posiciones acreedoras, cuando ello es preciso para evitar que una familia caiga en tal situación.
Criterios de resolución del problema ético-social
Ante este cuadro, resulta claro que el derecho da la razón a las entidades financieras que se niegan a aceptar la dación en pago; mientras que hay fuertes argumentos para sostener que la distribución del riesgo macroeconómico en los contratos corrientes de hipoteca es injusta, por lo que la ética da la razón a quienes propugnan la dación en pago en ciertos casos. En el pensamiento católico, cuando las consecuencias de una injusticia sancionada por la ley civil amenazan a la integración socio-económica de familias humildes, esas consecuencias deben ser evitadas, realizando las excepciones o interpretaciones necesarias a la ley.
La tradición católica en Ética social insiste en cuidar los equilibrios.
Como hemos señalado, en este caso hay injusticia por razón de un desequilibrio en la distribución de los riesgos macroeconómicos. Ese desequilibrio habrá de ser corregido con prudencia, para impedir la creación de un sistema perverso de incentivos que genere desequilibrios mayores o más peligrosos. Algunos criterios prudenciales deberían modalizar la atribución al deudor de liberarse totalmente de la deuda mediante la entrega de la finca hipotecada, para que realice la justicia en vez de distorsionarla:
a) Sólo se aplicaría en el caso de préstamos destinados a la adquisición de la vivienda habitual de deudor, excluyendo aquellos destinados a otros fines, como locales comerciales, plazas de garaje, fincas rústicas, solares, segundas viviendas, etc. La razón parece clara, ya que la adquisición de la vivienda habitual no se plantea por el comprador como un negocio, sino como el modo de cubrir una necesidad primaria, amparada por la Constitución; en los demás supuestos estamos en presencia de un puro y duro negocio en el que cada parte debe asumir el riesgo que libremente acepta.
b) Deberían excluirse aquellas viviendas habituales que excedan de una determinada cuantía, que socialmente se estime como suntuarias. Sería excesivo que se aplique esta doctrina para el caso de la adquisición de un chalet en Somosaguas o Puerta de Hierro, por ejemplo.
c) El deudor, para ejercitar dicha facultad, debería estar al corriente de sus obligaciones ordinarias. No parece lógico atribuir esta facultad al que deja de pagar, con lo que se incrementa la deuda con intereses de demora y gastos judiciales, dejando transcurrir el tiempo hasta que se decrete el desahucio y sólo entonces ejercita la datio in solutio. Ésta debería ejercitarse al principio como un modo normal del cumplimiento de buena fe del contrato, y no al final con los daños y perjuicios que ello conlleva para la institución financiera.
d) La medida debería tener una duración limitada mientras subsista la situación de crisis macroeconómica que padecemos. Lo contrario llevaría prácticamente a la desaparición del préstamo hipotecario, ya que ninguna entidad está interesada en adquirir viviendas, sino en obtener la devolución de su dinero en los plazos y formas estipuladas.
e) La medida tampoco sería aplicable a los deudores que estén en condiciones de seguir pagando su deuda, ya que tiene la finalidad de amparar a los que no están en tal situación. Lo contrario permitiría a un deudor solvente, que adquirió una vivienda por un precio determinado, liberarse de la deuda y seguidamente adquirir otra vivienda similar por un precio inferior, endosando a la entidad acreedora la bajada de precio de mercado, cosa que indudablemente no haría si el mercado siguiera al alza.
f) Finalmente, los poderes públicos deben evitar que con estas medidas se pueda producir un colapso de alguna entidad financiera, que por efecto dominó se puede trasladar al sistema, con el perjuicio directo para sus impositores, accionistas y empleados, e indirecto para toda la economía del país. No puede solucionarse un problema creando otro igual o mayor.
Si, como se ha argumentado por el sector financiero, aceptar siquiera sea en estas circunstancias excepcionales la dación en pago, produciría una retracción y un encarecimiento del crédito hipotecario, tal vez eso sea buena y no mala noticia. Sintiendo las entidades financieras que una parte mayor del riesgo macroeconómico recaerá sobre ellas, probablemente se modere mucho la imprudencia suya que nos llevó a esta burbuja inmobiliaria, y volvamos a las prácticas y los precios razonables que solían regir este mercado en España.
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