MENSAJE A LOS BANQUEROS

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Timothy Garton, en 'El País'

Al decir "banqueros" me refiero a cualquiera que haya ganado un montón de dinero en el sector financiero durante el último cuarto de siglo. Al decir "una parte", quiero decir una parte del dinero. Al decir "devuelvan" pretendo que lo devuelvan a las sociedades -en sus propios países y en otros- que sufren hoy como consecuencia de una crisis que nació en esas instituciones financieras; unas sociedades que después tuvieron que rescatar a varias de esas instituciones, porque eran "demasiado grandes para dejar que se hundieran". Y al decir "devuelvan" digo también que den ese dinero, que, ahora que se aproxima la Navidad, saquen el talonario o entren en sus cuentas bancarias por Internet, que busquen organizaciones benéficas de las que verdaderamente ayudan a los pobres, los débiles, los enfermos, y les donen una pequeña proporción de sus ganancias. Será un pequeño paso para ustedes, y uno inmenso para los más necesitados.

Hay personas muy ricas que dan con gran generosidad, a veces sin buscar el reconocimiento público. Me descubro ante ellos. Pero, en general, da la impresión -al menos en Reino Unido- de que la generosidad no es proporcional a la renta. Un estudio realizado por el Consejo Nacional de Organizaciones Voluntarias y la Fundación de Ayuda a Organizaciones Benéficas (CAF) indica que, mientras que los que ganan menos de 32.000 libras (37.000 euros) al año dan, por término medio, más del 1% de sus ingresos a obras benéficas, los que ganan más de 52.000 libras (60.000 euros) anuales dan un promedio del 0,8%. Los menos ricos donan más proporción de sus rentas que los más ricos.



El cálculo es complicado de hacer, sin duda, porque los ricos tienen gran parte de su fortuna en acciones y otras formas de capital o propiedades que son difíciles de medir. La "Lista de donantes" publicada por The Sunday Times, basada en su propia "Lista de los más ricos", calcula que, en 2010, las donaciones de los 100 mayores filántropos británicos sumaron 2.490 millones de libras, casi la cuarta parte del total de donaciones individuales en ese mismo año (10.600 millones de libras).

Lo que no sabemos es cuánto dieron el resto de las aproximadamente 5.000 personas con activos personales de 20 millones de libras o más, de cuyos impuestos se encarga una "unidad especial de altos ingresos" en el Ministerio de Hacienda británico. Pero es evidente que muchos de ellos podrían donar mucho más sin que su estilo de vida resultara perjudicado.

John Low, consejero delegado de CAF, pidió esta semana que todo el mundo dé al menos el 1,5% de sus ingresos cada año a organizaciones benéficas, "y que el porcentaje aumente en el caso de quienes poseen más riqueza".

Una campaña nacida en Oxford y llamada Giving what we can (Dar lo que podemos)

[www.givingwhatwecan.org] se ha fijado un objetivo todavía más ambicioso. Nos invita a comprometernos a dar al menos el 10% de nuestros ingresos anuales. Con un utilitarismo estricto y riguroso, este grupo -dirigido por el filósofo de Oxford Toby Ord- sugiere que donemos a las organizaciones más rentables, las que tienen un efecto medible en vidas salvadas y otros índices. Ofrece una calculadora en Internet

[http://www.givingwhatwecan.org/resources/what-you-can-achieve.php] que señala que, por ejemplo, si uno da una décima parte de unos ingresos anuales de 100.000 libras durante los próximos 10 años, podría salvar 368 vidas, o financiar 55.193 años de escolaridad para niños en países en vías de desarrollo. Si sus conciencias les empujan a centrarse en los necesitados de su propio entorno (desarrollado), los beneficios cuantitativos serán inferiores, pero seguirán siendo muy importantes.

