LOS GRITOS DE LAS VÍCTIMAS

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Alberto Garzón, en La Opinión de Málaga

Recordaba el filósofo esloveno Žižek que es “mucho más difícil para nosotros torturar a un individuo que permitir desde lejos el lanzamiento de una bomba que puede causar una muerte mucho más dolorosa a miles de personas”. Y es que la clave de un acto violento no está tanto en el método con el que se ejerce como en sus efectos, que son los que verdaderamente permiten valorar el daño real causado a la víctima.

Estamos rodeados de actos violentos. No sólo de aquella violencia que vemos a través de imágenes en los telediarios y en las grandes producciones cinematográficas y que se refieren bien a eventos ficticios bien a eventos lejanos para nosotros. También nos rodea la violencia ejercida desde los despachos de los ejecutivos de las grandes empresas y desde las reuniones de los parlamentos nacionales. Esta segunda violencia no es que sea invisible, porque sus efectos son bien evidentes, pero sí que tiene la apariencia de estar desconectada.

A menudo no es fácil percibir que cuando un ejecutivo firma un despido está en realidad desposeyendo a un trabajador del único medio que tiene para sobrevivir y que, en consecuencia, está empujando al susodicho a un abismo del que quizás no pueda salir nunca. Similarmente, cuando los diputados del Partido Popular presionaron el botón verde para aprobar los recortes en sanidad, robando así a los inmigrantes su categoría de ciudadanos, el efecto real fue cerrarles las puertas de los ambulatorios y hospitales a miles de personas. Ejercieron, sin contacto físico, una violencia inigualable.



Es acertado afirmar que estamos padeciendo una estafa, pero no lo es menos añadir que ésta es también de carácter violento. En nuestro país se están saqueando las arcas públicas para salvar los beneficios de los bancos internacionales, y para ello se están dinamitando los derechos sociales y económicos de los trabajadores. Y una de las manifestaciones más claras de todo este proceso ha sido la inacción de un Gobierno que ha permitido que las sagradas leyes del mercado expropiaran sus viviendas a personas que ya no podían seguir pagándolas. El Gobierno ha permitido, de esa forma, que miles de familias sufrieran que las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado asaltaran sus viviendas y que con extraordinaria agresividad expulsaran a todos los miembros y solidarios vecinos del interior. Un acto, el del desahucio, que sólo tiene como objetivo transferir la propiedad efectiva de una vivienda a los bancos. Bancos, no lo olvidemos, que son los principales responsables de que nuestro país esté en bancarrota. Bancos, también, rescatados con el dinero fruto del esfuerzo de los trabajadores que pagamos impuestos honradamente y que no somos como los Bárcenas, Urdangarines y Borbones varios, cuyos corazones residen en Suiza.

Según las encuestas en nuestro país el apoyo a los escraches está por encima del 70%. Ese es uno de los rasgos de la solidaridad con las víctimas de los desahucios, y que son aquellos que sólo encuentran esta forma para expresar su desesperación ante la violencia ejercida por sus trajeadas señorías. Algunas de estas señorías disfrutan de varias viviendas y cobran 1.800 euros al mes para hacer frente a gastos de mantenimiento. Que ahora se enojen por escuchar los gritos de las víctimas de sus propias acciones es el colmo de la hipocresía y el cinismo. Que con la paz social dinamitada, con autoría en estas mismas señorías, exijan respeto a las instituciones que ellos mismos rompen e insultan, sólo puede servir para disfrutar del estruendo de una enorme carcajada colectiva. Es posible que a los diputados del PP no les guste expulsar a los trabajadores de sus casas, pero lo cierto es que lo promueven. Y, lo que es más importante, podrían evitarlo y no lo hacen.

No, manifestarse ante los diputados para exigir justicia no es un acto violento ni tampoco ilegítimo. Se trata de la reacción lógica de quienes aún desde el pacifismo responden a sus agresores y a quienes legalmente les arrebatan sus vidas.

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