Manfred Nolte, en El blog de Manfred Nolte / El Correo
De forma gradual, apenas perceptible, la ciudadanía asiste confundida a un proceso de pérdida en la capacidad de decisión de las Instituciones nacionales sobre asuntos cruciales del día a día. ¿Quién es ese ladrón sigiloso que al invadir nuestra propiedad en busca de su botín, pisotea los resortes de las reglas democráticas basadas en las urnas y la delegación en los cargos electos para que ellos, y no otros, legislen y gobiernen el país?
Hace escasos días, sin ir más lejos, la portada de este mismo periódico recogía en titulares la orden cursada por Bruselas al Parlamento vasco para modificar la vigente ley autonómica de Cajas de Ahorro, conciliándola con el texto del ‘Memorando de entendimiento’ que recoge las condiciones exigidas a España a cambio del rescate multimillonario de su sistema financiero. Es Bruselas, no Vitoria, ni siquiera Madrid, el que dicta unos requisitos que circunvalan olímpicamente el circuito ordinario de representación popular.
Notemos bien que no se trata de aquellas normas que en virtud de nuestra adhesión a la Unión Europea nos obligan a su cumplimiento como es el caso de las disposiciones del Tratado de la Unión, los Reglamentos o las Directivas comunitarias a través de un sistema de trasposición o adaptación. El llamado acervo comunitario y las normas que se han señalado tienen un efecto directo y vinculante porque así fue convenido libre y soberanamente en las instancia y tiempos en que hubo lugar. En similar tesitura se halla la problemática de un Banco Central Europeo, miope y alicorto de nacimiento, a pesar de sus sonoros éxitos recientes. Su enorme influencia en el devenir de los países periféricos no corre pareja con su representatividad y su proclamada independencia es de difícil interpretación. Pero en cuanto que sus estatutos emanan del Tratado, hay que darlo por asumido políticamente.
El robo silencioso y creciente al que se somete a la capacidad de decisión ciudadana es aun más flagrante, si cabe, cuando se alude a determinados poderes, unos visibles y concretos como las agencias de calificación, y otros abstractos e invisibles, capaces de sortear las barreras impuestas por los gobiernos nacionales y arrinconarlos en la cuerdas en un abrir y cerrar de ojos, amenazándolos simple y llanamente con la quiebra: son hijos de una globalización descontrolada y responden al fatídico apelativo de ‘los mercados’. Unos mercados que condenan sin piedad, aplauden y aprueban, o se muestran simplemente cautos y silenciosos atentos a cualquier dato o noticia que agite las delicadas aguas de la confianza.
Las agencias de rating –un monopolio global de tres firmas– deben su poder seudo-omnímodo a la opacidad de los productos financieros, o a la complejidad de evaluación de organismos mastodónticos, grandes corporaciones, incluso Estados, sustituyendo así la decisión poco o nada fundamentada del inversor no institucional. La elevación o disminución de un grado en la nota otorgada a un emisor soberano dictada por una de estas agencias, no siempre objetivas y fiables, tiene una incidencia extraordinaria sobre el coste de su deuda y en consecuencia sobre la viabilidad de sus cuentas fiscales.
Pero el auténtico monstruo de esta historia inextricable son ‘los mercados’, esto es los mercados financieros, un ser oscuro, técnico, prodigioso e indiscutible. El desempleo, los recortes de servicios públicos, las congelaciones salariales o las privatizaciones de empresas estatales se justifican como exigencias de ‘los mercados’. Sobre todo en los países en crisis, con déficits fiscales significativos y niveles de deuda elevados, el dictado de los mercados para ajustar los niveles de confianza es tan determinante, si no más, que la inventiva de los gobiernos para actuar dentro de los rígidos corsés que aquellos les imponen. Acertaba Felipe González al reconocer que “la dictadura de los mercados está por encima de las democracias”.
Pero, ¿quiénes son ‘los mercados’ financieros? Y, ¿de verdad están por encima de la democracia?
Al igual que cualesquiera otros, los mercados financieros son puntos de transacción entre oferentes y demandantes, con enclaves físicos en unos casos y virtuales o electrónicos en otros. Organizados o no, intercambian operaciones en los cuatro ámbitos que les competen: renta fija, renta variable, divisas y derivados. El campo de mayor resonancia reciente es el primero que comprende tanto las emisiones publicas como las privada. Y como en cualquier otro campo, la significación de los actores residirá en su tamaño y volumen de actividad. En nuestro caso, la gran Banca, las Compañías de seguros y las Entidades de inversión colectiva (Fondos de Inversión, Hedge Funds y Fondos de Pensiones) acaparan un protagonismo casi excluyente. Las cifras que manejan multiplican en decenas de veces el valor del PIB mundial.
El punto crítico del tema es que estos agentes se nutren en buena medida, aunque no mayoritariamente, de los Fondos de particulares y empresas que les encomiendan su ahorro confiando en que lo canalizarán hacia una inversión segura y rentable. Llegado a este punto,-en su consecuencia- ‘los mercados’ también nos incluyen a nosotros.
Para responder a la incidencia democrática –o sea, antidemocrática- de los mercados, no puede obviarse la evidencia de que, a pesar de la hecatombe social de la que son cooperadores necesarios, nadie osa cuestionar los fundamentos del sistema económico que lo alimenta, otorgándole unas libertades cada vez mayores que simultáneamente se detraen de las soberanías nacionales y se hurtan al ciudadano individualizado.
En un proceso autoalimentado, los mercados han ganado espacio democrático en un buen número de apartados económicos. Quizá el más significativo es el tratamiento que el mercado hace de las personas que son tratadas como factores de producción allí donde la sociedad democrática promueve al individuo como un fin en sí mismo. Su consecuencia inmediata es la redistribución continuada y regresiva de la riqueza desde las clases más modestas hacia los ricos, frente al postulado democrático de la igualdad de las personas. Las políticas de desregulación, deslocalización y privatización se cuelan directamente entre estos supuestos. La globalización crea un colectivo de nómadas frente al sedentarismo necesario para la creación de una representación política. Sus resultados son el desconcierto y el inmovilismo ante los nuevos poderes fácticos, las nuevas dictaduras.
A medida que los parlamentos pierden poder frente a instancias supranacionales como los Bancos Centrales o las poderosas corporaciones multinacionales, la imagen subliminal de un creciente escepticismo y desafección hacia lo político, apoyada en los abundantes casos de corrupción, hacen que la democracia ceda su puesto a un mercado controlado por los grandes intereses de unos pocos, donde las decisiones políticas se compren y se vendan y en la que todos los elementos de la vida publica se supediten a la eficiencia económica, desde la seguridad ciudadana hasta la educación, la sanidad o la protección social, fomentando el enaltecimiento de los mercantil sobre cualquier valor individual.
Bajo tales circunstancias, hoy aún lejanas, la civilización occidental habrá activado su propio colapso.
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