¿Pero por qué destaco a los banqueros? No son los únicos, por supuesto. El argumento ético es aplicable a cualquier persona acomodada. En especial, a los directivos de las grandes empresas que reciben remuneraciones excesivas. Sin embargo, hay algo de particular en el caso de los banqueros, cuya conducta colectiva y cuyos errores de cálculo contribuyeron de manera fundamental a meternos en este lío.

Tenían más facilidad de acceso a activos líquidos que la mayoría de los que trabajaban en otros sectores. Se quedaban con una proporción enorme de los beneficios, más que en la mayoría de los demás sectores. Esos beneficios se calculaban sobre el papel, de año en año, teniendo muy poco en cuenta el riesgo a largo plazo. Los tratos, los riesgos que impulsaban esos beneficios anuales, nacían, en gran parte, de saber que en cuestión de meses iban a traducirse en inmensas primas para sus bolsillos.

"Seamos sinceros", dijo el otro día a la BBC John Nelson, el nuevo responsable del sector de seguros de Lloyd's de Londres, "uno de los principales motivos era la remuneración".

Y cuando llegó la crisis, se fueron tan tranquilos, sin nada más grave que una reputación colectiva ligeramente empañada. Qué distinto de aquellos primeros socios con una responsabilidad individual infinita, en la vieja e imperturbable City de Londres en la que mi padre y mi abuelo desempeñaban honradamente su trabajo.

Pero estos banqueros de nuevo cuño siguieron adelante, en bancos rescatados por nosotros, los contribuyentes. Estas Navidades volverán a sus casas -y pasarán al lado de los concentrados ante la catedral de San Pablo- con inmensas primas injustificadas. Y cuando digo injustificadas, quiero decir injustificadas. Nos dicen sin cesar que deben pagar esas enormes recompensas porque esos superhombres y supermujeres son muy pocos y escogidos y, de no hacerlo, nos los robarán desde Fráncfort, Nueva York o Shanghái. Vaya memez. Hay un grupo pequeño y muy escogido de grandes violinistas, escritores, empresarios, tenistas. Que les recompensen todo lo que quieran. Roger Federer, J. K. Rowling, Steve Jobs, Yehudi Menuhin, valen cada millón que se les pague, a mi juicio. Pero, ¿los banqueros?

En la universidad, hace unos 30 años, tenía varios amigos que se fueron a trabajar a la banca. No cabe duda de que eran muy inteligentes, motivados y trabajadores; ¿pero de verdad eran excepcionales, únicos, irrepetibles? No. Lo único excepcional fue la generosidad que esta profesión concreta, en este momento concreto, mostró hacia ellos. Años después, alguna vez, estaba con uno de ellos, los dos rodeados de folletos de agentes inmobiliarios sobre casas de campo multimillonarias, y él me explicaba: "Sí, la verdad es que la city me ha tratado muy bien". ¡Qué magnífico eufemismo!

Quiero aclarar lo que no estoy diciendo. No estoy diciendo, como claman muchos manifestantes en San Pablo, que necesitamos una alternativa al capitalismo. Lo que necesitamos es un capitalismo alternativo, con más Escandinavia y menos casinos de pacotilla. No estoy sintiéndome neovictoriano ni diciendo que la beneficencia individual puede solucionar los problemas fundamentales. Para resolverlos, necesitamos cambios estructurales: muros de protección, o incluso una separación total, entre bancos de atención personal y bancos de inversiones (para que no pase nada si estos quiebran), acuerdos plurianuales de recuperación de las primas que resulten injustificadas, impuestos sobre las transacciones financieras, etcétera.

Tampoco digo que esos banqueros fueran todos malos. Ante una tentación organizada semejante, ¿cuántos de nosotros habríamos resistido?

Lo único que digo es que aquí hay algo que un grupo histórico concreto de personas, que se enriquecieron muy deprisa -según se ha visto después, a expensas de otros-, pueden hacer para ayudar. Llámenlo expiación, si quieren. Llámenlo actuar como es debido. Llámenlo como quieran. Pero háganlo.

Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos: ideas y personajes para una década sin nombre. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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