Seguramente es casualidad, pero el fin de la guerra de Iraq ha coincidido con la aparición de otra guerra cuyas consecuencias son todavía desconocidas: la guerra monetaria mundial.
La batalla se está librando en tres escenarios. El primero es China. Como parte de su política de promoción de las exportaciones, China se ha dedicado tradicionalmente a la compra masiva de dólares. La idea es que al aumentar la demanda de dólares, la divisa norteamericana se encarece y, por lo tanto, también lo hacen los productos que se compran con esa moneda. Eso permite a las empresas chinas penetrar en el mercado más grande del mundo, multiplicar sus exportaciones y crecer generando, de paso, un enorme déficit comercial en Estados Unidos. Que los chinos vivan y crezcan a costa de los norteamericanos no importaba mientas las cosas iban bien. Ahora que hay crisis en EE. UU., empresas y trabajadores manifiestan su creciente enfado.
Las consecuencias de esa irritación son imprevisibles.
El segundo escenario donde se está librando la guerra de divisas son los países en vías de desarrollo, que parecen haberse recuperado rápidamente de la crisis financiera. Por primera vez en la historia, los países pobres, desde Asia hasta América Latina pasando por África,están creciendo más que los ricos y convergiendo a alta velocidad. Esta gran noticia confirma que la combinación de globalización y buenas políticas económicas (y no la globofobia y el chupacabrismo) son las recetas para la eliminación de la pobreza en el mundo.
Pero una consecuencia de este éxito es que los grandes fondos de capitales globales están invirtiendo en países como Brasil, India o Chile. El problema es que para ello hace falta comprar moneda local, lo que encarece el real, la rupia o el peso chileno. Eso hace que a las empresas locales les cueste exportar o competir con las extranjeras y presionen a sus autoridades para que impidan la apreciación de sus monedas. Las autoridades monetarias intentan, pues, comprar moneda extranjera, con lo que la batalla monetaria está servida.
Incluso algunos países como Brasil, Colombia o Perú están poniendo impuestos penalizadores a la entrada de capitales.
El tercer teatro bélico es el de los países ricos: Estados Unidos, Europa y Japón. Después de ver como sus autoridades monetarias reducían los tipos de interés a casi cero y de asistir atónitos al fracaso de sus políticas fiscales keynesianamente expansivas (¡y mira que nosotros les avisamos desde estas páginas!), en los últimos meses se han inventado una nueva fórmula llamada quantitative easing o facilitación cuantitativa. Un paréntesis lingüístico: ya sé que esta expresión no tiene sentido en español pero, créanme, ¡en inglés tampoco lo tiene!
Sigamos. La facilitación cuantitativa consiste en hacer que el Banco Central imprima billetes y con ellos compre activos, principalmente deuda pública y privada. Con ello se intenta que haya más dinero en circulación que acabe llegando a bancos y empresas para que reactiven la actividad económica. El problema es que imprimir dinero tiene dos consecuencias adicionales. La primera es que suben los precios. Ya saben: como el dinero se utiliza para comprar cosas, cuando en la economía hay dos cosas y dos euros cada cosa vale un euro. Si el banco central imprime dos mil euros y hay dos cosas,cada cosa vale mil euros. Es decir, cuando se imprime dinero, suben los precios de las cosas y se crea inflación. No hay más.
La segunda consecuencia de imprimir dinero es que el valor de tu divisa cae. Eso encarece los productos extranjeros y abarata los tuyos, lo cual es muy positivo para tus empresas productoras… pero muy negativo para los exportadores de los demás países. Cuando los extranjeros ven lo que les estás haciendo, lógicamente, quieren defenderse y se vengan haciendo exactamente lo mismo. Es decir, se dedican también a imprimir dinero para rebajar el valor de su moneda y abaratar las exportaciones. Pero claro, si los americanos imprimen dólares para bajar su cotización en relación con el yuan y los chinos imprimen yuanes para bajar su cotización con el dólar, a la larga nadie consigue abaratar su divisa y todos acaban habiendo imprimido montañas de dinero y con una gran inflación.
Tenemos, pues, que en tres teatros bélicos distintos se está librando una guerra monetaria. ¿Y qué?, se preguntarán ustedes. Pues bien, la verdad es que las consecuencias directas de la batalla no son muy importantes. Ahora bien, el peligro de la guerra reside en las consecuencias indirectas: la pérdida de exportaciones causadas por la apreciación de las monedas genera sentimientos proteccionistas. Es decir, los sectores exportadores que pierden negocio y puestos de trabajo tienden a ejercer presión política a sus gobiernos para que adopten medidas que restrinjan la entrada de productos extranjeros. Y eso sí que puede ser catastrófico. De hecho, lo que transformó la crisis del 29 en la gran depresión de los años 30 fue la adopción de medidas proteccionistas por parte de todos. De ahí que desde América Latina hasta Europa pasando por Estados Unidos las voces a favor de la protección de las empresas locales y en contra del libre comercio sean cada vez más estruendosas.
Los gobiernos deben reaccionar con políticas que aumenten la productividad de sus empresas y no cediendo ante las presiones proteccionistas.
Si lo hacen, nuestras economías sufrirán las consecuencias más devastadoras de la actual guerra monetaria.
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